Mundo ficciónIniciar sesiónLa voz sombría de Ronan se apagó, pero el silencio que dejó atrás era incluso más peligroso. Un silencio denso, cargado de una furia helada que parecía irradiar desde cada línea tallada de su cuerpo.
Sus brazos permanecían cruzados sobre el pecho, un gesto calculado de control absoluto… y, aun así, Seraphina veía el temblor contenido en sus antebrazos, la tensión feroz que endurecía los músculos bajo la tela fina de su camisa. Isabelle fue la primera en reaccionar. El rictus de odio que deformaba su rostro se suavizó de inmediato, sustituido por una sonrisa impecable, dulce y falsa, una máscara tan pulida como los diamantes que adornaban sus dedos. Pero sus ojos azules… esos seguían siendo bisturís. —Ronan, amor —entonó con suavidad venenosa—. Esta… cosa… me atacó. La taza se me resbaló cuando intenté defenderme. Ronan no le concedió ni una mirada. —Vete —ordenó, su voz cortante como hielo quebrado. La sonrisa de Isabelle tembló. —¿Qué? Ronan descruzó los brazos con una calma que heló la sangre en la habitación. Dio un paso adelante, adentrándose por completo en la estancia. Sus ojos grises se fijaron en su prometida con una frialdad que la redujo a nada. —He dicho —repitió, su voz baja y letal— vete. Seraphina observaba sin poder moverse, con su mano ardiente presionada contra el pecho. El dolor era un río de fuego recorriéndole el brazo, pero no podía apartar la mirada de él. El miedo y algo más oscuro, una fascinación que no quería ni nombrar, la tenían atrapada. La humillación rajó el rostro perfecto de Isabelle. Ser apartada así, frente a Seraphina, frente a una humana insignificante, era una afrenta que ella no sabía soportar. —¡Ronan, soy tu prometida! ¡No puedes hablarme así por esta simple, patética y miserable humana! No puedes ponerla por sobre mí, podrías poner el pacto en peligro —utilizó aquella palabras como defensa, buscando manipular a Ronan. —¿Poniendo en peligro el pacto? —repitió él. Ronan se movió entonces. Seraphina apenas lo vio. Un parpadeo y ya estaba frente a Isabelle, su sombra envolviéndola, robándole el aire. Isabelle retrocedió un paso, su máscara resquebrajándose del todo. —¿Y crees —dijo Ronan, su voz baja, afilada como un cuchillo— que por eso te permitiré torturarla en mi propiedad? —Yo… —balbuceó ella, perdiendo toda compostura. —Eres más estúpida de lo que pensé —continuó sin piedad— si crees que no sé todo lo que ocurre en mi territorio. O si imaginaste, por un solo instante, que podrías manipularme. —Ronan, nunca quise… —¡Fuera! —rugió él. La orden no fue un grito. Fue un mandato primitivo, autoritario, cargado de un dominio tan oscuro que hizo que incluso el aire pareciera retroceder. Isabelle tembló. Literalmente tembló. Se retiró con pasos cortos, rígidos, devorada por una mezcla rabiosa de miedo y odio. Antes de cruzar la puerta, lanzó a Seraphina una mirada que casi ardía. Luego apretó la mandíbula y salió de la habitación como una tormenta sofocada. La puerta se cerró detrás de ella. Dejando a Ronan y a Seraphina a solas. Él permaneció de espaldas a ella durante unos segundos que se sintieron interminables, los hombros tensos como cuerdas al borde de romperse. La inclinación mínima de su cabeza revelaba que seguía escuchando los pasos de Isabelle alejándose, la rabia que dejaba atrás, el eco del caos que acababa de desatar. Y entonces, lentamente, se volvió. Seraphina retrocedió de inmediato, casi sin pensarlo, hasta que su espalda chocó contra la repisa de la chimenea. Un golpe seco. Un recordatorio de que estaba acorralada. Sola con él. El hombre que la había rechazado. El hombre que la había encarcelado. Y el hombre que acababa de defenderla. Las tres versiones de Ronan no encajaban. Se superponían como sombras y luces imposibles, formando una figura que la confundía tanto como la atraía. El dolor ardiente en su mano la sacó del trance. Latía como una segunda presencia, como si no fuera parte de su cuerpo sino una criatura viva intentando escapar. Las lágrimas que rodaban por sus mejillas no eran dramáticas, eran silenciosas, calientes, inevitables. Ronan la miraba. Sin ira, sin esa furia glacial de antes… pero tampoco con suavidad. Su rostro estaba esculpido en una calma peligrosa, una que podía desatarse en cualquier dirección. Empezó a caminar hacia ella con pasos lentos, medidos, como si calibrara cada centímetro que los separaba. Cada avance hacía que el corazón de Seraphina se acelerara hasta doler, un ritmo desigual entre el miedo y esa anticipación eléctrica que no comprendía. O que no quería comprender. Se detuvo frente a ella. Tan cerca que su sombra la cubrió entera. Tenía que inclinar la cabeza para verlo, para enfrentar esa presencia imposible que la empequeñecía y la encendía a la vez. El aroma a bosque nocturno, ese olor profundo, frío y salvaje, la envolvió como una niebla. Seraphina tuvo que aferrarse a su propio control para no temblar. Los ojos grises de Ronan descendieron hacia la mano que ella mantenía apretada contra su pecho. Se oscurecieron, no de ira, sino de algo más profundo. —Déjame ver —ordenó. Su voz fue áspera, inflexible, pero despojada de la dureza que había reservado para Isabelle. Había algo distinto allí, algo que la piel de Seraphina reconoció antes que su mente. —No… estoy bien —murmuró, aun sabiendo que él oía la mentira como un golpe metálico. No quería que la tocara. No porque lo odiara, sino porque no sabía qué parte de ella respondería si lo hacía. La mandíbula de Ronan se tensó apenas. —No me agradan las personas que mienten —dió un paso más, reclamando el espacio que quedaba entre ellos. Su proximidad era un aviso, una sombra devorando el último rincón de distancia—. Muéstrame, Seraphina. La advertencia no estaba en su voz. Estaba en la forma en que su mirada la sostuvo, como si pudiera desarmarla con solo pronunciar su nombre. Pero esta vez, antes siquiera de que Seraphina pudiera pensar en retroceder o mentir, él tomó su mano. El contacto la silenció. No hubo brusquedad, no hubo violencia, no hubo nada del hombre que la había arrastrado dentro de la mansión horas antes. Sus dedos, grandes y cálidos, se cerraron alrededor de su muñeca con una delicadeza tan inesperada que Seraphina sintió que algo dentro de ella se partía. Fue ese quiebre, leve y profundo, lo que la hizo abrir la mano por inercia. La quemadura quedó expuesta. Roja, furiosa, pulsante como un latido enfermo. El simple roce del aire la hacía arder. Una sombra pasó por el rostro de Ronan. No fué ira, sino algo más oscuro, más primitivo. Él deslizó su dedo por la herida. Seraphina reprimió un gemido agudo cuando el dolor la atravesó… pero aquel tormento duró apenas un parpadeo. La caricia se transformó en un bálsamo que no tenía sentido, una tregua cálida que se extendió desde la herida hacia su interior, como si su piel reconociera algo en él que su mente no alcanzaba a comprender. El fuego líquido que ascendía por su brazo se apagó… y nació otro distinto, más profundo, más peligroso. Un calor que se hundía en su carne, que se arrastraba por sus venas con una dulzura adictiva, llenándola de una calma que no era humana. Seraphina abrió los ojos justo a tiempo para ver cómo la mancha carmesí se desvanecía. La piel volvió a su tono natural, tersa e intacta, como si jamás hubiera sido quemada. Levantó la mirada. Ronan no la estaba mirando a ella. Miraba su mano como si fuera algo precioso... y prohibido. Su pulgar seguía acariciando su palma, lento, hipnótico, como si no fuera consciente del movimiento. La tormenta gris de sus ojos se había ido, en su lugar brillaba un ámbar líquido, un oro vivo que palpitaba con una intensidad que le robó el aire. Era su lobo. Sin máscaras. Sin control. Y se estaba desmoronando delante de ella. Cuando alzó la mirada, sus ojos ardientes chocaron con los de Seraphina. El aire crujió entre ellos. Ya no estaba el Alfa distante, el dueño del territorio. Frente a ella había un depredador que contenía a duras penas el impulso de acercarse más. La mirada de Ronan descendió hacia su boca, rosada, temblorosa. El mundo se achicó hasta convertirse en un punto. En la distancia que los separaba. En el calor que emanaba del cuerpo de él, envolviéndola como una marea profunda que no dejaba espacio para pensar, solo la reclamaba en silencio. Ronan se inclinó apenas. Su rostro descendió hacia el de ella. Su boca se entreabrió. Seraphina descubrió que estaba conteniendo la respiración, que su cuerpo entero vibraba, abriéndose hacia él, pidiéndolo en silencio… Entonces, unos golpes secos sobre la puerta terminaron con el momento. —¡Alfa! Ronan se congeló. Su cuerpo se detuvo de golpe, como si hubiera sido arrancado del borde de un sueño. El ámbar en sus ojos parecía resistirse a desvanecerse antes de desaparecer por completo, devorado por el acero helado que Seraphina conocía demasiado bien. Ronan soltó la mano de Seraphina como si quemara y retrocedió. El frío llenó el espacio entre ellos. El calor adictivo que él le había dejado se disipó, dejándola vacía, temblorosa, con un hueco nuevo en el pecho que le dolió admitir. Ronan se pasó una mano por el cabello, su respiración áspera, su rostro convertido en una máscara de furia contenida. —¡Alfa Ronan, es urgente! —gritó la voz desde el pasillo. Caleb. Ronan giró hacia la puerta, su autoridad volviendo como un latigazo. —¿Qué? —gruñó, la palabra resonando desde lo más profundo de su pecho. —Los ancianos exigen verte —respondió Caleb—. Están en el gran salón. Isabelle les ha dicho que estás protegiendo a la humana.






