Lena siempre creyó tener una vida ordenada: un hogar estable, un compañero que le ofrecía seguridad y una rutina tranquila. Pero las noches comenzaron a traicionarla. Sueños cada vez más vívidos la arrastran a templos antiguos, a pasajes oscuros donde un Sacerdote enmascarado vigila cada uno de sus movimientos… y a los brazos de un hombre que nunca había visto, pero que parece conocerla desde siempre. Ese hombre es Elías. Empresario brillante, dueño de un imperio tecnológico, que en apariencia lo tiene todo bajo control. Sin embargo, también él carga con visiones que lo persiguen en sueños y códigos imposibles que se infiltran en sus propios sistemas, formando símbolos que respiran como si estuvieran vivos. Cuando sus miradas se cruzan por primera vez en la vigilia, ambos comprenden una verdad insoportable: no se están conociendo por primera vez, sino reencontrando. Unidos por un amor que trasciende el tiempo y perseguidos por la sombra del Sacerdote, Lena y Elías descubrirán que son parte de un ciclo que se repite una y otra vez, vida tras vida, muerte tras muerte. Los recuerdos de Sicilia, el aroma del jazmín, la sangre y el fuego vuelven a ellos como fragmentos de una historia que nunca terminó. Ahora, deberán decidir si enfrentar el destino o rendirse a él. Pero el Oráculo ha hablado: solo uno de los dos sobrevivirá. En Amor en Código, la vigilia y el sueño se entrelazan en un thriller romántico donde la pasión, el misterio y lo sobrenatural se funden en una trama de reencuentros imposibles y secretos que desafían el tiempo.
Leer másA veces, justo antes de despertar, Lena escuchaba un eco.
No era un sonido, sino una vibración que nacía en algún rincón remoto de su memoria y se propagaba por su cuerpo como un latido antiguo. No venía de fuera: surgía desde adentro, como si algo dormido la llamara por su verdadero nombre.
Esa mañana —o noche, o instante suspendido, porque el tiempo aquí no existía— el eco volvió, más intenso. Y entonces, sin darse cuenta, cruzó el umbral.
El suelo bajo sus pies brillaba.
Había símbolos incandescentes que respiraban como un corazón encendido, expandiéndose como venas de luz sobre la piedra. Cada línea parecía reconocerla. Lena dio un paso, y el símbolo bajo su planta ardió con un resplandor febril, como si la hubiera estado esperando durante siglos.
Alzó la vista.
El templo no tenía muros ni techo, solo un corredor interminable sostenido por dos columnas que cambiaban de forma con cada parpadeo: piedra blanca, oro gastado, hierro oxidado. No importaba la apariencia; eran eternas, guardianas de un destino inevitable.
El aire era espeso, metálico, con ese olor cortante de hierro recién partido… y entre todo, un rastro dulce imposible de ignorar: jazmín.
Lena cerró los ojos un instante. Ese aroma no era nuevo. Lo había respirado antes… en otro lugar, en otro tiempo. El recuerdo era difuso, pero le golpeó el pecho como un presentimiento.
El corredor se extendía ante ella, vibrante.
Y entonces lo vio.
Al final del pasillo, recortado contra un cielo sin forma, estaba Elías.
Su figura era alta, firme, manchada de polvo y sangre seca. No necesitaba más que sus ojos —color avellana, cálidos, urgentes— para reconocerlo. Cada mirada suya contenía siglos, como si hubieran pronunciado mil despedidas antes de llegar a ese instante.
Lena corrió.
El eco de sus pasos retumbó como tambores de guerra y reencuentro. Cuando sus manos se encontraron, una corriente eléctrica la atravesó. No era un simple roce: era la memoria encendiéndose.
Elías la sostuvo como quien encuentra agua tras un desierto eterno.Ella sintió que el aire le faltaba… y que al mismo tiempo, por fin respiraba.
—Siempre llego a ti —susurró él, con la voz quebrada de quien ha esperado demasiado.
—Y siempre te pierdo —respondió ella, temblando.
Se abrazaron con desesperación, como si todo lo vivido confluyera en ese gesto. Lena apoyó la frente en su pecho; olía a humo, a hierro, a mar… a todas las guerras y promesas rotas que los habían marcado en otras vidas.
Su respiración se mezcló con la de él en un ritmo antiguo, reconocible.
Era como si sus cuerpos recordaran lo que sus mentes aún no podían nombrar.
Él bajó la cabeza. Sus labios rozaron su mejilla con ternura y amenaza al mismo tiempo.
—Esta vez no quiero soltarte —dijo, con firmeza herida—. No me importa el precio.
—Me duele —murmuró ella—. Saber que nunca basta. Que, aunque muera contigo, volveremos a empezar.
Elías la tomó por el rostro, con una ternura desesperada que ardía en la piel.
—Si este amor es una condena —sus ojos brillaban como si confesaran algo sagrado—, prefiero repetirla mil veces contigo que vivir una eternidad sin ti.
Por un instante, Lena recordó fragmentos fugaces:
Un puerto en Sicilia, el olor a sal y pan caliente, risas entre persianas de madera… Elías vestido de lino, mirándola como si fuera la única verdad.
La imagen desapareció tan rápido como llegó, pero la dejó temblando.
El aire cambió.
El silencio se volvió denso.
La penumbra cobró vida.
Y apareció la sombra.
El Sacerdote.
No llevaba máscara ni túnica, pero su sola presencia oscurecía la luz. Era como si la realidad tuviera una herida abierta y él habitara en su interior. Lena no necesitaba verlo con claridad para reconocerlo; lo sentía en el pecho, como un puño invisible que le apretaba el corazón.
Elías se interpuso instintivamente.
—No esta vez.
El Sacerdote alzó la mano.
El templo se estremeció.
Las columnas crujieron como cristal, el cielo se quebró en grietas luminosas, y el suelo comenzó a abrirse en abismos de fuego.
Lena gritó, pero Elías la sujetó con fuerza, pegándola a su cuerpo.
—Mírame —le pidió, con urgencia—. No importa lo que pase. Lo único real es esto.
Ella lo miró, y el mundo se deshizo alrededor.
—Si morimos juntos… ¿se acaba al fin? —preguntó Lena.
Él negó con lágrimas ardiendo en los ojos.
—No. El ciclo se reinicia.
—Entonces… estamos condenados.
—Condenados a amarnos —susurró—. Y yo lo elijo. Siempre.
La voz del Sacerdote retumbó como trueno, fría y clara:
—Nadie escapa del ciclo.
Elías la besó.
No fue un beso dulce: fue un estallido. Un choque de memorias, promesas y despedidas acumuladas durante siglos. Un beso que contenía el primero y el último, el prohibido y el desesperado.
A su alrededor, el suelo se quebró en mil fragmentos luminosos.
El cielo explotó en luz violeta.
Las columnas ardieron en llamas invisibles.
Lena sintió que caía.
Pero Elías seguía ahí.
Aunque todo colapsaba, permanecían unidos.
No hubo dolor.
Solo un silencio compartido.
Un último respiro.
Y la certeza ardiente de que la muerte no era un final… sino un umbral.
La oscuridad la envolvió como un líquido espeso y frío.
En sus labios quedó un sabor metálico, como si la noche sangrara.El templo desapareció.
Oscuridad.En ella, destellos de memoria buscaban renacer:
un jardín iluminado por faroles, una playa de arena negra, una risa quebrada por la guerra, el perfume del jazmín flotando en la noche tibia.Todo mezclado. Todo esperando su turno en una nueva vida.
Y entre esa oscuridad, la voz del Sacerdote, susurrando como sentencia grabada en la médula:
—Todo vuelve. Siempre vuelve.El eco de esas palabras siguió resonando, aun cuando las imágenes comenzaron a disolverse.
Primero se apagaron los destellos, luego el perfume se volvió tenue, como si alguien cerrara lentamente una puerta.Un cosquilleo tibio en la nuca le anunció el regreso.
La sensación de caída se transformó en la textura familiar de las sábanas. El mundo real fue tomando forma, lento, perezoso, como si despertara con ella.Lena abrió los ojos en la penumbra de la vigilia…
y algo —un eco, un recuerdo, una presencia— la siguió hasta el amanecer.Lena abrió los ojos antes de que amaneciera del todo.La penumbra tenía ese espesor ambiguo que hace dudar si uno está despierto o atrapado en un sueño.El silencio de la casa era denso, pegajoso.No el cómodo de los días tranquilos, sino ese que se forma justo antes de que algo se quiebre.Juraría que escuchaba pasos en el pasillo, aunque todo estaba inmóvil.Contuvo la respiración. Un miedo irracional se le trepó por la espalda.No quería moverse, como si cualquier gesto pudiera confirmar lo impensable: que no estaba sola.Giró la cabeza.Javier dormía a su lado, boca arriba, con un brazo colgando fuera de la cama y la boca entreabierta. Respiraba con esa paz envidiable de quienes no cargan fantasmas. Dormía como alguien que confía en que el mundo seguirá intacto al despertar.Lena lo observó. A veces envidiaba esa paz.Y otras, simplemente la extrañaba.Recordó, sin proponérselo, una mañana de hace años: vacaciones en la costa, el sol colándose por la ventana, Javier haciéndole caf
No había dormido bien. Entre sueños y vigilias, la frase seguía repitiéndose como un eco obstinado.Cuando salió a la calle aquella mañana, algo en el aire ya era distinto.El presentimiento llegó antes que el cuerpo.Primero, una vibración sorda en el pecho, como si el aire se adelantara a la realidad.Después, un escalofrío breve que no venía del frío.Lena se detuvo a mitad de la acera sin saber por qué. No lo había visto. No lo había oído.Pero algo —una presencia, un pulso invisible— le dijo que él estaba cerca.Cruzó la esquina con pasos contenidos.El mundo, en apariencia, seguía funcionando igual: gente caminando, taxis tocando bocina, el canto metálico de una alarma de bicicleta.Y, sin embargo, todo tenía otro ritmo.Como si el tiempo se hubiera estirado para sostener ese instante.El olor a jazmín apareció de golpe, sin una fuente visible.Lena inspiró hondo: el aire se volvió más denso, cargado de electricidad estática.Una corriente subió desde el estómago hasta la gargan
Lena decidió que el día siguiente sería distinto. No lo dijo en voz alta —como si temiera que al pronunciarlo la promesa se desmoronara—, pero lo pensó con la determinación frágil de quien intenta recomponer una rutina que ya no encaja.Café. Ducha caliente. Ropa cómoda.Un día normal. Eso era todo lo que necesitaba.Abrió la ventana para dejar entrar aire fresco. La calle aún no despertaba del todo: algunos autos dispersos, un ciclista solitario, el tintinear lejano de una botella contra el pavimento. Por un instante pensó que, si se concentraba en esos sonidos comunes, podría recuperar el equilibrio perdido.Pero la sensación era extraña. Como si observara una escena conocida a través de un cristal ligeramente distorsionado. Nada había cambiado realmente, y aun así todo parecía desfasado, como si la realidad hubiese dado un paso en falso.La cocina estaba tranquila. La luz gris de la mañana se extendía por el suelo en una franja oblicua. Encendió la cafetera y esperó el aroma que si
El cursor parpadeaba en la pantalla en blanco como si se burlara de ella. Tic… tac… tic… tac.Lena llevaba más de una hora frente a la laptop y ni una sola línea decente había logrado salir de su cabeza. Cada idea que asomaba se deshacía antes de llegar a sus dedos, como humo escapando por una rendija.Soltó un suspiro largo y se echó hacia atrás en la silla. Miró el apartamento en silencio. Todo seguía igual: la luz amarillenta colándose perezosa por la ventana, el murmullo distante de la calle, el mismo orden casi obsesivo. Pero ella no estaba igual. Había un nudo bajo la piel, una inquietud subterránea sin nombre que llevaba días ahí, latiendo.—¿Otra vez bloqueada? —Javier apareció en la puerta, despeinado, con esa media sonrisa que usaba cuando quería aliviar tensiones.—Un poco —respondió ella sin apartar la vista del monitor.—Déjalo por hoy, en serio. Tienes cara de necesitar vacaciones —dijo, avanzando unos pasos.Lena cerró la laptop con un gesto casi delicado, como si temie
Lena no recordaba exactamente cómo había terminado en el metro.Simplemente… estaba ahí.La multitud la arrastró como una corriente muda y ella se dejó llevar, sin oponer resistencia. Todo se movía en una especie de compás distinto, como si el mundo marchara a un ritmo que ella había olvidado hacía tiempo.El vagón iba a reventar de gente.Voces, anuncios, el chirrido de las ruedas contra los rieles… todo se mezclaba en un zumbido lejano, casi sin forma. Se agarró de la barra metálica y el frío le subió por la piel hasta colarsele en los huesos.En el reflejo oscuro de la ventana, su cara aparecía entrecortada por las luces que parpadeaban en el túnel. Y por un segundo —uno apenas— juró ver otra versión de sí misma. Un reflejo que la observaba con esa mezcla rara de desconcierto y advertencia, como si supiera algo que ella no.Parpadeó.Y ya no estaba.Cuando subió a la superficie, la noche había caído por completo.El aire húmedo de la ciudad le golpeó la cara: gasolina, tierra mojad
Lena quiso convencerse —una vez más— de que el día sería normal.Un martes gris, predecible, sin ecos ni sobresaltos.Se repitió esa mentira mientras se vestía, recogía el cabello y buscaba el zapato que siempre se escondía.Frente al espejo, la mujer que la miraba parecía un fantasma a media jornada:piel apagada, ojeras profundas, labios resecos.Forzó una sonrisa, pero el reflejo no la acompañó.En el metro, el vagón iba lleno.El aire era denso, una mezcla de perfume barato y sueño interrumpido.Lena se sostuvo de la barra metálica y cerró los ojos un momento, intentando dejar que el traqueteo la meciera, como antes.Pero en lugar de calma, llegaron imágenes sueltas:el jardín nocturno, la figura encapuchada, unos ojos color avellana mirándola desde detrás de un cristal.Abrió los ojos de golpe.En el vidrio empañado, su reflejo titiló con un leve desfase, como si no obedeciera del todo.Parpadeó otra vez.Todo volvió a la normalidad.Se aferró con más fuerza a la barra, intentand
Último capítulo