Lena salió a la calle con la sensación extraña de que el día no comenzaba, sino que continuaba algo que ya estaba en marcha desde antes de que abriera los ojos.
El aire de la mañana tenía un espesor inusual, como si alguien hubiera tendido un velo invisible entre ella y el mundo.El cielo, nublado pero translúcido, parecía a punto de revelar algo para lo que aún no existían palabras.
Mientras esperaba que el semáforo cambiara, escuchó su nombre.
—Lena.
A sus espaldas. Claro.
Se giró de inmediato.
Nada. Solo la escena cotidiana: autos detenidos, una mujer con abrigo verde empujando un cochecito, un hombre hablando por teléfono. Pero la voz había sido clara, íntima. Como si alguien se hubiera inclinado junto a su oído.La luz del semáforo parpadeó en verde y la multitud avanzó como un río inevitable.
Lena cruzó con ellos, pero lo hizo con el pulso alterado, como si hubiera pisado la primera baldosa de un laberinto que aún no podía ver completo.En la oficina, el zumbido de teclados y ventiladores llenaba el aire como un enjambre domesticado.
Lena intentó refugiarse en la rutina: correos, presupuestos, cifras sin alma.Abrió un archivo anodino y se quedó inmóvil.
En la esquina inferior, brillaba un pequeño trazo oscuro. No pertenecía al documento.Un círculo atravesado por una línea curva.
Exactamente igual al tatuaje de la camarera.
Parpadeó. El símbolo desapareció.
Movió el ratón con torpeza, intentando convencerse de que había sido un error de pantalla.
Pero el olor a jazmín empezó a expandirse suavemente, como una brisa ajena a ese lugar de luces blancas y aire reciclado.Cerró el archivo con un clic brusco.
El corazón enredado en una inquietud sin nombre.Al mediodía salió a la calle.
Necesitaba aire, aunque el aire mismo pareciera cargado.Las calles bullían como siempre, pero cada esquina escondía un detalle nuevo:
Una niña sentada en la acera vendía ramilletes de jazmín envueltos en papel de diario.
En la vidriera de una tienda de antigüedades colgaba un cartel pintado a mano: un laberinto circular, trazado en líneas negras que parecían moverse si uno las miraba demasiado tiempo.
Y al pasar junto a una mujer que hablaba por teléfono, escuchó con claridad:
—…Elías no va a esperarnos para siempre…
Lena se detuvo en seco, como si hubiera chocado contra una pared invisible.
La mujer ya se alejaba, fundida en la marea peatonal. Ninguna mirada atrás, ningún gesto que confirmara la frase. Solo el rumor de la ciudad tragándose el nombre que le había golpeado el pecho como un eco.Siguió caminando sin rumbo, arrastrada por una corriente que parecía conocer el camino mejor que ella.
Fue entonces cuando lo vio.
Al otro lado de la avenida, entre la multitud, una figura masculina avanzaba con paso firme.
Traje oscuro, hombros rectos, el cabello ligeramente despeinado por el viento. No alcanzaba a verle el rostro, pero algo —una vibración antigua, un reconocimiento punzante en el estómago— la obligó a detenerse.Los autos pasaron entre ambos como ráfagas de otro mundo.
Cuando el tráfico se despejó, la figura ya no estaba.Lena sintió que su respiración se volvía lenta, irregular, como si el tiempo hubiera cambiado de ritmo solo para ella.
El metro la recibió con su rumor metálico y ese olor a humedad que siempre la transportaba a lugares que no lograba identificar.
Se sentó en el banco frío de la estación, cerró los ojos y dejó que el murmullo de la gente la envolviera.Entonces, detrás de sus párpados, el laberinto brilló.
No era un sueño, ni una imagen nítida.
Era una vibración: líneas incandescentes respirando, extendiéndose como raíces bajo sus pies.Y una voz —su propia voz, pero lejana, como atravesando siglos— susurró en la penumbra:
—Ya casi.
Abrió los ojos de golpe.
El tren llegaba con su estruendo habitual.Se levantó, se mezcló con la multitud y subió al vagón sin mirar atrás.
Al otro lado de la ciudad, Elías también había salido antes de lo previsto.
La agenda apretada, las reuniones, el murmullo constante de su equipo… todo eso parecía irrelevante frente a la sensación que llevaba días acosándolo: algo se acercaba.Caminaba por la avenida con el paso firme que todos esperaban de él, pero por dentro todo se movía en direcciones que no lograba entender.
La brisa cálida de la tarde trajo un perfume inesperado: jazmín.
No había jardines cerca ni floristas a la vista, y aun así el aroma era nítido, persistente, como si lo envolviera solo a él.Se detuvo sin saber por qué.
Y entonces la vio.
Al otro lado de la calle, entre la corriente humana, una mujer se había quedado quieta.
No hacía nada extraordinario. Solo estaba ahí. Pero el mundo alrededor pareció difuminarse, como si todas las líneas convergieran en ese punto.Cabello suelto.
Mirada perdida en algo que él no podía ver.No conocía su nombre, pero la certeza le atravesó el pecho con fuerza irracional: la conocía.
Un claxon lo sacó de la ensoñación.
Cuando volvió a mirar, ella ya caminaba hacia la estación, tragada por la multitud.Podría haberlo dejado pasar. Llamarlo coincidencia.
Pero algo dentro de él —ese pulso que a veces lo despertaba en sueños— le dijo que no.—Ya casi —murmuró sin darse cuenta.
Y por un instante, el aire pareció contener la respiración junto con él.
No lo sabían, pero el mundo acababa de girar un grado hacia el punto exacto donde las miradas se cruzan por primera vez.
Lo que se aproxima no avisa. Solo late.