No había dormido bien. Entre sueños y vigilias, la frase seguía repitiéndose como un eco obstinado.
Cuando salió a la calle aquella mañana, algo en el aire ya era distinto.
El presentimiento llegó antes que el cuerpo.
Primero, una vibración sorda en el pecho, como si el aire se adelantara a la realidad.
Después, un escalofrío breve que no venía del frío.
Lena se detuvo a mitad de la acera sin saber por qué. No lo había visto. No lo había oído.
Pero algo —una presencia, un pulso invisible— le dijo que él estaba cerca.
Cruzó la esquina con pasos contenidos.
El mundo, en apariencia, seguía funcionando igual: gente caminando, taxis tocando bocina, el canto metálico de una alarma de bicicleta.
Y, sin embargo, todo tenía otro ritmo.
Como si el tiempo se hubiera estirado para sostener ese instante.
El olor a jazmín apareció de golpe, sin una fuente visible.
Lena inspiró hondo: el aire se volvió más denso, cargado de electricidad estática.
Una corriente subió desde el estómago hasta la gargan