Lena no recordaba exactamente cómo había terminado en el metro.
Simplemente… estaba ahí.
La multitud la arrastró como una corriente muda y ella se dejó llevar, sin oponer resistencia. Todo se movía en una especie de compás distinto, como si el mundo marchara a un ritmo que ella había olvidado hacía tiempo.
El vagón iba a reventar de gente.
Voces, anuncios, el chirrido de las ruedas contra los rieles… todo se mezclaba en un zumbido lejano, casi sin forma. Se agarró de la barra metálica y el frío le subió por la piel hasta colarsele en los huesos.
En el reflejo oscuro de la ventana, su cara aparecía entrecortada por las luces que parpadeaban en el túnel. Y por un segundo —uno apenas— juró ver otra versión de sí misma. Un reflejo que la observaba con esa mezcla rara de desconcierto y advertencia, como si supiera algo que ella no.
Parpadeó.
Y ya no estaba.
Cuando subió a la superficie, la noche había caído por completo.
El aire húmedo de la ciudad le golpeó la cara: gasolina, tierra mojad