Lena quiso convencerse —una vez más— de que el día sería normal.
Un martes gris, predecible, sin ecos ni sobresaltos. Se repitió esa mentira mientras se vestía, recogía el cabello y buscaba el zapato que siempre se escondía.Frente al espejo, la mujer que la miraba parecía un fantasma a media jornada:
piel apagada, ojeras profundas, labios resecos. Forzó una sonrisa, pero el reflejo no la acompañó.En el metro, el vagón iba lleno.
El aire era denso, una mezcla de perfume barato y sueño interrumpido. Lena se sostuvo de la barra metálica y cerró los ojos un momento, intentando dejar que el traqueteo la meciera, como antes. Pero en lugar de calma, llegaron imágenes sueltas: el jardín nocturno, la figura encapuchada, unos ojos color avellana mirándola desde detrás de un cristal.Abrió los ojos de golpe.
En el vidrio empañado, su reflejo titiló con un leve desfase, como si no obedeciera del todo. Parpadeó otra vez. Todo volvió a la normalidad. Se aferró con más fuerza a la barra, intentando no leer presagios donde solo había cansancio.La cafetería del centro olía a café recién molido y pan tostado.
Un refugio cálido en medio del caos exterior. Lena se sentó en la barra, la mirada perdida en la espuma de su capuchino.La campanilla de la puerta sonó.
Un escalofrío le recorrió la espalda antes de siquiera voltear.Entró un hombre.
Alto. Traje oscuro. El cabello ligeramente despeinado por el viento. Nada en él parecía fuera de lugar… y, sin embargo, cuando giró la cabeza y sus ojos —color avellana, cálidos y hondos— se cruzaron con los de Lena, el mundo pareció suspenderse.El murmullo de la cafetería se apagó en la distancia.
El aire cambió de temperatura. El aroma de su perfume se mezcló con el del café y la golpeó como un recuerdo imposible de ubicar. Su corazón dio un vuelco traicionero.Él frunció el ceño apenas, como si también la reconociera sin saber por qué.
Pidió un café con voz grave, un sonido que resonó en Lena como un eco familiar.Cuando se dio la vuelta para salir, sus miradas se engancharon una segunda vez.
Fue breve, pero infinito. Una certeza muda flotó entre ambos: no eran extraños.Las palabras escaparon de Lena casi sin voz:
—Te conozco…Él se detuvo, esbozó una sonrisa mínima —incrédula y segura a la vez— y respondió:
—Lo sé.Y salió con el vaso en la mano.
Lena se quedó temblando, con el capuchino intacto frente a ella.
En lo más profundo, supo que nada volvería a ser igual.Ana la convenció con su mezcla habitual de insistencia y cariño:
—Te va a hacer bien salir de la oficina, despejarte un poco.Lena aceptó casi sin energía, como si no tuviera fuerza para discutir.
El centro de convenciones hervía de voces y pasos.
Luces blancas colgaban del techo como soles fríos. El aire olía a desinfectante, café recalentado y perfume caro.Lena hojeó el programa sin interés… hasta que un nombre la detuvo.
Elías A. Corvin — Conferencia Magistral.
Su estómago se contrajo como en caída libre.
—¿Pasa algo? —preguntó Ana, asomándose por encima del papel.
—No… nada. —¿Conoces a alguno? —No —mintió Lena demasiado rápido.Ana arqueó una ceja.
—Seguro es un tipo con un nombre común. No empieces con tus películas.Lena forzó una sonrisa, pero el pulso acelerado la delataba.
Un soplo fugaz de jazmín cruzó el aire, o eso creyó.La sala era amplia, de techos altos y asientos acolchonados que crujían al llenarse.
Ana se acomodó en la segunda fila, saludando conocidos. Lena se arrinconó en su asiento, deseando volverse invisible.El murmullo bajó cuando el presentador anunció la conferencia principal.
Lena, distraída, miraba las luces del escenario cuando el aplauso la sacó de su ensimismamiento.Y entonces lo vio.
Elías subió al escenario con seguridad tranquila.
El traje oscuro impecable. La mirada firme. Su sola presencia llenaba la sala.Lena sintió que el aire se comprimía a su alrededor.
Era él. El hombre de la cafetería. El de los sueños.Y lo peor: él también la vio.
Entre cientos de rostros, sus ojos se encontraron.
No fue largo. No necesitó serlo. En ese cruce suspendido, Lena sintió que la realidad daba un pequeño giro sobre sí misma.Elías vaciló un instante antes de empezar a hablar.
Su voz grave llenó el auditorio, pero Lena no escuchaba las palabras. Solo percibía el ritmo de su respiración y el golpeteo de su corazón.—¿Estás bien? —susurró Ana.
—Sí —respondió Lena, demasiado rápido otra vez. —Estás blanca. —Es… calor. Ana rodó los ojos. —Claro. Calor en una sala refrigerada.Lena no contestó.
Sabía que no podía explicar lo que acababa de sentir.La conferencia terminó con un aplauso largo que a Lena le sonó lejano.
Ana hablaba animadamente sobre los ponentes, pero Lena apenas la escuchaba.—¿Vienes? —preguntó Ana en la salida.
—Ve tú, te alcanzo en un minuto —dijo Lena.Ana la miró con suspicacia, pero no insistió.
Se perdió entre el gentío.Lena respiró hondo, intentando recuperar el control.
No sabía si tenía calor o frío. Las luces blancas del pasillo la envolvieron en una claridad quirúrgica. El sonido de sus pasos rebotó en las paredes vacías.Entonces lo sintió.
Ese cambio imperceptible en el aire. Como cuando la electricidad está a punto de descargarse.Giró la esquina.
Y lo vio.Elías venía en dirección contraria, solo, con el saco desabrochado y la mirada distraída.
No esperaba encontrarlo tan pronto ni tan cerca. El tiempo pareció encogerse.Sus pasos se ralentizaron hasta casi detenerse.
La gente que salía por los pasillos laterales se desdibujó en un murmullo lejano. Solo quedaban ellos dos y ese tramo de corredor iluminado, como si el mundo hubiera decidido contener la respiración.Frente a frente, Lena notó el latido en su garganta, el calor subiendo desde el estómago, el aire espesándose entre ambos.
Él se detuvo a un metro escaso.
Por un segundo no hubo palabras. Solo el eco compartido de dos vidas que ya se habían cruzado en otra parte.Fue él quien habló primero, con voz baja, casi un roce en el aire:
—Tú…Lena no contestó. No podía.
Un grupo de asistentes irrumpió riendo por una puerta lateral.
La burbuja se rompió. Elías retrocedió medio paso. Lena parpadeó, aturdida.Él la observó un instante más —con esa mezcla imposible de sorpresa y reconocimiento— y siguió caminando, perdiéndose entre la multitud.
Lena se quedó quieta, el pulso desbocado, los sentidos en alerta, como si acabara de sobrevivir a una tormenta silenciosa.
Sabía que no era casualidad.
Nada de esto lo era.