El amanecer se colaba tímido entre las cortinas de lino, tiñendo las paredes con un dorado suave, casi engañoso. Esa luz prometía calma, pero por dentro todo seguía hecho un revoltijo.
Lena abrió los ojos sin estar segura de haber despertado. Sentía el cuerpo sumergido en una bruma espesa, como si el sueño no se hubiera ido del todo.Juraría que todavía escuchaba pasos en el pasillo, aunque la casa estaba inmóvil. Contuvo la respiración. Un miedo irracional se le trepó por la espalda. No quería moverse, como si cualquier gesto pudiera confirmar lo impensable: que no estaba sola.
El sudor le pegaba la sábana al cuerpo. Cerró los ojos con fuerza, queriendo borrar las imágenes. Sabía que no funcionaba. Siempre volvían.
Giró la cabeza. Javier dormía a su lado, boca arriba, con un brazo colgando fuera de la cama y la boca entreabierta. Respiraba con esa paz envidiable de quienes no cargan con fantasmas. Dormía como alguien que confía en que el mundo seguirá intacto al despertar.
Lena lo observó. A veces envidiaba esa paz. Bueno, la mayoría de las veces.
Él era estable. Seguro. El refugio al que siempre podía volver. Y, sin embargo, esa mañana lo miraba sintiendo que una grieta invisible los separaba. Como si vivieran en mundos distintos.La habitación lo confirmaba: su mesa de noche, con un reloj digital, el celular cargando, y libros de economía; la de ella, vacía salvo por una libreta que nunca abría y un bolígrafo seco. En la cómoda, fotos felices: la playa, cenas, sonrisas congeladas en marcos brillantes. Lena las miró con un nudo en la garganta. “¿Sigo siendo esa mujer?”
Cerró los ojos.
Primero fue el silencio. Un silencio distinto, profundo, como si viniera desde adentro y apagara el murmullo exterior. Luego, el aire cambió: se volvió húmedo, espeso. La habitación pareció desvanecerse poco a poco, como si alguien hubiera abierto una puerta invisible hacia otro lugar.Y ahí estaban otra vez.
No era un templo esta vez. No había incienso ni altares. Solo una penumbra densa, casi líquida, que parecía respirar.
Bajo sus pies, líneas encendidas trazaban un laberinto de piedra. Cada paso que daba iluminaba una nueva franja, como si el lugar la reconociera. Cuando tocó uno de los símbolos con la planta del pie, sintió un zumbido caliente que no era dolor, sino una especie de eco. Como si la piedra susurrara su nombre en un idioma olvidado.El aire olía a metal húmedo y a algo más: jazmín. Ese perfume leve, dulzón, imposible, la atravesó. Lena lo conocía. No sabía de dónde. Pero lo conocía.
Los murmullos crecían. No eran voces. Eran pensamientos que no le pertenecían. Ecos ajenos que la recorrían.
En lo alto de unas escaleras interminables, una figura esperaba.
El Sacerdote.
No tenía rostro, solo una sombra envuelta en túnicas que se ondulaban como humo. Aun sin ojos, su mirada la quemaba. Una presión en el pecho, como si alguien le exprimiera el corazón con una mano invisible.
Intentó retroceder, pero algo la sujetaba. El suelo vibró bajo sus pies, como si respirara. El silencio pesaba tanto que dolía.
Y entonces, entre la oscuridad, lo vio.
Elías.
Manchado de tierra, de sangre, o tal vez solo de sombra. No importaba. Lo que dolía eran los ojos: cálidos, urgentes, como si supieran que no había tiempo. Extendió la mano hacia ella.
El contacto no llegaba. Lena se lanzó hacia él. El aire se volvió espeso. Algo la frenaba. El Sacerdote seguía ahí, impasible. Cada segundo más cerca.
Un claxon la arrancó del trance.
Se incorporó de golpe, el pecho desbocado. Se cubrió la cara con las manos. Todavía temblaba. El frío matutino se colaba por la ventana. El olor a sábanas húmedas y a café lejano le recordó de golpe dónde estaba.A su lado, Javier seguía dormido. Tan tranquilo. Tan ajeno.
—¿Otra pesadilla? —murmuró, sin abrir del todo los ojos.
—Sí —dijo Lena, casi sin voz.
—Tienes que dejar de cenar tarde —musitó, dándose vuelta.
Ella lo observó en silencio. Esa era su forma de cuidar: práctica, sin dramatismos. Y, a veces, esa misma simplicidad dolía.
El día arrancó como tantos otros. Café, rutina, frases sueltas. Javier, celular en mano, sorbía distraído. Lena apenas tocó su taza.
—Soñé algo raro también —comentó él—. Perdía el coche en un estacionamiento y no lo encontraba nunca.
—Debe ser una señal —dijo ella, forzando una sonrisa.
—¿De qué? —replicó él con una risa que se apagó rápido—. ¿De que todo se nos escapa?
Lena lo miró por primera vez. No supo si era una broma, un reclamo o algo más. El silencio entre ellos se volvió espeso.
—¿Quieres que pida comida esta noche? Pizza, o algo picante. Como antes.
—Vemos más tarde.
—Claro —respondió él, tras una pausa—. Como siempre.
Javier volvió a su pantalla. Pero dejó el café sin terminar. Algo se le había quedado atragantado.
Lena salió sola. El aire fresco le golpeó la cara. La ciudad hervía: bocinas, pasos, voces. Un niño lloraba frente a una panadería, una mujer ofrecía empanadas desde una canasta tibia, un perro dormía en la sombra. Todo tan real. Y tan ajeno.
Se detuvo frente a una vidriera. Su reflejo le devolvía los ojos hinchados y el abrigo mal abrochado.
Por un instante, el aire pareció detenerse. Como si alguien hubiera bajado el volumen del mundo. Entonces el reflejo no la imitó. Tardó una fracción de segundo en parpadear.Lena tragó saliva y siguió caminando.
La cafetería estaba casi vacía. El aroma a canela y café flotaba como una promesa. Ana ya la esperaba junto a la ventana, moño desordenado, lápiz entre los dedos.
—Llegas tarde.
—No dormí bien. —¿Otra vez los sueños?Lena asintió.
—¿Los de siempre? —Más o menos. —¿Cuándo me vas a contar uno en serio? —Cuando deje de tenerles miedo. —¿Todavía tienes ese cuaderno? —En el cajón. Abandonado. —No sabes lo que estás tirando. Eso es oro narrativo. —O locura encuadernada.Pidieron dos cafés y un croissant. La camarera era nueva. Tenía tatuado un símbolo en la muñeca: un círculo cruzado por una línea curva. Lena lo reconoció. El estómago se le revolvió.
—¿Te acuerdas del verano en el sur? —dijo Ana—. Jurabas que habías visto un fantasma.
—Era el dueño. Con esa bata espantosa. —Insistías en que flotaba. —Yo quería escribir una novela, no resolver misterios. —Y mírate ahora. Acumulando sueños como escenas descartadas.Lena giraba la taza entre las manos.
—A veces siento que estoy fuera del mundo —dijo en voz baja—. Como si esto fuera decorado. Y lo real estuviera en otra parte.Ana le tocó la mano.
—Entonces vuelve a escribir. Si duele, merece ser contado.En la mesa de al lado, alguien dejó olvidado un diario. Un titular resaltaba:
“Símbolos sin explicación aparecen en estaciones del subte.”La imagen mostraba un dibujo casi idéntico al del laberinto bajo sus pies en el sueño.
Lena se quedó mirándolo.
Como si el papel pudiera respirar.El mundo se abría por grietas pequeñas. Apenas visibles.
Pero algo —dentro de ella, o más allá— ya se estaba filtrando por ellas.