Lena se había despertado mucho antes de que amaneciera, aunque no sabría decir cuántas horas llevaba así.
El techo, familiar y agrietado, se le volvía extraño en la penumbra. Durante años había jugado a unir las grietas como si fueran constelaciones privadas. Ahora solo eran hendiduras. Fisuras que la miraban desde arriba, como heridas que se negaban a cerrar.El silencio en la habitación era espeso. No el cómodo de los días tranquilos, sino ese tipo de quietud tensa que se forma antes de una tormenta.
Tenía los músculos agarrotados, el pecho apretado por algo que no podía nombrar.Quiso girarse hacia Javier, pero incluso eso le costaba. El cuerpo se le sentía como de piedra, y no estaba segura de si era agotamiento o miedo.
El despertador no había sonado aún, pero daba lo mismo: llevaba horas en vela.
Cuando lograba dormir, el sueño era traicionero. No la abrazaba. La soltaba de golpe. Y siempre la dejaba más cansada que antes.Se incorporó despacio. El suelo helado le mordió los pies y ese dolor breve la ancló, aunque no sabía si quería quedarse.
Giró la cabeza. Javier dormía profundo, ceño relajado, boca entreabierta. Parecía ajeno a toda tormenta. Inmune a las sombras que a ella la perseguían incluso con los ojos cerrados.Lena lo observó con un nudo en el estómago. No era envidia. Era otra cosa. Una tristeza callada.
Compartían cama y techo, pero ya no se encontraban. Él seguía habitando un mundo en orden. El de ella era un laberinto.Se levantó con cuidado, casi en puntas de pie, como si temiera despertar a algo más que a Javier.
En la cocina, el burbujeo de la cafetera le ofreció un consuelo tenue.
Rodeó la taza con ambas manos, buscando calor. El primer sorbo fue áspero. Le quemó la lengua. Y, sin embargo, pensó: estoy aquí. Aunque no sabía si quería estarlo.En el reflejo oscuro del café, su cara vibró levemente. Parpadeó. La imagen onduló como agua.
Por un instante, no se sintió ella. Era un rostro parecido, pero distinto. Más ajado. Más antiguo. Se inclinó, pero al tocar la superficie, el café se detuvo. Volvió a ser solo líquido negro.Entonces vino el recuerdo.
Como un eco que se abre paso entre la vigilia y el sueño. Uno de los primeros sueños. Aquel donde despertaba en medio de una playa desierta.La arena era negra, como carbón recién molido, y el mar retrocedía dejando símbolos brillantes en la orilla.
Caminaba hasta una figura encapuchada que le tendía un cuenco. Dentro, una mariposa viva. Cuando Lena la tocaba, el insecto estallaba en llamas silenciosas.Se despertaba gritando, con las manos ardiendo.
Nunca le contó ese sueño a nadie. Ni siquiera a Ana. Ni siquiera a sí misma, más allá del recuerdo fugaz que venía y se iba como un eco de otro idioma.Javier apareció minutos después, arrastrando las pantuflas.
Se sentó frente a ella, deslizando el dedo por la pantalla de su tablet.—Mira esto —dijo, girándola hacia ella.
Una foto vieja: los dos en la playa, riendo, el viento enredándoles el pelo.
Ella llevaba un vestido blanco. Él, un sombrero ridículo.—¿Te acuerdas?
Lena asintió, aunque el recuerdo le llegaba borroso, como si le perteneciera a otra persona.
—Podemos volver a reír así —agregó Javier, dejándola a un lado.
Le rozó la mano. Lena la retiró con suavidad, sin brusquedad. Pero igual dolió.
—¿Podemos? —preguntó, más para sí que para él.
Él no respondió. Tampoco hacía falta.
En la oficina, las horas se arrastraban como una marcha forzada.
Correos, reuniones, documentos. Lena leía sin entender, respondía por reflejo.Hasta que, revisando un archivo de imágenes para un informe, se topó con algo que la detuvo: un gráfico decorativo con una figura circular.
Parecía un adorno sin importancia, pero el diseño le revolvió el estómago. Era casi igual al símbolo tatuado en la muñeca de la camarera. Y al del laberinto.Lo cerró sin pensar y miró a su alrededor. Nadie más pareció notarlo.
Ana le escribió un mensaje: “¿Estás bien?”.
Respondió con un “sí” que sabía hueco.Cerca del mediodía, cerró la laptop con un portazo simbólico.
Necesitaba salir de ahí.En la calle, el ruido era un bálsamo imperfecto.
Gritos, bocinas, el pregón de los vendedores. Todo seguía su curso. Nadie parecía habitar una grieta como la suya.Se detuvo frente a un escaparate polvoriento.
En el reflejo, su imagen tembló. Tardó una fracción de segundo en parpadear. Volvió a mirar. Todo estaba normal: su rostro pálido, los hombros vencidos.Y entonces, su reflejo sonrió.
Lento. Torcido. Ajeno.Retrocedió.
Chocó con alguien que le lanzó una mirada molesta. Cuando volvió a mirar, su reflejo la imitaba con precisión. Todo era igual… y, sin embargo, no.Apuró el paso hasta el metro.
El vagón traqueteaba con violencia.
Lena sintió que el espacio se volvía borroso, como si las paredes respiraran.Una niña pequeña, sentada al frente, la observaba con una seriedad imposible.
Tenía un peluche desgastado y ojos que parecían saber demasiado. Lena apartó la mirada.Volvió a mirar su reflejo en la ventana.
Una segunda Lena se insinuaba detrás de la suya. Más pálida. Con la boca entreabierta. Como si quisiera decir algo.Cerró los ojos.
Al abrirlos, la niña ya no estaba. O tal vez nunca había estado.La estación llegó.
El vagón se vació. Lena bajó con paso tembloroso.Esa noche, el sueño la envolvió sin resistencia.
El cielo era rojo.
No el rojo amable del atardecer. Rojo de herida abierta.Gritos. Campanas. Hombres corriendo con armas.
Un caos arrancado de otro siglo.Y en medio de todo, Elías.
Sus ojos la encontraron. La reconocieron.
Empuñaba una espada. La camisa rota. La piel manchada.
Pero lo importante era cómo la miraba. Como si solo ella lo mantuviera vivo.Lena corrió hacia él.
Elías gritó su nombre. Extendía la mano. Lena también.Pero el suelo se abrió en un abismo.
La ciudad se desvaneció.Y en su lugar apareció un jardín nocturno.
Faroles colgaban de ramas invisibles. El aire era tibio, cargado de humedad. Bajo sus pies, la hierba estaba mojada y blanda, como si respirara.Todo olía a tierra mojada y a un perfume dulce que no venía de ninguna flor en particular.
Jazmín, pensó. Siempre jazmín.Elías estaba bajo un árbol en flor.
La miraba como si ya supiera lo que ella iba a decir. Sus ojos no pedían explicaciones. Solo presencia.—Este lugar... no puede ser real —susurró Lena.
—Lo es —respondió él—. Porque te pertenece. Como yo.
Al decirlo, le rozó la mejilla con los dedos.
Lena sintió el tacto como una vibración caliente que le cruzaba la piel y se anclaba en los huesos.El aire tenía un zumbido leve, casi eléctrico, que parecía salir del propio follaje.
—¿Cómo sé que no estoy inventándote?
—Porque incluso en tu invento, volverías a elegirme.
El abrazo llegó sin esfuerzo.
El pecho de él era tibio. Real. Su camisa áspera. La envolvía con esa mezcla de dolor y refugio.Lena cerró los ojos, y por un momento se sintió sostenida.
Pero el jardín se deshizo.
Apareció un umbral de piedra. Más allá, oscuridad absoluta.Y al centro, una figura.
El Sacerdote.
Sin máscara. Con los ojos de siempre.
—Cada cruce tiene un precio —dijo.
Lena retrocedió.
—¿Qué quieres de mí?
—Lo que siempre he tenido: tu elección.
El suelo tembló.
El laberinto se derrumbó.Lena despertó con un sobresalto.
La respiración entrecortada. El pecho apretado.Encendió la computadora.
La pantalla estaba en blanco. Solo una frase:“El reflejo siempre sabe primero.”
La cerró de golpe, como si quemara.
Desde la otra habitación, se escuchaba la respiración tranquila de Javier.
Se acostó sin apagar la luz.
Entre la punzada del sueño y la vibración del reflejo, supo que el mundo había dejado de obedecer. Y que ya no podía fingir que todo seguía igual.