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Amor en Código
Amor en Código
Por: Luam Barcello
Prólogo: Donde todo comienza de nuevo

A veces, justo antes de despertar, Lena escuchaba un eco.

No era un sonido, sino una vibración que nacía en algún rincón remoto de su memoria y se propagaba por su cuerpo como un latido antiguo. No venía de fuera: surgía desde adentro, como si algo dormido la llamara por su verdadero nombre.

Esa mañana —o noche, o instante suspendido, porque el tiempo aquí no existía— el eco volvió, más intenso. Y entonces, sin darse cuenta, cruzó el umbral.

El suelo bajo sus pies brillaba.

Había símbolos incandescentes que respiraban como un corazón encendido, expandiéndose como venas de luz sobre la piedra. Cada línea parecía reconocerla. Lena dio un paso, y el símbolo bajo su planta ardió con un resplandor febril, como si la hubiera estado esperando durante siglos.

Alzó la vista.

El templo no tenía muros ni techo, solo un corredor interminable sostenido por dos columnas que cambiaban de forma con cada parpadeo: piedra blanca, oro gastado, hierro oxidado. No importaba la apariencia; eran eternas, guardianas de un destino inevitable.

El aire era espeso, metálico, con ese olor cortante de hierro recién partido… y entre todo, un rastro dulce imposible de ignorar: jazmín.

Lena cerró los ojos un instante. Ese aroma no era nuevo. Lo había respirado antes… en otro lugar, en otro tiempo. El recuerdo era difuso, pero le golpeó el pecho como un presentimiento.

El corredor se extendía ante ella, vibrante.

Y entonces lo vio.

Al final del pasillo, recortado contra un cielo sin forma, estaba Elías.

Su figura era alta, firme, manchada de polvo y sangre seca. No necesitaba más que sus ojos —color avellana, cálidos, urgentes— para reconocerlo. Cada mirada suya contenía siglos, como si hubieran pronunciado mil despedidas antes de llegar a ese instante.

Lena corrió.

El eco de sus pasos retumbó como tambores de guerra y reencuentro. Cuando sus manos se encontraron, una corriente eléctrica la atravesó. No era un simple roce: era la memoria encendiéndose.

Elías la sostuvo como quien encuentra agua tras un desierto eterno.

Ella sintió que el aire le faltaba… y que al mismo tiempo, por fin respiraba.

—Siempre llego a ti —susurró él, con la voz quebrada de quien ha esperado demasiado.

—Y siempre te pierdo —respondió ella, temblando.

Se abrazaron con desesperación, como si todo lo vivido confluyera en ese gesto. Lena apoyó la frente en su pecho; olía a humo, a hierro, a mar… a todas las guerras y promesas rotas que los habían marcado en otras vidas.

Su respiración se mezcló con la de él en un ritmo antiguo, reconocible.

Era como si sus cuerpos recordaran lo que sus mentes aún no podían nombrar.

Él bajó la cabeza. Sus labios rozaron su mejilla con ternura y amenaza al mismo tiempo.

—Esta vez no quiero soltarte —dijo, con firmeza herida—. No me importa el precio.

—Me duele —murmuró ella—. Saber que nunca basta. Que, aunque muera contigo, volveremos a empezar.

Elías la tomó por el rostro, con una ternura desesperada que ardía en la piel.

—Si este amor es una condena —sus ojos brillaban como si confesaran algo sagrado—, prefiero repetirla mil veces contigo que vivir una eternidad sin ti.

Por un instante, Lena recordó fragmentos fugaces:

Un puerto en Sicilia, el olor a sal y pan caliente, risas entre persianas de madera… Elías vestido de lino, mirándola como si fuera la única verdad.

La imagen desapareció tan rápido como llegó, pero la dejó temblando.

El aire cambió.

El silencio se volvió denso.

La penumbra cobró vida.

Y apareció la sombra.

El Sacerdote.

No llevaba máscara ni túnica, pero su sola presencia oscurecía la luz. Era como si la realidad tuviera una herida abierta y él habitara en su interior. Lena no necesitaba verlo con claridad para reconocerlo; lo sentía en el pecho, como un puño invisible que le apretaba el corazón.

Elías se interpuso instintivamente.

—No esta vez.

El Sacerdote alzó la mano.

El templo se estremeció.

Las columnas crujieron como cristal, el cielo se quebró en grietas luminosas, y el suelo comenzó a abrirse en abismos de fuego.

Lena gritó, pero Elías la sujetó con fuerza, pegándola a su cuerpo.

—Mírame —le pidió, con urgencia—. No importa lo que pase. Lo único real es esto.

Ella lo miró, y el mundo se deshizo alrededor.

—Si morimos juntos… ¿se acaba al fin? —preguntó Lena.

Él negó con lágrimas ardiendo en los ojos.

—No. El ciclo se reinicia.

—Entonces… estamos condenados.

—Condenados a amarnos —susurró—. Y yo lo elijo. Siempre.

La voz del Sacerdote retumbó como trueno, fría y clara:

—Nadie escapa del ciclo.

Elías la besó.

No fue un beso dulce: fue un estallido. Un choque de memorias, promesas y despedidas acumuladas durante siglos. Un beso que contenía el primero y el último, el prohibido y el desesperado.

A su alrededor, el suelo se quebró en mil fragmentos luminosos.

El cielo explotó en luz violeta.

Las columnas ardieron en llamas invisibles.

Lena sintió que caía.

Pero Elías seguía ahí.

Aunque todo colapsaba, permanecían unidos.

No hubo dolor.

Solo un silencio compartido.

Un último respiro.

Y la certeza ardiente de que la muerte no era un final… sino un umbral.

La oscuridad la envolvió como un líquido espeso y frío.

En sus labios quedó un sabor metálico, como si la noche sangrara.

El templo desapareció.

Oscuridad.

En ella, destellos de memoria buscaban renacer:

un jardín iluminado por faroles,

una playa de arena negra,

una risa quebrada por la guerra,

el perfume del jazmín flotando en la noche tibia.

Todo mezclado. Todo esperando su turno en una nueva vida.

Y entre esa oscuridad, la voz del Sacerdote, susurrando como sentencia grabada en la médula:

—Todo vuelve. Siempre vuelve.

El eco de esas palabras siguió resonando, aun cuando las imágenes comenzaron a disolverse.

Primero se apagaron los destellos, luego el perfume se volvió tenue, como si alguien cerrara lentamente una puerta.

Un cosquilleo tibio en la nuca le anunció el regreso.

La sensación de caída se transformó en la textura familiar de las sábanas.

El mundo real fue tomando forma, lento, perezoso, como si despertara con ella.

Lena abrió los ojos en la penumbra de la vigilia…

y algo —un eco, un recuerdo, una presencia— la siguió hasta el amanecer.

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