Mundo de ficçãoIniciar sessãoCamely Delmar es una rica heredera que sufre por su sobrepeso. Obligada por su hermano a casarse para poder recibir su herencia, termina uniendo su vida con Zacarías Andrade, un atractivo y poderoso CEO cuya familia está al borde de la ruina. Todos dicen que Camely compró un marido. Y tal vez tengan razón. Zacarías parece un hombre frío, calculador y sin interés alguno por ella. Pero a medida que la convivencia avanza, comienza a descubrir en su esposa una dulzura y fortaleza que despiertan en él sentimientos que nunca pensó sentir. Sin embargo, el amor entre ellos será puesto a prueba. En las sombras, la madre de Zacarías planea algo terrible: eliminar a Camely para quedarse con toda su fortuna. Engañada y traicionada, Camely cae en una trampa mortal, pero logra sobrevivir. Creyendo que su propio esposo fue el culpable, desaparece sin mirar atrás. Tres años después, regresa con sus hijas gemelas, convertida en una mujer irreconocible, hermosa y decidida a vengarse. Pero Zacarías no está dispuesto a perderla otra vez. ¿Podrá demostrarle que su amor fue real… o será demasiado tarde?
Ler mais—¡Te compré un marido! ¡Mírate en el espejo, Camely! ¿Quién, en su sano juicio, querría a una mujer obesa como tú por voluntad propia? —rugió su hermano Orson, con la voz retumbando por toda la mansión Delmar.
Camely, su hermana menor, lo miró en silencio, con los ojos abiertos de par en par. La voz de su hermano cortaba el aire como una hoja afilada, sin piedad.
—Es mi última palabra —continuó él, con una sonrisa torcida—. Te casas con Zacarías Andrade, o me olvido de ayudar a tu nana con ese trasplante que tanto necesita. Sabes que, sin mi ayuda, la persona que va a donar no lo hará.
Camely sintió el suelo desvanecerse bajo sus pies.
Por un instante, creyó que su corazón se detendría.
No por la propuesta, sino por la frialdad con que su propio hermano podía usar la vida de alguien que ella amaba como moneda de cambio.
Orson Delmar siempre había sido un hombre cruel con ella. No soportaba verla, tal vez porque era la hija ilegítima, la hija de la amante de su padre. Desde pequeños, le había dejado claro que su existencia era una mancha en su apellido.
Camely respiró hondo, conteniendo las lágrimas.
—Me casaré —susurró—. Pero sálvala. Sálvale la vida a mi nana.
Su nana era como la madre buena que nunca tuvo.
El hombre sonrió satisfecho.
—Sabía que aceptarías. Siempre fuiste débil cuando se trataba de esa anciana.
Camely no respondió.
Recordó, como un eco lejano, aquella infancia rota: su enfermedad a los ocho años, de síndrome de Cushing… y su padre, el único hombre que alguna vez la había mirado con amor, había ayudado para que mejorara su salud.
Después de eso, sus padres se divorciaron, cansado de las manipulaciones de su madre, una mujer que había usado la enfermedad de su hija como un arma.
Su madre, Dalia, fue hermosa. Competitiva, egoísta y vacía. Nunca cuidó de Camely, ni de su cuerpo, ni de su mente.
La dejó crecer sin límites, sin afecto, con una herencia de abandono y comida en exceso.
Ahora, a sus veinte años recién cumplidos, Camely Delmar pesaba ciento veinte kilos, y una estatura de un metro y sesenta.
Cada mirada de desprecio en su entorno le recordaba su cuerpo como un castigo.
***
Dos meses después, el destino la esperaba vestida de novia.
Camely se miró al espejo.
El vestido era inmenso, sin forma, tan pesado que apenas podía moverse.
Nadie la había maquillado con esmero, ni peinado con cariño. Ella misma se recogió el cabello, dejando sus cabellos dorados en un moño torpe.
Sus rizos rebeldes escapaban, cayendo sobre sus mejillas redondeadas.
Una empleada, compadecida, le puso un poco de labial rosado.
—¿Me veo… presentable? —preguntó Camely con una voz que apenas era un hilo.
La mujer dudó antes de asentir. Y en ese silencio, Camely entendió la verdad. No lucía bien. No era una novia soñada. Pero no había tiempo de lamentarse.
—¡Camely! —gritó Orson desde el pasillo—. O sales ahora mismo, o te juro que te llevo arrastrando, ¡aunque tenga que usar una grúa!
Ella suspiró y abrió la puerta.
Orson la esperaba con su habitual gesto cruel, y a su lado, su prometida, Susy, una mujer de sonrisa venenosa.
—¡Dios mío! —rio Susy al verla—. Parece un hipopótamo vestido de novia.
—¡Basta, Susana! —gruñó Orson.
Camely bajó la mirada, y caminó con pasos pesados hacia el auto.
***
En la iglesia.
En el interior, el murmullo era un enjambre de cuchillos.
El novio esperaba, Zacarías Andrade estaba de pie junto al altar. Su porte era impecable, su rostro sereno. El traje negro le quedaba perfecto, resaltando su piel clara y su mirada de un azul glacial.
No era un hombre de gestos; cada movimiento suyo era medido, cada respiración, controlada. Tenía la elegancia natural de un rico aristócrata, deseado por muchas mujeres y popular entre los empresarios.
Sus labios, delgados y tensos, no expresaban nada.
Pero por dentro, Zacarías sentía la incomodidad de estar en un teatro donde todos esperaban que fingiera amor.
Había rumores, y él lo sabía.
—Dicen que la familia Andrade está en quiebra… —susurraban algunas mujeres en los bancos—. Este matrimonio es por conveniencia, no por amor.
—Zacarías siempre estuvo enamorado de Gala Duran —añadió otra voz—, pero ella es pobre, una simple futura pintora intentando ganar un nombre. No tiene apellido ni fortuna, y se mantiene en la alta sociedad gracias a los Andrade.
Zacarías cerró los ojos un segundo.
Estaba cansado, lleno de hastío. No amaba a Gala, le tenía un cariño de hermano.
Pero el amor era un lujo que ya no podía permitirse. Su familia necesitaba poder, dinero para no caer en bancarrota, no emociones y eso representaban los Delmar, su salvavidas financiero.
Romina Andrade, la flamante suegra, sonreía con esa elegancia altiva que la caracterizaba. Su mirada fría escaneaba a los invitados.
Creía que este matrimonio los catapultaría a alcanzar las más altas esferas de la riqueza soñada.
La marcha nupcial comenzó.
Todos se giraron hacia la puerta, esperando la entrada triunfal de una joven deslumbrante.
Entonces, las puertas se abrieron.
El murmullo se volvió risa.
Camely entró.
Con el vestido blanco y los rizos cayendo sobre el rostro, avanzó con el rostro tenso, los ojos fijos en el altar.
Podía sentir todas las miradas, las burlas, el rechazo.
Pero no se detuvo.
—Mi nuera es una… ¿¡gorda!? —susurró Romina Andrade, escandalizada, sin poder contenerse.
Zacarías la escuchó. No giró la cabeza. Solo apretó los labios.
Cuando los ojos de ambos se cruzaron —los de Camely, llenos de miedo; los de él, tan fríos que parecían de cristal—, el silencio volvió a dominar el lugar.
Gala miró a la mujer que acababa de salir del baño con el cabello húmedo y los ojos llenos de sorpresa.No podía creerlo.—¿Qué haces aquí, maldita, obesa? —escupió con desprecio, clavando sus uñas en las sábanas—. Lárgate, ¿no lo notas? ¿Acaso crees que Zac iba a admitir una noche de bodas contigo? ¡Con una asquerosa gorda!El silencio se volvió un eco punzante, hasta que un sonido seco lo rompió.La mano de Camely impactó de lleno contra el rostro de Gala, haciéndola tambalear y caer de rodillas al suelo con un grito agudo.El golpe resonó en las paredes de la habitación, y el perfume caro de la mujer se mezcló con la tensión que se respiraba.Zacarías cayó rendido sobre la cama, la piel ardiéndole, con el cuerpo tembloroso.Apenas podía entender lo que pasaba.La voz de Gala, histérica, seguía taladrándole los oídos.—¿Cómo te atreves? ¿Acaso no sabes quién soy yo? ¡Soy el único amor de Zacarías!Gala intentó abalanzarse sobre Camely, pero esta vez fue ella quien perdió el control.
En la mansión todo estaba en silencio, tan silencioso que el eco de los pasos de Camely resonaba como un recordatorio cruel de su soledad.Las luces cálidas apenas iluminaban el mármol del pasillo.Cada rincón de esa casa enorme le resultaba ajeno, como si no perteneciera allí, como si el destino se hubiese equivocado al ponerla en medio de tanta elegancia, en un mundo que no era el suyo.Se detuvo frente a una de las ventanas.Afuera, la noche caía con un viento suave que movía las copas de los árboles.Era la noche de su boda, y, sin embargo, se sentía más sola que nunca.Suspiró con fuerza y continuó caminando hasta su habitación.Cuando abrió la puerta, el reflejo del espejo la enfrentó de golpe.Allí estaba ella: la novia imperfecta, la que se casó no por amor, sino por obligación.Vio su maleta todavía junto a la cama, como si en cualquier momento pudiera marcharse.Se acercó despacio al espejo, se observó en silencio, los ojos rojos por tantas emociones contenidas.Su mano temb
—¿Camely? —exclamó Zacarías, y todos los presentes giraron para mirar.La mujer estaba aún en el suelo, con restos de pastel y glaseado pegado en su vestido color marfil.Zacarías, alarmado, corrió hacia ella y la ayudó a ponerse de pie.El silencio duró apenas un segundo, hasta que una voz chillona rompió la tensión.—¡Ay, creo que se resbaló por querer comerse otro pedazo de pastel! —exclamó Gala, con un tono fingidamente dulce, el tipo de dulzura que esconde veneno.Varias risas se escucharon entre los invitados.—¡Oh, la gordita saltó sobre el pastel como una cucaracha voladora! —gritó alguien al fondo.Las carcajadas se esparcieron como una llama encendida en pólvora.El rostro de Camely se encendió, primero de vergüenza, luego de furia.Sus ojos, humedecidos por la humillación, se alzaron hacia Gala. Sin pensarlo, se lanzó sobre ella y la abofeteó con todas sus fuerzas.—¡Mentirosa! ¡Tú me empujaste! Dijiste que eres amante de mi marido —gritó, con la voz quebrada entre el llant
La gente aplaudió con entusiasmo.Los pétalos caían como lluvia dorada sobre la alfombra blanca que conducía a la salida de la iglesia.Camely apenas podía procesar lo que ocurría; sus pasos parecían no pertenecerle. Zacarías tomó su mano con firmeza, sin mirarla, y la guio fuera del templo.El auto de bodas aguardaba frente al pórtico, con las puertas abiertas y el chofer de pie.Subieron.Apenas el coche arrancó, el silencio se volvió una losa entre ambos.Camely miró por la ventana, el reflejo de su rostro confundido en el cristal, mientras afuera las luces de la ciudad parpadeaban.Zacarías, a su lado, no apartaba la vista del camino. Su perfil era duro, impecable.—Te pido que saludes a las personas en el salón —dijo finalmente con voz seca, sin mirarla—. Son gente importante para mí. Nada de escándalos, ni bromas, ni gestos fuera de lugar. Mi imagen es fundamental, Camely. Si vas a ser la señora Andrade, deberás comportarte como tal.Su tono era más una orden que una petición.
Camely casi se detuvo al llegar al altar. Su corazón latía con fuerza, como si quisiera salirse de su pecho.Por un instante, sus ojos se clavaron en ese hombre que estaba de pie frente a ella. No era un anciano ni un hombre vulgar; al contrario, era demasiado atractivo, casi imposible de mirar sin perder la respiración.Parecía un actor de cine, demasiado guapo, como tallado por dioses griegos, con un porte que imponía respeto y un magnetismo que dejaba sin aliento. Cada gesto suyo, cada movimiento medido, transmitía autoridad y serenidad.Camely sintió cómo su mundo se reducía a ese instante: él y ella, y el resto desaparecía.—¿Me equivoqué de iglesia? —susurró, apenas audible, tratando de calmar el temblor de su voz, pero su corazón la traicionaba.Los ojos de Zacarías la observaron de arriba abajo, con una calma tan intensa que parecía analizarla sin juicio, evaluándola como quien contempla un objeto curioso, intrigante y nuevo.Camely esperaba algún destello de desprecio o recha
—¡Te compré un marido! ¡Mírate en el espejo, Camely! ¿Quién, en su sano juicio, querría a una mujer obesa como tú por voluntad propia? —rugió su hermano Orson, con la voz retumbando por toda la mansión Delmar.Camely, su hermana menor, lo miró en silencio, con los ojos abiertos de par en par. La voz de su hermano cortaba el aire como una hoja afilada, sin piedad.—Es mi última palabra —continuó él, con una sonrisa torcida—. Te casas con Zacarías Andrade, o me olvido de ayudar a tu nana con ese trasplante que tanto necesita. Sabes que, sin mi ayuda, la persona que va a donar no lo hará.Camely sintió el suelo desvanecerse bajo sus pies.Por un instante, creyó que su corazón se detendría. No por la propuesta, sino por la frialdad con que su propio hermano podía usar la vida de alguien que ella amaba como moneda de cambio.Orson Delmar siempre había sido un hombre cruel con ella. No soportaba verla, tal vez porque era la hija ilegítima, la hija de la amante de su padre. Desde pequeños,
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