Mundo ficciónIniciar sesiónMiranda siempre creyó haber alcanzado la felicidad al casarse con Adrián Belmonte, el hombre de sus sueños desde la universidad. Lo tuvo todo: un matrimonio prestigioso, el apellido más respetado y al amor de su vida. Sin embargo, pronto descubrió que los cuentos de hadas no existen. Adrián es un esposo frío y calculador. Cumple con sus deberes conyugales solo en la oscuridad de la noche, sin ternura, sin complicidad, como si el matrimonio fuera un contrato que no puede romper. Miranda lo acepta en silencio, aferrada a su amor, hasta que poco a poco empieza a sentirse invisible. Lo que ella ignora es que Adrián guarda en su teléfono la foto de otra mujer, un amor secreto que lo persigue desde hace años, un fantasma que la mantiene siempre en segundo lugar. Todo cambia cuando Miranda recibe una noticia inesperada: un chequeo médico revela que tiene un tumor en fase inicial. Los doctores le aseguran que puede superarlo, pero para Miranda la enfermedad es un despertar. Comprende que no puede seguir desperdiciando su vida en un matrimonio donde no es amada. Decide entonces recuperar su libertad, aunque eso signifique divorciarse del hombre al que le entregó su corazón. Lo que no imagina es que su decisión desatará un torbellino. Adrián, acostumbrado a controlarlo todo, se niega a dejarla ir. Lo que empezó como un matrimonio por conveniencia entre dos familias aristocráticas se convierte en una lucha feroz entre el deber, la obsesión y la búsqueda de la verdadera felicidad.
Leer másLas luces del salón de baile se reflejaban como estrellas en los espejos de cristal, multiplicando la imagen de los invitados que reían con copas de champán en las manos. Todo era lujo, brillo y perfección: un escenario diseñado para deslumbrar. En el centro de ese universo impecable, Adrián Belmonte y Miranda se presentaban como el matrimonio ideal, la pareja que todos admiraban y envidiaban.
Él, impecable en su esmoquin negro, irradiaba poder con la sola presencia. Su porte erguido, sus hombros rectos y la serenidad calculada de su expresión lo hacían parecer inalcanzable. Nadie dudaba de que fuera el CEO más influyente de la región, el hombre que podía cerrar un negocio multimillonario con una mirada o quebrar a un competidor con apenas una palabra.
Ella, a su lado, vestía un elegante traje de seda color marfil que resaltaba la delicadeza de su figura. El cabello recogido en un moño bajo y un collar discreto de perlas completaban su apariencia de mujer perfecta. Sonreía con suavidad, asentía con cortesía y pronunciaba frases medidas. Era la esposa ejemplar que la sociedad esperaba, aquella que encajaba como una joya en el escaparate de un apellido aristocrático.
Pero bajo esa superficie cristalina, la realidad era otra.
Adrián apretaba suavemente la cintura de Miranda al posar para las fotografías, como si el contacto fuera un gesto natural de ternura. Nadie sospechaba que, apenas el flash se apagaba, el calor de su mano se retiraba con la misma velocidad. El roce era una fachada, parte del guion que ambos interpretaban noche tras noche en los eventos sociales.
Miranda había aprendido a fingir. Sonreía en el momento exacto, reía con elegancia ante las bromas de los socios de su esposo y respondía con diplomacia a las preguntas indiscretas de las esposas aristocráticas que la evaluaban de pies a cabeza. Pero, mientras lo hacía, su corazón se encogía un poco más.
Lo amaba. Ese era el secreto que la sostenía en medio de aquella farsa. Lo amaba desde la universidad, desde aquellos días en los que Adrián era un joven brillante y distante, rodeado siempre de admiradoras, imposible de alcanzar. Para Miranda, que lo observaba en silencio desde los pasillos de la facultad, él era un sueño. Un sueño que nunca imaginó que llegaría a tener entre sus manos.
En su memoria aún vivían los momentos en que lo veía de lejos, entrando en la biblioteca con un grupo de amigos o respondiendo con agudeza a un profesor durante una exposición. Adrián tenía un aura magnética; incluso entonces, sin el peso de su apellido y sus millones, ejercía un poder natural que la intimidaba.
Miranda se decía a sí misma que jamás lo miraría a los ojos sin sentir que le temblaban las rodillas. Y sin embargo, el destino se había encargado de unirlos. O quizá no fue el destino, sino el apellido Belmonte, las alianzas familiares, el interés de dos linajes poderosos que decidieron unir fortunas a través de un matrimonio conveniente.
Cuando Adrián la pidió en matrimonio, Miranda creyó que la vida le estaba regalando un milagro. Se convenció de que él también la había visto en la universidad, de que en su corazón existía un eco de aquel amor que ella había guardado en silencio.
Qué ingenua había sido.
Con el paso de los años, la ilusión se transformó en una rutina helada. Adrián cumplía con sus deberes de esposo únicamente en la intimidad de la noche, y aún entonces lo hacía sin ternura, sin caricias prolongadas, sin palabras suaves que acompañaran el acto. Era como si cada encuentro estuviera dictado por un contrato invisible que debía cumplirse sin desviaciones.
Durante el día, él era el CEO implacable, el estratega de las finanzas globales, el hombre cuya mente siempre estaba en otra parte. Y en la casa, era un fantasma silencioso que la miraba sin verla.
Y últimamente, Miranda había comenzado a notar señales que no podía ignorar: llamadas que se interrumpían al entrar ella, miradas que buscaban a alguien más, gestos que desaparecían cuando aparecía una sombra de duda en sus ojos.
Pero ese día, la realidad se volvió innegable. Su teléfono vibró con un mensaje anónimo en su correo personal, breve, frío y calculador:
"Miranda, Adrián me pertenece. Yo soy la mujer que realmente ama. Esta noche, míralo sonreír mientras piensa en mí. Tú solo eres una sombra en su vida."
Al leerlo, el mundo de Miranda se derrumbó. Sintió como si cada instante de su vida con Adrián hubiera sido una ilusión, un teatro en el que ella era la protagonista sin darse cuenta de que ya no tenía papel en su corazón. El aire se volvió pesado, los latidos de su corazón retumbaban con fuerza y un calor amargo le llenó los ojos.
Se obligó a recomponerse, a controlar el temblor de sus manos y a respirar hondo. La gala, la sonrisa, la elegancia: todo debía continuar, aunque por dentro su mundo ya estuviera fracturado. Nadie podía percibir la grieta que se abría en su corazón, ni la certeza de que su matrimonio ahora estaba bajo la sombra de otra mujer.
La música de cuerdas llenaba el salón mientras los meseros circulaban con bandejas de cristal. Era la cena anual de la fundación Belmonte, una gala benéfica donde se reunía la élite empresarial y política de la ciudad. Cada detalle estaba diseñado para impresionar: las lámparas de araña, las mesas cubiertas con manteles de lino, los centros florales importados.
Adrián, como anfitrión, se movía entre los invitados con naturalidad. Su sonrisa era perfecta, sus palabras, medidas; cada gesto transmitía seguridad. A su lado, Miranda mantenía el papel de esposa modelo.
—Tu mujer es un encanto, Belmonte —dijo uno de los directivos al brindar con él—. Siempre tan elegante, siempre a tu altura.
Miranda sonrió cortésmente, pero su corazón se apretó. Siempre a tu altura. Como si ella existiera solo en función de él, como si no tuviera brillo propio. Y en algún lugar, detrás de esa sonrisa, la inquietud de un secreto aún desconocido crecía: la existencia de otra mujer que podía arrebatarle aquello que más amaba.
En un momento de descuido, Miranda se apartó unos pasos y se dirigió hacia una de las columnas del salón. Necesitaba respirar. Observó a Adrián de lejos, rodeado de un grupo de inversionistas, hablando con aquella voz grave y convincente que tantas puertas le había abierto.
De pronto, sintió la punzada de un recuerdo: aquella tarde en la universidad en la que lo vio reír por primera vez, una risa franca, desprovista de artificios. ¿Qué había sido de ese joven? ¿En qué rincón de su ser se había escondido?
La voz de Adrián la devolvió al presente.
—Miranda —la llamó con suavidad, aunque en sus ojos había una sombra de reproche—. Te están esperando en la mesa principal.
Ella asintió y caminó hacia él. En cuanto la alcanzó, Adrián tomó su brazo con firmeza, exhibiendo una sonrisa impecable para los flashes de los fotógrafos. El contacto parecía afectuoso, protector incluso, pero Miranda sabía la verdad: era parte de la representación, un movimiento ensayado para la galería.
Mientras los flashes iluminaban sus rostros, Miranda sintió el peso de aquella farsa como una losa sobre sus hombros.
Por dentro, se repetía: Nada de esto es real. Él no me ama. Solo somos piezas de un teatro para mantener en pie el apellido Belmonte. Y ahora… hay alguien más.
Y, por primera vez, la sonrisa en sus labios no fue suficiente para ocultar la grieta en su corazón.
El silencio que quedó en la oficina tras la salida de Sara era espeso, casi físico.Miranda seguía de pie junto al escritorio, con los brazos cruzados, mirando hacia la puerta como si temiera que volviera a abrirse.Adrián, en cambio, permanecía quieto frente a ella, tratando de descifrar el motivo de aquella tensión que lo envolvía todo.—No entiendo —dijo finalmente, rompiendo el aire con voz baja—. ¿Qué hacía aquí Sara?—Eso mismo me pregunto yo —respondió Miranda sin apartar la vista del ventanal—. Me dijiste que se había ido… que lo habías solucionado.Adrián suspiró, pasando una mano por su cabello.—Y lo hice. Le pedí que se mudara de la casa, que se alejara un tiempo. Pero su situación con la empresa es diferente… no es tan simple como parece.Miranda giró lentamente para mirarlo.Sus ojos reflejaban más decepción que enojo.—¿A qué te refieres con “no es tan simple”?Adrián dio unos pasos hacia ella, intentando mantener la calma.—Sara no solo era la esposa de mi hermano, Mir
El sol filtraba su luz dorada entre las cortinas, tiñendo la habitación de un resplandor cálido.Miranda abrió los ojos lentamente, todavía envuelta en el aroma familiar de la piel de Adrián.Por primera vez en mucho tiempo, la casa se sentía en paz.Él dormía aún, con un brazo sobre su cintura, respirando con tranquilidad.Su semblante relajado contrastaba con el cansancio y la tensión que lo habían acompañado en los últimos días.Miranda lo observó en silencio, recordando la noche anterior: las palabras, las lágrimas, los besos… y esa promesa tácita de volver a empezar.Deslizó los dedos por su mejilla con suavidad, y él entreabrió los ojos.—Buenos días —murmuró Adrián, con una sonrisa tenue.—Buenos días —respondió ella, devolviéndole la sonrisa.Hubo algo distinto en ese intercambio, algo nuevo.Ya no era la mirada de un hombre que temía perder, sino la de uno que estaba dispuesto a construir.—No sé si estoy soñando —dijo él con voz ronca—, pero verte sonreír así me hace sentir
El abrazo se prolongó más de lo que ambos esperaban.Era como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante; solo existían el calor de sus cuerpos, el roce de las respiraciones, los latidos acelerados intentando encontrarse después de tanta distancia.Miranda fue la primera en moverse.Se apartó lentamente, aunque sus manos quedaron sobre el pecho de Adrián, sintiendo cómo su corazón golpeaba bajo la camisa.Él la miraba con una mezcla de culpa, ternura y deseo contenido.—No quiero perderte otra vez —murmuró, su voz apenas audible—. No después de todo lo que costó llegar hasta aquí.Miranda lo observó sin responder. En sus ojos se debatía el perdón con el miedo.Sabía que amarlo era arriesgarse a sangrar de nuevo. Pero también sabía que, si no lo hacía, el vacío sería aún más insoportable.—Entonces no me hagas dudar, Adrián —susurró—. No más.Él asintió, y sin decir palabra la tomó de la mano.Sus dedos se entrelazaron como si hubieran estado esperándose desde siempre.Caminaron
El portazo de Sara aún vibraba en las paredes cuando el silencio cayó como un velo sobre la casa.Miranda permaneció inmóvil, mirando hacia la puerta cerrada, mientras Adrián seguía de pie a pocos metros, con el rostro cansado y las manos temblando ligeramente.Durante un instante, ninguno se atrevió a hablar. El aire se sentía espeso, lleno de todo lo que aún no habían dicho.—Por fin se fue —susurró ella al fin, sin apartar la vista del ventanal—. Pero el daño ya está hecho.Adrián la observó con un dolor contenido.—No quiero que sientas que la defendí —dijo con voz grave—. Solo… necesitaba encontrar la forma de cerrar todo sin hacer más daño.Miranda giró hacia él, con la expresión endurecida.—¿Sin hacer más daño a quién, Adrián? ¿A mí, o a ella? Porque pareces más preocupado por sus sentimientos que por los míos.Él bajó la mirada, frotándose el puente de la nariz, sintiéndose cansado y agotado.—No es eso. Es que, durante años, he cargado con la culpa de la muerte de Carlos. Se
El sonido del motor se apagó lentamente frente a la casa, dejando tras de sí un silencio espeso. Adrián había pasado gran parte de la mañana fuera, intentando darle a Miranda el espacio que necesitaba para aclarar sus pensamientos… y los suyos también. Pero el descanso que buscaba nunca llegó.Bajó del vehículo con el cuerpo pesado y el pecho oprimido por una mezcla de cansancio y ansiedad. No había dormido en toda la noche. La había llamado una y otra vez, y cuando finalmente contestó, su voz sonó serena, pero distante… como si algo dentro de ella se hubiera roto. Le dijo que volvería, aunque sin precisar cuándo. Esa incertidumbre lo había consumido por horas.Ahora, al ver la puerta principal entreabierta, un presentimiento oscuro le recorrió la espalda. Algo había pasado. Algo más.Entró con cautela, procurando no hacer ruido. El silencio en la casa era denso, casi tangible, cargado de una tensión que no lograba descifrar. Dejó las llaves sobre la consola y avanzó hacia la sala.En
Las luces de la entrada se reflejaban en los ventanales cuando el taxi donde estaba Miranda se detuvo frente a la mansión.Había pasado toda la noche fuera, pensando, respirando, buscando recuperar un poco de calma antes de enfrentarse nuevamente a lo inevitable.El amanecer la había sorprendido en un pequeño hotel del centro, mirando por la ventana con una taza de café entre las manos y una decisión clara en el pecho: no huiría más.Cruzó el portón con paso firme, aunque dentro de sí todavía quedaban rastros de cansancio.El eco de sus tacones resonó en el mármol del vestíbulo. Todo estaba inusualmente ordenado… demasiado.Hasta que escuchó algo que la detuvo en seco.Risas.Dos voces femeninas.Una de ellas, inconfundible.Miranda se quedó quieta unos segundos, cerrando los ojos para reunir fuerzas. Luego avanzó hacia la sala.Al girar la esquina, la escena la golpeó con toda su fuerza.Sara estaba sentada cómodamente en uno de los sillones, con una copa de vino blanco en la mano. F
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