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Capítulo 2 – La mujer invisible

El regreso a casa tras la gala fue silencioso. Miranda se acomodó en el asiento del copiloto del lujoso sedán de Adrián, todavía con la elegancia intacta de su vestido de seda marfil. Afuera, la ciudad brillaba con luces dispersas que se reflejaban en los edificios, pero dentro del auto reinaba un silencio pesado, interrumpido solo por el rugido constante del motor.

Adrián conducía con su habitual concentración imperturbable, las manos firmes sobre el volante. De vez en cuando la miraba de reojo, como evaluando cada gesto, cada línea de su rostro, sin mostrar emoción alguna. Miranda deseó acercarse, tocar su brazo, hablarle de cualquier cosa banal para romper la distancia, pero él permaneció inaccesible, atrapado en su mundo interno.

—¿Quieres que pase por la tienda de siempre? —preguntó finalmente, con una voz medida que sonaba más como un protocolo que como una conversación.

—No, gracias —respondió ella suavemente, intentando imprimir calidez a su tono.

Nada cambió. La respuesta no provocó reacción alguna en él, y Miranda sintió de nuevo el vacío que había aprendido a aceptar: su amor era un eco que resonaba solo en su propio corazón. Mientras observaba la silueta de Adrián al volante, recordó los días universitarios en los que soñaba con estar a su lado. Entonces, la idea de que algún día lo tocaría, lo abrazaría y sería amada por él parecía imposible; ahora, después de años casada, se sentía más distante que nunca de aquel joven al que tanto admiraba.

Hubo un momento en el que pensó preguntarle por la mujer que le había mandado el mensaje, pero simplemente se lo guardo para sí, y decidió callar por ahora.

Al llegar a la mansión, ambos entraron con pasos sincronizados y automáticos. El vestíbulo, impecable y silencioso, reflejaba su rutina diaria: nadie les esperaba, nadie los observaba. Miranda se dirigió al vestidor, mientras Adrián caminaba hacia su despacho para revisar algunos correos antes de cerrar la noche.

Se despojaron de los adornos de la gala con movimientos mecánicos: ella guardó sus joyas en la caja de terciopelo, se quitó los tacones y el vestido de seda cayó al suelo como un manto que revelaba la delicadeza de su figura. Él se quitó la corbata y el saco, dejando entrever la camisa perfectamente planchada que poco después acabaría arrugada sobre una silla.

El sonido del agua caliente llenando la ducha fue el único acompañante de la rutina. Miranda entró primero, dejando que el vapor la envolviera, limpiando no solo el maquillaje de la gala, sino también el peso invisible de las expectativas familiares y sociales que siempre había sentido sobre sus hombros. Cuando Adrián entró detrás de ella, el espacio compartido fue silencioso y funcional. El roce de la piel sobre la piel no contenía amor ni pasión, solo la necesidad de cumplir con un deber marital.

Cuando salieron, envueltos en toallas, caminaron hacia la habitación principal. Adrián se acercó con precisión calculada, con la mirada fija y los gestos medidos. Tomó a Miranda en brazos y la depositó sobre la cama con suavidad, pero sin ternura. Sus labios la buscaron en un beso breve y frío, el tipo de beso que cumple con una obligación más que con un deseo genuino.

Ella, sumisa, permitió que ocurriera. Cerró los ojos y recordó que el amor que sentía por él era más fuerte que la frustración que le causaba la distancia de su esposo. En su mente, cada movimiento de Adrián era un contrato silencioso: él le daba lo que un esposo debía, y ella aceptaba, aunque doliera.

Adrián la poseyó con la misma frialdad que mostraba en su vida diaria. Cada gesto era preciso, cada roce calculado, sin palabras, sin promesas, sin ternura que acompañara la intimidad. Miranda, mientras tanto, sentía una mezcla de deseo, resignación y tristeza: deseaba sentir el calor del amor verdadero de Adrián, pero se conformaba con esta versión de cercanía que él podía ofrecerle.

Después del acto, él se levantó y se dirigió al ventanal, ajustando la camisa con un gesto meticuloso. Miranda quedó recostada en la cama, mirando el techo, pensando en lo sola que se sentía incluso estando al lado del hombre que había sido su sueño imposible.

La noche avanzó sin más palabras. Adrián regresó a la cama solo para dormir, sin abrazarla, sin buscar su mano. Miranda cerró los ojos y dejó que los recuerdos de su juventud se mezclaran con la realidad de su matrimonio. A veces, se decía, el amor podía existir incluso en la distancia, en la frialdad, en la sombra de un hombre que parecía incapaz de mostrar lo que sentía realmente.

El reloj marcó las tres de la mañana cuando finalmente se durmió, con la sensación de ser una espectadora de su propia vida, atrapada en un matrimonio de cristal: hermoso por fuera, frágil y vacío por dentro.

Al día siguiente, la rutina continuaría. Invitaciones, reuniones, protocolos sociales… Pero en su interior, algo empezaba a cambiar: un malestar leve la hizo detenerse mientras se preparaba para el desayuno. Un dolor punzante en el abdomen, una sensación de mareo que no podía ignorar. Miranda frunció el ceño, pensando que quizá era el estrés, quizá solo cansancio… pero una inquietud nueva comenzó a instalarse en su pecho.

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