El sonido del monitor cardíaco se mezclaba con el zumbido tenue de las luces del hospital, formando una melodía monótona que desgarraba los nervios de Miranda.
Aún tenía las manos frías, los labios secos, el corazón hecho un nudo imposible de desatar.
Adrián seguía allí, dormido e inmóvil sobre la cama blanca, con vendas y tubos que parecían robarle la vida poco a poco.
Y su pregunta seguía repitiéndose en bucle dentro de su cabeza.
—¿Usted… quién es?
Ese eco cruel no la dejaba respirar. Adrián la había mirado como si fuera una extraña, como si los años compartidos, las discusiones, las reconciliaciones, las noches enteras abrazados… hubieran sido borradas sin piedad.
—Señora Belmonte —la llamó el médico, sacándola de su trance—, ¿podemos hablar un momento?
Miranda asintió, aunque su cuerpo se movía solo por inercia. Lo siguió hasta el pasillo, donde el olor a desinfectante le produjo un mareo.
—Su esposo sufrió un fuerte golpe en la cabeza —explicó el doctor—. No hay daño cerebral gr