Una semana.
Siete días que para Miranda habían sido un año entero de angustia comprimida.
Un tiempo en el que el hospital dejó de oler a desinfectante y pasó a oler a desgaste emocional… al silencio incómodo entre ella y Adrián… y a la sombra constante de Sara.
Desde el accidente, la dinámica había sido un tormento silencioso.
Miranda intentaba acercarse; Adrián, confundido, la miraba como a una desconocida.
Y Sara…
Sara se encargaba de que cada acercamiento terminara abruptamente.
Si Miranda entraba a la habitación, Sara se ofrecía a “ayudar al paciente” y se colocaba justo en medio.
Si Miranda quería hablar con los médicos, Sara ya lo había hecho primero.
Si Miranda extendía la mano para acomodar una manta, Sara la apartaba con una sonrisa fingidamente amable:
—Déjame a mí. No quiero que Adrián se estrese.
Cada gesto, cada palabra, era un golpe sutil… pero constante.
Hasta que finalmente llegó el día del alta.
El médico explicó que Adrián debía continuar la recuperación en un ambien