Las horas en el hospital siempre parecían moverse distinto: lentas, densas, como si el tiempo mismo se negara a avanzar en un lugar donde la vida pendía de hilos tan frágiles. Para Miranda, sin embargo, esa madrugada había sido interminable. La silla donde estaba sentada mordía su espalda baja, su cuello dolía por la tensión acumulada y sus ojos ardían al borde del agotamiento absoluto.
Pero no se movía.
No podía.
Adrián descansaba en la cama, inmóvil bajo el suero y las vendas, su rostro pálido como nunca antes lo había visto. Esa quietud le destrozaba el alma. Cada respiración entrecortada, cada gesto involuntario, cada murmullo que escapaba mientras dormía… eran como pequeños cuchillos recordándole lo cerca que había estado de perderlo.
Y lo peor: él no la recordaba a ella.
La puerta del cuarto se abrió suavemente, rompiendo el silencio pegajoso que llenaba la habitación.
Sara.
Entró con una tranquilidad que se sentía casi ofensiva. Vestida impecable, cabello suelto, maquillaje sut