El auto se detuvo frente a la entrada principal de la mansión Belmonte. El chofer, siempre atento, se apresuró a bajar y caminar hacia la puerta trasera para abrirla. Pero antes de que pudiera tocar la manilla, Adrián levantó la mano con un gesto seco.
—No.
Su voz sonó grave, cortante, como un trueno contenido. El hombre se detuvo en seco, desconcertado. Adrián bajó por sí mismo, cerrando la puerta con un golpe tan fuerte que el eco retumbó contra las columnas de piedra. La fachada iluminada de la mansión, solemne y majestuosa, parecía observar la escena con un aire fúnebre.
Rodeó el vehículo con pasos firmes y abrió él mismo la puerta para Miranda. A simple vista, parecía un gesto de caballerosidad, pero el endurecimiento de su mandíbula y la rigidez de sus hombros delataban que era otra cosa: un intento de reafirmar control.
Miranda descendió con calma. Su vestido azul aún conservaba el brillo de la gala, pero su mirada era fría, como un lago en invierno. No pronunció palabra.
Subie