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Capítulo 10 – Sombras en la mansión

El auto se detuvo frente a la entrada principal de la mansión Belmonte. El chofer, siempre atento, se apresuró a bajar y caminar hacia la puerta trasera para abrirla. Pero antes de que pudiera tocar la manilla, Adrián levantó la mano con un gesto seco.

—No.

Su voz sonó grave, cortante, como un trueno contenido. El hombre se detuvo en seco, desconcertado. Adrián bajó por sí mismo, cerrando la puerta con un golpe tan fuerte que el eco retumbó contra las columnas de piedra. La fachada iluminada de la mansión, solemne y majestuosa, parecía observar la escena con un aire fúnebre.

Rodeó el vehículo con pasos firmes y abrió él mismo la puerta para Miranda. A simple vista, parecía un gesto de caballerosidad, pero el endurecimiento de su mandíbula y la rigidez de sus hombros delataban que era otra cosa: un intento de reafirmar control.

Miranda descendió con calma. Su vestido azul aún conservaba el brillo de la gala, pero su mirada era fría, como un lago en invierno. No pronunció palabra.

Subieron juntos los escalones de mármol hasta la puerta principal. El aire nocturno era fresco, pero entre ellos el ambiente estaba cargado de electricidad, como antes de una tormenta. Al cruzar el umbral, la puerta se cerró detrás de ellos con un golpe seco. El eco recorrió el vestíbulo, amplificado por las paredes altas y el silencio de la casa.

Adrián se giró de inmediato hacia ella. Sus ojos brillaban oscuros bajo la luz de los candelabros.

—¿Divorcio? —repitió la palabra, masticándola como si fuese veneno. Dio un paso hacia ella, su voz baja pero firme—. ¿Tienes idea de lo que significa esa palabra en esta familia? ¿Lo que representaría para mí?

Miranda dejó el bolso sobre la consola de la entrada. Sus dedos no temblaron. Su tono fue sereno, aunque sus ojos ardían con una determinación nueva.

—Lo que representaría para ti es tu problema. Para mí significa respirar.

Adrián se quedó inmóvil por un instante, como si no pudiera comprender que esas palabras hubiesen salido de los labios de su esposa. Luego avanzó, arrinconándola contra la pared de mármol. No la tocó, pero su proximidad era una jaula invisible. El perfume de su loción se mezclaba con la tensión de su respiración agitada.

—¿Es por ese hombre con el que hablaste felizmente hoy? —preguntó con furia contenida, la voz cargada de celos venenosos.

‒¿De qué hombre me estás hablando?

‒El de la fundación. ‒ le responde mientras la observa en busca de alguna emoción en su mirada.

Miranda lo sostuvo con la mirada. Sus ojos no pestañearon, no retrocedieron.

—No Adrián, lo hago por mí.

El silencio que siguió fue abrumador. Adrián apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Todo su ser estaba dominado por un impulso de control, por la necesidad de imponerse como siempre lo había hecho. Sin embargo, las palabras se le atragantaban. Ya no encontraba el guion que siempre había recitado con perfección.

Miranda aprovechó su vacilación y caminó hacia la escalera principal. El sonido de sus tacones sobre el mármol llenaba el espacio con un ritmo firme, desafiante. Cada paso parecía grabar un nuevo pacto con ella misma: no volvería a agachar la cabeza.

—Esto no termina aquí —dijo Adrián, su voz ronca y grave, cargada de amenaza.

Ella se detuvo en el primer escalón y giró apenas el rostro. La luz dorada del candelabro iluminaba sus facciones, resaltando la fuerza en su mirada.

—Tienes razón. Apenas empieza.

Y continuó su ascenso. Adrián la siguió con los ojos, su figura alejándose paso a paso, hasta que desapareció en el piso superior. La mansión, que tantas veces había sido su dominio absoluto, ahora lo rodeaba con un silencio que lo hacía sentir derrotado.

Con un gesto brusco, se dirigió al bar de la sala. Sirvió whisky en un vaso pesado de cristal y lo bebió de un trago. El ardor del licor le quemó la garganta, pero no logró calmarlo. El reflejo que lo observaba desde el espejo del bar era el de un hombre que, por primera vez, percibía la grieta en su reino.

Se dejó caer en uno de los sillones de cuero. La mente le giraba con pensamientos oscuros: la imagen de Miranda riendo con Tomás, el eco de sus palabras pidiendo el divorcio, la seguridad en su mirada. Ese no era el papel que ella debía jugar.

—No la voy a perder —susurró entre dientes, apoyando el vaso en la mesa con un golpe seco.

El silencio de la mansión lo envolvió, pero ya no era un silencio aliado, sino una sombra que lo confrontaba. En lo alto de la escalera, detrás de una puerta cerrada, Miranda también estaba despierta, recostada sobre la cama, con la mente fija en su promesa de libertad.

La noche cayó sobre ellos como un manto pesado. Dos soledades bajo un mismo techo, enfrentadas, aguardando la inevitable tormenta que se avecinaba.

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