La noche había caído sobre la mansión con un silencio espeso. Los ecos de la discusión aún parecían colgar en las paredes, aunque cada uno había elegido refugiarse en su propio rincón. Miranda, tras encerrarse un rato en su habitación, terminó por bajar al dormitorio principal. No tenía sentido dormir en otro sitio; tarde o temprano, Adrián volvería.
El cuarto estaba tenuemente iluminado por la lámpara de la mesilla. Sobre la cama, el saco de Adrián descansaba descuidadamente, algo extraño en él, que solía mantener cada detalle de su vida en orden meticuloso. Había entrado directamente al baño, y el sonido del agua de la ducha llenaba el ambiente con un murmullo constante.
Miranda se quitó los pendientes, colocándolos sobre la cómoda. Trató de distraerse doblando su vestido y guardándolo en el clóset, pero la mente no le daba tregua. Cada palabra, cada gesto de la noche en casa de los Belmonte volvía a ella con insistencia. Su suegra mirándola con desprecio. Las mujeres cuchicheando a sus espaldas. Adrián con el ceño fruncido, apretando la copa. Y, sobre todo, la forma en que él la había besado, con un deseo que no era ternura sino una mezcla peligrosa de rabia y atracción.
Cerró los ojos unos segundos y respiró profundo. No quería llorar. No otra vez.
Se giró hacia la cama para acomodar las sábanas, y entonces lo vio: el celular de Adrián, olvidado allí, como si lo hubiera dejado al quitarse el saco. La pantalla estaba negra, muda, un objeto más en la habitación.
Miranda dudó. Durante años había respetado su intimidad, jamás había osado revisar su teléfono ni su correo. Siempre pensó que hacerlo sería una traición a su confianza, aunque esa confianza nunca fue del todo correspondida.
“Es solo un teléfono”, se dijo, intentando apartar la mirada. Pero justo en ese momento, la pantalla se encendió con un destello tenue. Una notificación apareció. Y allí estaba.
La imagen de una mujer.
Miranda se quedó helada. La foto mostraba un rostro delicado, una sonrisa suave, unos ojos que parecían mirar con complicidad a través del tiempo. No había texto que acompañara la notificación, solo la imagen que se quedó grabada en su retina como una marca ardiente.
El corazón de Miranda comenzó a latir con fuerza, golpeándole el pecho. Por un instante pensó que iba a desmayarse. No sabía quién era esa mujer, no tenía nombre ni contexto. Pero no lo necesitaba. Ella recordaba el mensaje que había recibido días atrás, y lo supo en el acto, con la certeza brutal de las cosas que no se pueden negar: Adrián amaba a otra. Ella nunca estuvo en su corazón y nunca lo estaría.
Sus manos temblaban. El impulso de desbloquear el teléfono y buscar más la carcomía, pero se contuvo. ¿Para qué? ¿Qué más necesitaba? La foto bastaba. La foto era la respuesta a cada silencio, a cada mirada distante, a cada noche en la que él la había tocado con frialdad, cumpliendo un deber más que entregándose a ella.
Se sentó al borde de la cama, llevando las manos a su rostro. Un sollozo se le escapó, ahogado, mientras el agua de la ducha seguía corriendo detrás de la puerta cerrada.
Durante unos minutos, todo se volvió borroso. Su vida, sus sueños de universidad, la niña que había suspirado por Adrián Belmonte mientras lo veía caminar por los pasillos con paso seguro y sonrisa indescifrable. Había creído que casarse con él era alcanzar la felicidad. Había aceptado ser invisible, había soportado la distancia, porque lo amaba. Pero él nunca la había amado a ella.
Miranda bajó las manos lentamente y volvió a mirar el celular. La pantalla ya estaba apagada, como si nada hubiera pasado. Como si la evidencia misma quisiera borrarse, ocultarse. Pero no podía borrar lo que ella había visto.
El sonido del agua cesó. El corazón de Miranda se aceleró. Tenía que decidir en un segundo qué hacer: ¿preguntar? ¿reclamar? ¿gritar?
Se levantó de la cama de golpe, tomó aire y se obligó a recomponerse. No. No iba a darle el placer de verla destruida. No iba a mendigar explicaciones que, de antemano, ya sabía que serían evasivas o mentiras.
Con pasos firmes, caminó hacia la cómoda, se recogió el cabello en una coleta improvisada y se miró en el espejo. Sus ojos estaban húmedos, pero brillaban con una fuerza nueva.
“Basta”, se dijo en silencio. “No seguiré encadenada a alguien que nunca me eligió.”
La puerta del baño se abrió, y Adrián apareció con una toalla rodeándole la cintura, el cabello mojado cayéndole sobre la frente. Al verla tan erguida frente al espejo, arqueó una ceja.
—¿Qué haces despierta todavía? —preguntó, con tono neutro, mientras se secaba el cabello.
Miranda giró apenas la cabeza y lo miró. —Pensando.
Él asintió, sin sospechar nada, y dejó la toalla en una silla para ponerse la bata de seda que siempre usaba. El celular seguía en la cama, mudo, inofensivo. Adrián lo tomó sin pensarlo, revisó rápidamente y lo dejó en la mesilla de noche. Miranda lo observó de reojo, el pecho apretado, pero no dijo una sola palabra.
Se metió en la cama y se acomodó bajo las sábanas, dándole la espalda. Adrián apagó la luz y se tendió a su lado. No intentó tocarla esta vez, quizá por orgullo, quizá por el cansancio de la discusión.
En la oscuridad, Miranda abrió los ojos. El techo parecía más vasto que nunca, como si encima de ella pesara un universo entero. Su decisión comenzaba a tomar forma, silenciosa pero firme: iba a liberarse. Iba a dejarlo.
Cerró los ojos y dejó que una lágrima rodara lentamente por su mejilla. Adrián respiraba profundo, ajeno, confiado en su silencio. Pero no sabía que, en ese mismo silencio, Miranda había comenzado a escribir el final de su historia juntos.