Dos noches después, recibió una invitación para un evento benéfico en la ciudad. Una de las mujeres del taller le había hablado de ello y la animó a asistir. Miranda aceptó sin dudarlo.
La noche del evento se vistió con un vestido elegante, pero no el típico traje recatado y calculado que solía usar para complacer a las familias aristocráticas. Era un vestido de seda azul profundo, sencillo, sin excesos, pero que resaltaba su piel y la fuerza de su mirada. Se maquilló apenas, dejando que su belleza natural hablara por sí misma.
Adrián entró en la habitación justo cuando ella se colocaba los pendientes. Se detuvo en seco. Sus ojos se clavaron en ella, y por primera vez en mucho tiempo no supo qué decir.
—¿Vas a algún sitio? —preguntó al fin.—Al evento benéfico en el Gran Salón. Tú también estás invitado, pero imagino que ni lo recordabas —dijo Miranda con serenidad.
Él cerró la boca, incómodo. Sin embargo, minutos después estaba a su lado en el auto, conduciendo hacia el evento.
El Gran Salón estaba lleno de luces, música suave y rostros conocidos del círculo social. Miranda caminaba erguida, segura, con una sonrisa genuina. Saludaba, conversaba, reía… y en medio de esa naturalidad alguien se acercó a ella: un hombre de unos cuarenta años, con cabello oscuro y una expresión amable.
—¿Miranda Belmonte? —dijo él, estrechándole la mano—. Soy Tomás Herrera, trabajamos en conjunto con la fundación que organiza esta velada. Un placer conocerte.
Ella correspondió al apretón de manos.
—El placer es mío.La conversación fluyó con naturalidad. Tomás hablaba con entusiasmo de los proyectos sociales, y Miranda lo escuchaba con interés real, haciéndole preguntas, sonriendo con sinceridad. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió vista.
A pocos metros, Adrián observaba la escena con la mandíbula tensa. Su esposa reía, inclinaba la cabeza, mostraba una calidez que él no había sabido despertar. Un calor extraño le subió por el pecho, mezcla de celos y furia contenida.
El salón brillaba con luces doradas, las copas tintineaban, y el murmullo elegante de la aristocracia llenaba cada rincón. Miranda caminaba entre los grupos con una seguridad que parecía recién estrenada, como si cada paso fuera un recordatorio de que ya no era la misma mujer que entró a ese lugar tomada del brazo de Adrián Belmonte.
Adrián, siempre impecable, sonreía con la diplomacia que lo caracterizaba en público. Pero por dentro hervía. No podía dejar de observarla. Su esposa hablaba, reía, escuchaba con atención, irradiando un magnetismo que los demás notaban. Y esa atención ajena lo carcomía.
—Pareces disfrutar la noche —comentó Adrián en voz baja, acercándose lo suficiente para que sus labios apenas rozaran el oído de ella.
—Lo hago —respondió Miranda sin apartar la mirada del hombre mayor que acababa de felicitarla por su labor filantrópica.
Esa respuesta, tan sencilla y tan firme, fue un golpe. Adrián la tomó del brazo con delicadeza aparente y le susurró:
—Ya es suficiente.Miranda giró la cabeza, mirándolo con calma.
—Apenas empieza.El resto de la velada transcurrió en un equilibrio frágil. Adrián la mantenía a su lado como si fuera parte de su estrategia social, pero ella ya no se comportaba como la esposa decorativa. Sonreía cuando quería, hablaba con quien deseaba, y no pedía permiso para ser ella.
Cuando la gala terminó y se despidieron de los organizadores, caminaron juntos hacia el auto. Adrián mantenía su máscara perfecta frente a todos, pero sus pasos eran tensos, casi violentos. El chofer abrió la puerta, y Miranda subió con gracia. Adrián se sentó a su lado, cerrando la puerta con un golpe seco.
El auto avanzó entre las luces de la ciudad, pero el silencio en su interior era un campo de batalla. Adrián observaba la carretera, su perfil tallado en piedra, mientras Miranda miraba por la ventana, el reflejo de su rostro firme contra el cristal.
Finalmente, él rompió el silencio.
—No vuelvas a sonreírle así a otro hombre.Su voz era baja, pero cargada de celos.
Miranda giró lentamente el rostro hacia él, estudiando la tensión en sus manos sobre el volante.
—¿Así cómo? —preguntó con suavidad.—Como si te importara. Como si lo disfrutaras.
Ella lo miró fijamente, y una sonrisa apareció en sus labios. No era burlona, sino segura, luminosa.
—Porque lo disfruté, Adrián. —Hizo una pausa—. Disfruté ser yo misma.Él apretó la mandíbula.
—Eres mi esposa.—Soy tu esposa en el papel, en el apellido. Pero no en el corazón.
El auto se llenó de un silencio denso. Adrián la miró de reojo, incrédulo, como si no reconociera a la mujer que tenía al lado.
Miranda sostuvo su mirada, sin bajar los ojos como solía hacerlo.
—Ya no soy la sombra de nadie.Esas palabras lo atravesaron como un cuchillo. Recordó la fotografía oculta en su teléfono, la mujer que había habitado su memoria durante años, y comprendió que Miranda sabía, aunque no hubiera visto todo.
Adrián intentó recuperar el control.
—Estás hablando con rabia. No sabes lo que dices.—Sé exactamente lo que digo —replicó ella, con una serenidad que lo desconcertó.
El semáforo los detuvo, y en ese instante Miranda se inclinó apenas hacia él, lo suficiente para que no pudiera escapar de su mirada.
—Quiero el divorcio.Las palabras quedaron flotando en el aire, más pesadas que cualquier discusión. Adrián parpadeó, atónito, mientras el semáforo cambiaba a verde. El auto avanzó, pero en el interior de Adrián todo se detuvo.
Ella volvió a reclinarse en el asiento, mirando nuevamente hacia la ventana, como si acabara de liberarse de un peso enorme. Él, en cambio, sintió que el suelo firme bajo sus pies comenzaba a resquebrajarse.
El resto del trayecto transcurrió en silencio, un silencio que no era vacío, sino el preludio de una tormenta.