El regreso a casa tras la gala fue silencioso. Miranda se acomodó en el asiento del copiloto del lujoso sedán de Adrián, todavía con la elegancia intacta de su vestido de seda marfil. Afuera, la ciudad brillaba con luces dispersas que se reflejaban en los edificios, pero dentro del auto reinaba un silencio pesado, interrumpido solo por el rugido constante del motor.Adrián conducía con su habitual concentración imperturbable, las manos firmes sobre el volante. De vez en cuando la miraba de reojo, como evaluando cada gesto, cada línea de su rostro, sin mostrar emoción alguna. Miranda deseó acercarse, tocar su brazo, hablarle de cualquier cosa banal para romper la distancia, pero él permaneció inaccesible, atrapado en su mundo interno.—¿Quieres que pase por la tienda de siempre? —preguntó finalmente, con una voz medida que sonaba más como un protocolo que como una conversación.—No, gracias —respondió ella suavemente, intentando imprimir calidez a su tono.Nada cambió. La respuesta no
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