El camino de regreso a casa fue corto, casi demasiado. Miranda conducía con la vista fija en la carretera, pero en realidad no veía nada. Sus pensamientos eran un torbellino, una mezcla de miedo, incredulidad y una determinación que no había sentido en años. Al detener el auto frente a la mansión, lo primero que pensó fue en lo imponente y silenciosa que se alzaba frente a ella. Siempre la había considerado un símbolo de éxito, pero esa noche se le antojó como una prisión dorada de la que deseaba escapar.
El mayordomo salió a recibirla en cuanto escuchó el motor. Ella forzó una sonrisa, negando con un gesto cuando él le ofreció preparar algo de cenar. No tenía hambre, solo un peso en el pecho que parecía crecer con cada paso que daba sobre las escaleras de mármol. Encendió la lámpara del dormitorio y se miró en el espejo del tocador. Lo que vio fue a una mujer con el maquillaje corrido, los labios resecos y la mirada apagada. Aun así, en sus ojos había un destello nuevo, frágil, como una chispa en medio de la oscuridad.
Se sentó en el borde de la cama, todavía aturdida, cuando escuchó la puerta principal abrirse. Eran pasadas las nueve. Reconoció al instante el sonido de los pasos de Adrián, firmes y seguros, avanzando por el recibidor. Contuvo la respiración, esperando un gesto que la reconfortara, una palabra que rompiera la distancia que siempre se interponía entre ellos.
Adrián apareció en la puerta de la habitación, impecable como siempre, con el saco en una mano y la corbata ligeramente aflojada. La miró apenas unos segundos antes de dejar su abrigo en el perchero.
—Buenas noches —dijo, en un tono neutro, como si saludara a una conocida.
—Buenas noches, Adrián —respondió ella en voz baja.
Él desvió la mirada, tomó aire con cierto cansancio y añadió:
—Voy a mi despacho. Tengo algunos informes pendientes.
La puerta volvió a cerrarse con suavidad, y Miranda quedó sola otra vez, rodeada por el silencio. Se quitó el vestido con movimientos lentos y entró al baño. El agua de la ducha corrió sobre su piel, tibia y constante, pero no logró arrancar de su interior el peso del diagnóstico. Apoyó la frente contra la pared y respiró hondo.
—Tengo que ser fuerte —murmuró, como si dijera esas palabras para convencerse.
Se secó despacio, se envolvió en una bata blanca y caminó hacia la cama. Se metió entre las sábanas, el corazón latiéndole con fuerza al pensar en lo que vendría después. Sabía que Adrián llegaría más tarde y, como cada noche, reclamaría la intimidad que consideraba un deber. Pero esa vez no lo soportaría. Cerró los ojos y reguló su respiración, fingiendo dormir antes de escucharlo entrar.
Los pasos de Adrián se acercaron. Él se detuvo junto a la cama, la observó en silencio y luego se acomodó a su lado. Apagó la lámpara sin decir nada más. Miranda permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, el cuerpo tenso, mientras sentía cómo el silencio se volvía insoportable.
Las horas pasaron lentas. No podía dormir. El insomnio la abrazaba con fuerza y las lágrimas se acumulaban en sus ojos. La palabra tumor se repetía como un eco en su cabeza, llenándola de miedo y de rabia. Miró de reojo a Adrián, su perfil iluminado por la luz de la luna. Parecía tan sereno, tan ajeno al torbellino que la estaba consumiendo, que un nudo le apretó la garganta.
—¿Alguna vez me miraste de verdad? —susurró, tan bajo que ni siquiera él pudo oírlo.
El llanto se le escapó silencioso, empapando la almohada. En medio de la oscuridad se juró que no seguiría viviendo para cumplir expectativas. No tenía sentido aferrarse a un amor que nunca fue correspondido, ni vivir en una casa donde su alma era invisible.
Cuando amaneció, Miranda se levantó agotada. Sus ojos estaban rojos y su rostro mostraba las huellas de la noche en vela. Se colocó una bata ligera y bajó a la cocina. Preparó el desayuno como siempre, café negro, jugo de naranja y tostadas, como si la rutina pudiera sostener la fragilidad de su mundo.
Adrián apareció con un traje gris y la corbata azul oscuro perfectamente ajustada. Se sentó a la mesa y abrió el periódico.
—Buenos días —dijo sin levantar mucho la vista.
—Buenos días —contestó Miranda, sirviéndole el café.
El silencio se instaló entre ellos. Solo se escuchaba el crujido del pan y el pasar de las páginas. Ella lo observaba con una calma extraña, consciente de que por dentro llevaba una tormenta. Lo sorprendente fue que esa mañana, por primera vez en mucho tiempo, él la miró de reojo más de una vez, como si notara un matiz distinto en ella.
—¿Dormiste bien? —preguntó de pronto, sin apartar del todo la vista del periódico.
Ella dudó unos segundos antes de responder. —Más o menos.
Él asintió, volvió al silencio y terminó su desayuno. Al levantarse, tomó el portafolio y se acercó para el beso rutinario en la mejilla. Miranda lo recibió sin apartarse, pero esta vez sin esperar nada, sin buscar ternura ni reconocimiento.
—Que tengas buen día —dijo, mirándolo directamente a los ojos.
Adrián se detuvo apenas un instante, sorprendido por esa serenidad nueva en su mirada.
—Tú también —respondió, antes de salir.
Cuando la puerta se cerró, Miranda respiró profundamente. Subió de nuevo a la habitación y se quedó frente al espejo largo rato. Lo que vio no fue a la mujer que otros esperaban que fuera, sino a alguien que apenas empezaba a encontrarse.
—Hoy empiezo de nuevo —se dijo con firmeza.
Abrió el armario y, por primera vez en años, eligió ropa pensando en sí misma y no en Adrián o en las reuniones sociales. Escogió una blusa de seda azul marino y un pantalón de lino blanco. Era elegante, pero cómodo, fresco, auténtico. Se recogió el cabello en un moño suelto, dejando algunos mechones libres, y aplicó apenas un toque de maquillaje.
Se observó otra vez en el espejo. No era una transformación radical, pero sí el inicio de algo distinto. La postura, la expresión de sus ojos, la serenidad de su respiración: todo hablaba de una mujer que había decidido dejar de ser sombra.
El resto de la mañana lo dedicó a sí misma. Ordenó su agenda personal y pensó en retomar un sueño olvidado: las clases de arte que siempre había querido tomar desde la universidad. También pensó en llamar a Clara, su amiga de juventud, a la que había dejado de frecuentar porque no encajaba en el círculo elitista de los Belmonte.
Cada decisión era pequeña, pero significativa. Eran pasos hacia su libertad, semillas de independencia que empezaban a germinar.
Mientras tanto, en su oficina, Adrián repasaba informes con la atención de siempre, pero de vez en cuando su mente lo traicionaba. Recordaba la imagen de Miranda esa mañana: el modo sereno en que lo había mirado, la calma extraña en su voz, la forma en que había llevado la bata sin preocuparse por impresionar. Algo en ella había cambiado, y aunque no sabía explicarlo, lo sintió como un misterio inesperado.
Por primera vez en mucho tiempo, se sorprendió pensando en su esposa más allá del deber o las apariencias. Por primera vez, la distancia que siempre había puesto entre ellos empezó a incomodarlo.
No lo sabía aún, pero aquella calma nueva en Miranda sería la grieta que empezaría a desmoronar las paredes de hielo que él había construido.