Los días posteriores al descubrimiento del secreto fueron distintos para Miranda. No se lo había confesado a nadie, ni siquiera se lo reprochó a Adrián. El silencio era su mejor refugio. Pero dentro de ella, una semilla nueva germinaba con fuerza: la convicción de que ya no podía seguir siendo la misma.
Una mañana, mientras servía el café en el comedor, tomó una decisión inesperada. Dejó la taza intacta sobre la mesa y, sin esperar a que Adrián bajara, salió con el bolso colgado del hombro. Caminó hacia el garaje, tomó uno de los autos y se marchó. No había plan, pero sí una necesidad: respirar otro aire.
Fue así como llegó a un centro cultural del centro de la ciudad. Había escuchado hablar de sus talleres de pintura y escultura, y aunque jamás se había considerado una artista, sentía la urgencia de crear, de ensuciarse las manos con algo que no fueran responsabilidades impuestas.
La recepcionista la recibió con calidez.
—¿Primera vez? —preguntó la joven, sonriendo.
—Sí —respondió Mi