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Capítulo 8 – Una mujer diferente

Los días posteriores al descubrimiento del secreto fueron distintos para Miranda. No se lo había confesado a nadie, ni siquiera se lo reprochó a Adrián. El silencio era su mejor refugio. Pero dentro de ella, una semilla nueva germinaba con fuerza: la convicción de que ya no podía seguir siendo la misma.

Una mañana, mientras servía el café en el comedor, tomó una decisión inesperada. Dejó la taza intacta sobre la mesa y, sin esperar a que Adrián bajara, salió con el bolso colgado del hombro. Caminó hacia el garaje, tomó uno de los autos y se marchó. No había plan, pero sí una necesidad: respirar otro aire.

Fue así como llegó a un centro cultural del centro de la ciudad. Había escuchado hablar de sus talleres de pintura y escultura, y aunque jamás se había considerado una artista, sentía la urgencia de crear, de ensuciarse las manos con algo que no fueran responsabilidades impuestas.

La recepcionista la recibió con calidez.

—¿Primera vez? —preguntó la joven, sonriendo.

—Sí —respondió Miranda, con un brillo tímido en los ojos—. Quiero… quiero inscribirme en un taller.

La mujer le mostró varias opciones. Miranda eligió uno de pintura al óleo que empezaba esa misma tarde. Sin pensarlo demasiado, llenó el formulario. Mientras escribía su nombre completo —Miranda Velasco de Belmonte—, sintió un nudo en el estómago. El apellido pesaba como una cadena, pero al menos ahora hacía algo por sí misma.

Las siguientes semanas se llenaron de colores y texturas. El olor a trementina, el roce de las brochas contra el lienzo, las manos manchadas de azul y rojo… Todo era nuevo y liberador. Allí nadie la veía como la esposa de un CEO poderoso; era simplemente Miranda, una mujer con pincel en mano que buscaba volcar emociones en un lienzo.

Además del arte, comenzó a aceptar invitaciones a pequeños círculos sociales que antes había rechazado. Brunch con mujeres que organizaban fundaciones, charlas sobre literatura, actividades solidarias. No necesitaba pedir permiso, ni justificar horarios. Iba porque quería, y volvía cuando le parecía.

Adrián empezó a notarlo.

La primera vez que llegó a casa y ella no estaba, se molestó. Caminó por el vestíbulo con el ceño fruncido, preguntándole al personal de servicio:

—¿Dónde está la señora?

—Salió, señor Belmonte —respondió la ama de llaves—. Dijo que no sabía a qué hora volvería.

Aquella respuesta lo desconcertó. Miranda nunca salía sin informarle. Cuando ella regresó, varias horas después, lo encontró esperándola en el despacho.

—¿Dónde estabas? —preguntó, seco.

Miranda lo miró y se encogió de hombros. —Fuera.

—Eso ya lo sé. Te pregunté dónde.

—En un taller de pintura.

Adrián arqueó las cejas, incrédulo. —¿Pintura?

—Sí. ¿Algún problema? —preguntó ella, sin apartar la mirada.

Él abrió la boca para responder, pero se contuvo. ¿Qué podía decir? Era absurdo discutirle a una mujer por pintar. Sin embargo, lo irritaba la ligereza con la que se lo decía, como si no tuviera que darle explicaciones.

—No lo hagas un hábito —gruñó finalmente.

Miranda sonrió, una sonrisa suave pero cargada de ironía. —Ya lo es.

Una tarde Miranda regresó del centro comercial con una bolsa ligera entre las manos. No eran vestidos de diseñador ni joyas, sino un cuaderno de bocetos, lápices y un pequeño estuche de acuarelas. Se había detenido frente a una vitrina y, sin pensarlo demasiado, había entrado a comprar lo que siempre había soñado usar, aunque en su vida de esposa perfecta jamás se había permitido. Esa simple compra le hacía sentir algo distinto, una chispa de libertad.

Cuando entró a la casa, el sonido de pasos resonó en el mármol. Una empleada la saludó con la misma cortesía de siempre, pero Miranda no la escuchó del todo. Fue directa a su habitación, guardó las cosas en un cajón y se miró en el espejo. Ya no era la mujer que cada mañana se vestía pensando en lo que el apellido Belmonte esperaba de ella; ahora quería empezar a ser ella misma.

Adrián llegó poco después. El ruido del motor de su auto deportivo llenó el silencio del atardecer. Miranda lo escuchó entrar, su andar firme subiendo la escalera, y luego la puerta del despacho cerrarse con un golpe seco. Como siempre, él se hundía en papeles, números y llamadas. Ella suspiró, acostumbrada a que ni siquiera preguntara cómo había estado su día.

Pero esa noche, en lugar de quedarse en la casa, Miranda decidió salir. Tomó las llaves y, con paso firme, se dirigió a su auto. Cuando Adrián oyó el ruido del portón eléctrico, alzó la vista. Frunció el ceño, como si no entendiera qué hacía su esposa conduciendo sola a esas horas, pero no dijo nada.

Miranda llegó a un centro cultural no muy lejos de allí. El lugar estaba lleno de luces cálidas, aromas a café recién hecho y murmullos de conversaciones. En un salón, varias mujeres y algunos hombres acomodaban sus materiales. El taller de arte estaba a punto de empezar. Ella se sentó en una mesa al fondo, tímida al principio, pero pronto sus manos comenzaron a moverse con soltura sobre el papel. Cada trazo era un respiro, una liberación.

Al terminar la clase, intercambió sonrisas y algunas palabras con otras participantes. Una señora mayor le tocó el brazo y le dijo:

—Tienes buen pulso, querida. Deberías seguir viniendo.

Miranda sonrió agradecida. Salió del taller sintiendo que había recuperado algo que creía perdido: la sensación de pertenecer a sí misma.

Al llegar a la casa esa noche, Adrián la esperaba en la sala, aún con la chaqueta puesta y un vaso de whisky en la mano. Sus ojos grises la escudriñaron con desconfianza.

—¿Dónde estabas? —preguntó con voz seca.

—En un taller de arte —respondió ella con calma, quitándose el abrigo.

Él arqueó una ceja, como si no terminara de creerle.

—¿Arte? Nunca te interesó.

—Nunca me lo permití —replicó ella suavemente, pero con firmeza.

Adrián no contestó. Dio un sorbo a su whisky y se dirigió a su despacho. Miranda, en cambio, subió a su habitación con una sonrisa íntima.

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