El sol entraba con fuerza por los ventanales del comedor cuando Miranda apareció vestida con un conjunto sencillo pero elegante: una blusa de seda azul y unos pantalones claros que delineaban su silueta sin excesos. El cabello lo llevaba suelto, cayendo con naturalidad sobre sus hombros, y el maquillaje apenas era un toque ligero que realzaba el brillo de sus ojos.
Felipe, el mayordomo, se detuvo un instante al verla. No era la Miranda de siempre, tan meticulosamente arreglada para agradar a otros. Aquella mujer parecía caminar con una seguridad distinta, como si la casa entera se hubiera convertido en su escenario.
Adrián bajó a los pocos minutos, impecable en su traje de corte italiano. Se detuvo al verla sentada a la mesa, con el periódico desplegado frente a ella. No era común que Miranda leyera las noticias; solía esperar que él lo hiciera y luego escuchar sus comentarios.
—¿Desde cuándo te interesan los mercados financieros? —preguntó él, con una ligera ironía.
Miranda levantó la vista y lo miró de frente, algo que pocas veces hacía. —No estoy leyendo la sección financiera. Estoy leyendo sobre arte.
Adrián parpadeó, sorprendido. Su esposa solía evitar temas que consideraba “banales” para el círculo en el que se movían.
—¿Arte?
—Sí —respondió con serenidad—. He pensado en retomar unas clases que dejé inconclusas hace años.
El silencio se hizo pesado por unos segundos. Adrián no supo qué responder. Se limitó a sentarse frente a ella y beber un sorbo de café. Intentó disimular el desconcierto, pero la imagen de Miranda con esa calma nueva se le quedó grabada. Había algo distinto en ella, algo que, para su sorpresa, le resultaba atractivo.
Durante el día, en su oficina, Adrián trató de enfocarse en sus reuniones, pero no podía sacudirse de la cabeza la imagen de su esposa. Siempre la había visto como parte de un contrato, una presencia que debía cumplir un rol social, pero nunca como una mujer que pudiera inquietarlo. Ahora, esa seguridad fría que tanto lo había definido comenzaba a resquebrajarse.
Por la tarde, cuando regresó a la mansión, la encontró en el jardín. Miranda estaba descalza sobre el césped, sosteniendo un libro entre las manos. El cabello le brillaba bajo la luz del atardecer y la sonrisa ligera que tenía al leer parecía la de otra persona, una que él no recordaba haber visto nunca.
Se detuvo unos segundos antes de acercarse, observándola con un interés que lo incomodaba. Finalmente, caminó hacia ella.
—No sabía que te gustaban las novelas clásicas —comentó, al ver la portada del libro.
Miranda levantó la vista y cerró el ejemplar con calma. —Hay muchas cosas que no sabes de mí, Adrián.
Él frunció el ceño, incómodo ante esa respuesta. Estaba acostumbrado a que ella lo complaciera, no a que lo desafiara con frases tan simples y directas.
—¿Y ahora quieres que empiece a descubrirlas? —preguntó, intentando sonar ligero.
—No —contestó ella, poniéndose de pie—. Ahora quiero descubrirlas yo.
El silencio que siguió fue tenso. Adrián la miró como si tratara de descifrarla, pero ella lo sobrepasó con una calma nueva y volvió a entrar en la casa sin esperar respuesta.
Esa noche, la rutina volvió a repetirse. Después de la cena, Adrián trabajó un rato en su despacho y luego subió a la habitación. Miranda ya estaba acostada, leyendo bajo la lámpara de noche. Llevaba un camisón sencillo, distinto a las piezas delicadas que solía usar para complacerlo. Era cómodo, fresco, y sin embargo, resultaba extrañamente atractivo.
Él se recostó a su lado, dejando el reloj y el teléfono sobre la mesita. La observó de reojo, sin hablar, hasta que ella cerró el libro y apagó la luz. En el silencio de la habitación, Adrián se acercó y la buscó con un beso, esperando que, como siempre, ella lo recibiera sin resistencia.
Pero esa vez Miranda giró el rostro suavemente y murmuró:
—Estoy cansada, Adrián.
Él se quedó inmóvil, desconcertado. Su esposa nunca lo había rechazado, ni siquiera con palabras tan delicadas. Durante años, había cumplido con su papel sin cuestionar, como parte del contrato invisible que los unía.
—Solo será un momento —dijo él, con voz baja, acercándose de nuevo.
Miranda lo detuvo con una mano sobre su pecho. —No esta noche.
La firmeza en su tono lo dejó helado. Adrián la miró fijamente en la penumbra, sintiendo por primera vez que no tenía control. Algo dentro de él se tensó: orgullo, desconcierto, pero también una punzada de deseo distinto, más intenso, porque la resistencia de ella lo hizo verla con otros ojos.
El silencio se prolongó, y aunque él se dio la vuelta fingiendo indiferencia, no pudo dormir. La imagen de esa Miranda, la que lo había mirado con calma en el desayuno, la que le había respondido en el jardín y la que ahora le ponía límites, lo mantenía inquieto.
Ella, por su parte, permaneció despierta también, con la mirada fija en el techo. Por primera vez en años, había dicho “no” sin sentir culpa, y esa pequeña victoria le supo a libertad.