El día comenzó como cualquier otro en la mansión Belmonte. La luz entraba por los ventanales altos, bañando de oro las paredes cubiertas de cuadros familiares y adornos importados. El silencio era solemne, apenas interrumpido por el tintinear de la vajilla de porcelana sobre la mesa del desayuno.
Miranda se sentó frente a su taza de café con leche. Llevaba un vestido sencillo de color crema y el cabello suelto, todavía húmedo por la ducha matutina. Frente a ella, Adrián leía el periódico con la concentración habitual, como si las letras impresas tuvieran más vida que cualquier persona a su alrededor.
Miranda se llevó la mano al abdomen, disimuladamente. Desde la madrugada había sentido un dolor sordo, persistente, que se intensificaba a ratos. Intentó ignorarlo y sonrió, aunque la sonrisa apenas fue un reflejo débil.
—Dormiste poco anoche —comentó, buscando entablar conversación.
Adrián apenas levantó la vista del periódico. —Tenía correos pendientes después de la gala. Los inversionistas europeos no conocen de horarios.
Ella asintió, acostumbrada a las respuestas breves. Tomó un sorbo de café, que le supo amargo, y dejó la taza en el platillo con un leve temblor en la mano. El malestar se extendía, un cosquilleo incómodo que le nublaba los pensamientos.
Terminada la comida, Adrián se levantó primero. Ajustó la corbata frente al espejo del comedor y anunció con su voz grave:
—Hoy tendré reuniones desde la mañana hasta la noche. No me esperes.
Miranda sonrió con dulzura, la misma sonrisa que había ofrecido desde siempre, aunque por dentro sintiera que la estaban vaciando poco a poco. Lo observó salir con paso firme, dueño de cada espacio, de cada decisión, de cada vida que se cruzaba con la suya.
Cuando la puerta principal se cerró, el silencio volvió a reinar. Fue entonces cuando Miranda se dobló sobre sí misma, sujetándose el abdomen con fuerza. El dolor la atravesó con tal intensidad que tuvo que apoyarse en la mesa para no caer.
Respiró profundo varias veces, intentando calmarse. Quizá era estrés, se dijo. Quizá la cena copiosa, el vino, el cansancio de la gala. Pero una voz interior le insistía que no podía seguir ignorando esas señales.
Una hora más tarde, tras reunir valor, Miranda tomó las llaves de su auto y salió discretamente de la mansión. No avisó a nadie, ni siquiera a la ama de llaves. Condujo despacio hacia la clínica privada que solía visitar para chequeos de rutina. El camino se le hizo eterno: cada semáforo parecía prolongar la angustia, cada curva multiplicaba las dudas.
Al llegar, fue recibida con la amabilidad acostumbrada. Reconocían su apellido, su estatus, su pertenencia a una de las familias más influyentes del país. Pero en ese momento, Miranda no se sentía una Belmonte, ni la esposa de un CEO poderoso: se sentía vulnerable, frágil, temerosa de escuchar algo que no estaba preparada a enfrentar.
La enfermera la condujo al consultorio del doctor Ramírez, un hombre de mediana edad con gafas rectangulares y una voz pausada que siempre le había inspirado confianza. Tras una breve conversación inicial, él le pidió que relatara con detalle lo que sentía.
—Dolor abdominal… mareos intermitentes —enumeró Miranda, intentando sonar objetiva, aunque su voz temblaba.
El doctor asintió y procedió a solicitar una serie de análisis y estudios de imagen. Las horas siguientes transcurrieron entre pasillos iluminados por luces blancas, salas de espera silenciosas y exámenes médicos que parecían interminables. Miranda se aferraba al bolso sobre su regazo, con los dedos entrelazados como si rezara en silencio.
Al caer la tarde, finalmente fue llamada de nuevo al consultorio. El doctor Ramírez hojeaba los resultados con el ceño fruncido. Miranda percibió al instante que algo no estaba bien: los médicos no fruncen el ceño cuando todo es normal.
—Señora Belmonte —comenzó con tono sereno—, he revisado sus análisis y las imágenes. Quiero que me escuche con calma.
Miranda sintió que el corazón le golpeaba contra las costillas.
—¿Es grave? —preguntó, con un hilo de voz.
El doctor respiró profundo. —Hemos encontrado un tumor.
El mundo de Miranda se detuvo. Sintió que el aire desaparecía de la sala, que el suelo se abría bajo sus pies.
—¿Un tumor? —repitió, sin poder asimilarlo.
—Sí, pero escúcheme bien: está en fase inicial, nivel 1. Eso significa que lo hemos detectado a tiempo. Con cirugía y tratamiento, sus probabilidades de recuperación son muy altas. Es una batalla que puede ganar.
Las palabras se estrellaban contra los oídos de Miranda sin encontrar sitio donde asentarse. Tumor. Cirugía. Tratamiento. Recuperación. Una cadena de términos que pintaban un horizonte desconocido y aterrador.
—¿Voy a morir? —preguntó con un susurro, temiendo la respuesta.
El doctor negó con la cabeza. —No, Miranda. No en este punto. Usted tiene todo a su favor. Pero debe ser valiente y actuar. Cuanto antes iniciemos el proceso, mejor.
Miranda asintió lentamente, aunque sus ojos se llenaron de lágrimas que se resistía a dejar escapar. Agradeció al doctor con un gesto débil, recibió las indicaciones y salió del consultorio como un fantasma que camina por inercia.
El sol comenzaba a ocultarse cuando llegó al estacionamiento. Se sentó en el asiento del conductor, cerró la puerta y dejó caer la frente sobre el volante. Las lágrimas, que había contenido ante el doctor, estallaron ahora con fuerza incontenible.
Lloró por el miedo, por la incertidumbre, pero sobre todo por la vida que llevaba. En ese instante comprendió algo que le heló la sangre: había desperdiciado años aferrada a un matrimonio vacío, esperando migajas de amor de un hombre que nunca se las daría. Y ahora, enfrentada a la fragilidad de la existencia, entendía que no podía seguir así.
—No más —susurró entre sollozos, su voz quebrada resonando en el silencio del auto—. No más.
Se miró en el espejo retrovisor. Sus ojos estaban enrojecidos, el maquillaje corrido, pero en medio de esa imagen deshecha percibió un destello nuevo. Una fuerza naciente, un impulso desconocido que le decía que debía cambiar.
Por primera vez, se permitió imaginarse libre: vestirse como quisiera, reír sin miedo, hablar sin medir cada palabra, dejar de ser la sombra de un apellido. No importaba el qué dirán, no importaban las familias aristocráticas, no importaba el contrato social que la había atado a Adrián.
La enfermedad, paradójicamente, le había mostrado el valor de la vida.
—A partir de ahora voy a ser yo —juró en voz baja, con los labios firmes y las lágrimas aún corriendo—. Solo yo.
Se reclinó en el asiento, respiró hondo y cerró los ojos. El volante todavía guardaba el calor de su frente, testigo de aquella promesa íntima que cambiaría el rumbo de su destino.
La noche caía sobre la ciudad, y con ella, sobre Miranda, un despertar silencioso que aún nadie más podía sospechar.