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Capítulo 6 – La mujer que ya no calla

La mañana siguiente se desenvolvió con la misma rutina de siempre, aunque nada era igual. Adrián bajó las escaleras con el gesto serio, impecable en su traje gris oscuro. Encontró a Miranda en el comedor, como los últimos días, con el cabello suelto y un vestido sencillo de lino blanco. No había joyas ostentosas, ni los accesorios llamativos que solía usar para complacer a la familia Montiel. Solo ella, natural, serena, con una taza de té entre las manos.

Adrián la observó desde la distancia. Su esposa parecía otra, y esa transformación, en lugar de irritarlo del todo, le despertaba una tensión extraña: molestia, sí, pero también una atracción creciente que se empeñaba en negar.

—Buenos días —saludó él, tomando asiento frente a ella.

—Buenos días —respondió Miranda, sin dejar de mirar por la ventana hacia el jardín.

El silencio se apoderó del espacio durante unos segundos. Adrián se aclaró la garganta.

—Hoy tenemos la cena en casa de mis padres. No lo olvides.

Miranda bajó la taza lentamente, apoyándola sobre el platillo. —No lo he olvidado.

—Espero que estés lista a tiempo —agregó él, con ese tono de autoridad al que estaba acostumbrado.

Miranda lo miró, y por primera vez en mucho tiempo no desvió la vista. —No necesito que me recuerdes cómo debo comportarme, Adrián.

Él se tensó. Sus dedos tamborilearon sobre la mesa. —No se trata de comportarte, Miranda. Se trata de representar lo que somos.

—¿Y qué somos? —preguntó ella, con una calma peligrosa.

Adrián apretó los labios, sin responder. Ella volvió a tomar su taza, como si la conversación no le pesara en lo absoluto, pero en su interior un fuego nuevo la mantenía erguida, firme.

La mansión de los Belmonte resplandecía esa noche. Candelabros de cristal, arreglos florales y copas tintineando bajo la música de un cuarteto de cuerdas componían un escenario digno de la familia aristocrática que eran. Adrián y Miranda hicieron su entrada como siempre: impecables, elegantes, admirados. Él con un traje negro a la medida; ella con un vestido azul marino de seda que había elegido por sí misma, sin la aprobación de nadie más.

Algunas mujeres de la élite levantaron las cejas. No llevaba el collar de esmeraldas heredado de su suegra, ni los aretes recargados de la joyería familiar. En su lugar, unos pendientes de perlas pequeñas y un brazalete sencillo. Era un detalle, pero un detalle que gritaba independencia.

—Qué atrevimiento, querida —comentó Clara, una de las primas de Adrián, con una sonrisa envenenada—. Con un vestido tan sobrio casi pasas desapercibida.

Miranda la miró sin titubear. —Qué curioso. Y yo que pensé que la elegancia estaba en la actitud, no en los brillos.

Un murmullo de sorpresa recorrió el pequeño grupo que rodeaba a Miranda. Las mujeres, acostumbradas a verla callada y complaciente, no esperaban semejante respuesta.

—Bueno —intervino la señora Belmonte con voz autoritaria—, lo importante es que recuerdes siempre que una esposa digna acompaña a su marido y enaltece su nombre.

Miranda sostuvo la mirada de su suegra, con un dejo de sonrisa en los labios. —Una esposa digna también merece un lugar propio, señora Belmonte. No estamos en el siglo XIX.

El silencio se hizo pesado, y Adrián, que había estado conversando con un socio a unos pasos, volteó de inmediato. Vio a su madre petrificada y a su esposa erguida, tranquila, como si el salón entero no la estuviera observando.

—Miranda —dijo Adrián acercándose, con una sonrisa forzada que intentaba suavizar la tensión—, querida, ¿vienes conmigo?

Ella lo miró, ladeando apenas la cabeza. —Por supuesto.

Lo tomó del brazo, pero esta vez no como la mujer que seguía dócilmente el paso del marido poderoso, sino como alguien que elegía caminar a su lado. Adrián lo sintió, aunque no dijo nada. Sonrió para la galería, pero por dentro ardía.

El trayecto en el auto fue un silencio absoluto. Adrián conducía con el ceño fruncido, la mandíbula apretada. Miranda apoyaba la cabeza contra el vidrio de la ventana, observando las luces de la ciudad que desfilaban como un río interminable.

Finalmente, él habló.

—¿Qué demonios intentabas lograr esta noche?

Miranda giró el rostro hacia él. —Lo que hago siempre últimamente, Adrián. Ser yo misma.

—¿Tú misma? —bufó él, sin apartar la vista del camino—. Tú misma no le replicas a mi madre delante de todos.

—Entonces tu madre debería aprender a no dar órdenes como si yo fuera una criada —replicó Miranda con calma, pero con filo en la voz.

Adrián apretó con más fuerza el volante. —Me dejaste en ridículo, Miranda.

—No, Adrián —dijo ella, inclinándose un poco hacia él—. El ridículo es fingir que todo es perfecto mientras vivimos como extraños bajo el mismo techo.

El silencio volvió a reinar, pero era un silencio cortante, cargado de electricidad. Adrián no dijo nada más hasta llegar a la mansión.

Al entrar, él cerró la puerta con un golpe más fuerte de lo habitual. Miranda dejó el bolso en la mesa del recibidor y se quitó los tacones lentamente, disfrutando de su propio desafío.

—Vamos a hablar —dijo Adrián, con voz grave.

—Por fin —replicó ella, cruzando los brazos—. Pensé que te pasarías la vida ignorándome.

Él se acercó, imponente, con esa presencia que solía doblegar a cualquiera. —Soy tu esposo, Miranda. Hay cosas que no puedes decir en público.

Ella lo miró sin parpadear. —Soy tu esposa, no tu sombra.

La frase lo golpeó como un latigazo. Adrián dio un paso más, quedando a escasos centímetros de ella. La respiración de ambos se mezclaba, caliente, agitada.

—Eres más insolente cada día —murmuró él, con un tono en el que se confundían la rabia y la fascinación.

—No, Adrián. Solo estoy dejando de callar.

La tensión era insoportable. Sus ojos se clavaron en los de ella, brillando con un deseo que trataba de negar. Un impulso más fuerte que su orgullo lo dominó: la tomó del rostro y la besó con fuerza, como si quisiera poseerla, callarla, reclamarla de una vez por todas.

El beso fue intenso, desesperado, una mezcla de rabia y pasión contenida. Miranda, por un segundo, sintió el vértigo de lo que siempre había soñado en sus años de universidad: los labios de Adrián, el hombre que tanto había amado en silencio. Pero la realidad la golpeó de inmediato.

Con ambas manos, lo empujó con firmeza.

—¡No! —dijo, jadeante, con los ojos húmedos—. No puedes besarme para callarme. Eso ya no funciona conmigo.

Adrián la miró, confundido, con el pulso acelerado, el deseo ardiendo en cada fibra.

—¿Qué estás haciendo conmigo, Miranda? —preguntó en un susurro ronco, casi quebrado.

Ella se irguió, altiva, con la voz firme. —Mostrándote que no soy tu adorno.

Y, sin más, giró sobre sus talones y subió las escaleras con pasos firmes. Al llegar al dormitorio, cerró la puerta con llave, apoyando la frente contra la madera mientras las lágrimas que había contenido finalmente rodaban por su rostro.

Abajo, Adrián permanecía inmóvil en medio del salón, con el corazón desbocado y un desconcierto que nunca había sentido. Por primera vez en su vida, Adrián Belmonte no sabía si odiaba o deseaba más a la mujer que llevaba su apellido.

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