Mundo ficciónIniciar sesiónAura Vidal, una fisioterapeuta con una hija de 5 años al borde de la ceguera, se transforma cada noche en "Vesper", la bailarina enmascarada que oculta la desesperación tras un antifaz. Su única motivación: conseguir hasta el último centavo para el urgente trasplante de córnea de su hija. Su camino se cruza con Ramiro, un tenista de élite destrozado por una grave lesión en el hombro. En la oscuridad, en una bruma de dolor y licor, Ramiro le arroja el salvavidas que Aura necesita: la suma exacta para salvar a su hija... a cambio de una sola noche. Ella acepta. La máscara oculta la vergüenza, y solo sus ojos quedan grabados en la memoria de Ramiro. El destino no es cruel, es un sádico. Una cirugía de emergencia en el hombro de Ramiro lo obliga a buscar rehabilitación inmediata. La mujer contratada para sanar el brazo que lo devuelve a la vida es... Aura. ¿Podrá Aura mantener el secreto? ¿Reconocerá Ramiro quién es la mujer que lo salva? ¿Podrán escapar de la pasión que nació en la oscuridad y que ahora amenaza con consumirlos por completo a la luz del día?
Leer másEl foco rojo y azul bañaba la tarima, haciendo que el cromo pulido del tubo pareciera una columna de fuego frío. Aura Vidal había desaparecido; solo quedaba Vesper, la diosa enmascarada del deseo.
Su uniforme era una declaración audaz: un corsé de encaje escarlata que apenas contenía la plenitud de sus senos redondos y firmes, y unas tiras de tela atrevidas que desaparecían en la curva de sus glúteos sensuales. Cada músculo en sus piernas, tonificado por años de trabajo como fisioterapeuta y un año de danza nocturna en El Oráculo, se tensaba y liberaba con una precisión devastadora. Era la antítesis de la sanadora que aplicaba compresas calientes de día. Era pura tentación, de noche.
La música tecno pulsaba a un ritmo tribal que exigía movimiento. Vesper se aferró al tubo, elevando su cuerpo en un giro perfecto. La gravedad la desafiaba, pero su fuerza la doblegaba.
Giro. Fuerte. Arriba.
El movimiento la elevó y, por un instante, el techo de El Oráculo desapareció, reemplazado por la imagen del Doctor Herrera.
"Es un milagro, Aura. Lía tendrá una oportunidad."
Vesper bajó lentamente por el tubo, deslizando su cuerpo como una serpiente. Su cadera dibujaba círculos lentos, un lenguaje de seducción que ella dominaba. Los hombres abajo la miraban con ojos hambrientos.
Deslizar. Lento. Seducir.
El recuerdo se estrelló: “El trasplante de córnea cuesta doscientos mil dólares." El número, gélido.
Ella se dejó caer en un split perfecto, extendiendo una pierna en el aire. La pose era de dominio absoluto, pero su mente gritaba pánico. Llevaba un año, desde el diagnóstico de la Distrofia Corneal de Lía, bailando, arrastrándose centavo a centavo. Pero este nuevo costo, esta nueva meta urgente, la obligaba a hacer horas extra, noches seguidas, sintiendo el agotamiento morderle los huesos.
Respirar. Sonreír (aunque la máscara lo oculte). Cobrar.
Se incorporó con un movimiento ágil y electrizante. El público rugió. Ella giró de nuevo, impulsándose con la pierna. Sus ojos color miel, lo único visible bajo el terciopelo de la máscara, estaban fríos, distantes. Mientras sus curvas perfectas y su cuerpo de diosa prometían fantasías, el alma de Aura Vidal estaba a miles de kilómetros, en una habitación infantil, cuidando una pequeña luz que se extinguía.
Ella se inclinó hacia un cliente que le extendía un billete. Su escote se acentuó, el aliento caliente del hombre la rozó. El asco era un nudo, pero el billete era la sangre que Lía necesitaba.
Vesper no era deseo. Vesper era sacrificio. Cada giro era una súplica. Cada caída sensual era una traición necesaria.
Sentado en la barra, a una distancia prudente del brillo del escenario, Ramiro Zúñiga estaba ebrio y roto. La rabia por el diagnóstico de su lesión, la humillación de su carrera interrumpida, lo habían llevado a la desesperación de esa cueva.
La presencia de Vesper fue un escalofrío que lo alcanzó antes que la vista. Él pudo verla; ella, en su trance, era ajena a su espectador.
Sus ojos, turbios por el whisky, se levantaron. La figura en el tubo parecía un espejismo carmesí y negro. No era una mujer; era un castigo. Su cuerpo era un arma cincelada, pero el misterio de la máscara la hacía inalcanzable, una fantasía proyectada.
Ramiro apretó el vaso. Se sentía acabado, como un motor fundido. Su lesión lo había convertido en un inútil. La bailarina, en cambio, era la definición misma del poder y el control físico.
La música subió. Vesper ejecutó un movimiento que la dejó suspendida a pocos metros de él, con la cabeza hacia abajo, mirándolo directamente.
Él sintió que el alcohol le nublaba la vista por un instante, pero no apartó los ojos de esa imagen que desafiaba a la gravedad. La luz roja acentuaba la tensión de su abdomen plano y los músculos de sus muslos.
Ramiro soltó la primera frase, un gruñido ahogado por el whisky, un reclamo a la oscuridad:
—¿Quién eres, fantasma?
Ella se deslizó hacia arriba, volviendo a la vertical. Se acercó al borde de la tarima, justo frente a su mesa, sin dejar de moverse. Sus ojos color miel perforaron la borrosidad de su ebriedad.
— Soy tu último deseo.
La frase fue un escalofrío. Ella giró y se alejó. Ramiro se quedó paralizado, sintiendo un extraño chispazo de reconocimiento que su mente, saturada de alcohol y dolor, no pudo identificar. Pero el daño ya estaba hecho. Había visto a Vesper, y la adicción había nacido. Ella era la única medicina que podía curar la amargura de su caída.
Ella se movía, y el mundo se detenía.
En la penumbra que abrazaba El Oráculo, los clientes de la barra se inclinaban hacia el escenario, hipnotizados por la danza. Sus ojos fijos seguían cada contracción, cada curva de su cuerpo. Uno tras otro, casi en trance, sacaban de sus bolsillos fajos de billetes arrugados que caían sobre el escenario como ofrendas. Para ellos, era la encarnación perfecta de la tentación; la realidad no existía.
Vesper recogió el fajo de billetes y desapareció por el telón lateral. De vuelta en el camerino, Aura se quitó la máscara y vio los dólares. Un paso más cerca de la vista de Lía. Un paso más lejos de sí misma.
La noticia de la cirugía inmediata convirtió la sala de espera en un purgatorio silencioso. Lía ya estaba en manos del equipo quirúrgico, y la atmósfera se había tornado densa, suspendida entre la vida y la posibilidad de la tragedia.Aura y Elvira se sentaron en el área de espera privada, una junto a la otra. Elvira intentó tomar la mano de Aura, buscando un contacto reconfortante, pero esta la mantenía cerrada sobre su regazo, tensa como una cuerda de violín.Cada minuto se estiraba hasta convertirse en una hora. La tensión era palpable, un campo de fuerza que las aislaba del resto del hospital. solo el tic-tac lento y punzante del reloj de pared y el murmullo distante del personal.Aura no se permitía ningún atisbo de debilidad. Su mente, hipersensible por el agotamiento, revivía el terror de la noche anterior, el sacrificio, la negociación, todo el horror pagado para llegar a este instante. No se permitía llorar ni temblar. Solo una palabra la sostenía, grabada a fuego en su volu
La velocidad era un intento desesperado de exorcismo. Cada kilómetro devorado por el asfalto no hacía más que alimentar el vacío punzante de su vida como atleta.Ramiro condujo sin rumbo. Recorrió avenidas, se metió en carreteras secundarias, la velocidad del auto era el único paliativo para el vértigo de su frustración. Necesitaba quemar la adrenalina, pero sobre todo, necesitaba castigarse por el placer que había sentido y por la esperanza que esa mujer acababa de encender y apagar al mismo tiempo. Después de un tiempo que no supo calcular, la necesidad de un ritual familiar lo atrajo. La única verdad constante en su vida: el tenis.Ramiro giró hacia el norte, hacia El Royal Tennis Park (RTP) , el lugar donde había aprendido a golpear una pelota por primera vez. Aparcó el auto frente a la cancha número tres. El sol de la tarde se filtraba por las palmeras, y el lugar estaba casi desierto. Ramiro no buscaba una pareja de dobles ni la red. Se dirigió al fondo de la pista, donde se al
El portazo de Ramiro había sido un acto de autoprotección, un sello brutal contra el mundo de la obligación y el juicio. Dejó a Emilia en el caos de su sala y se arrastró a la ducha, despojándose de la ropa maloliente y desarreglada. El dolor punzante en el hombro inmovilizado era, en ese momento, una molestia lejana; la herida más profunda era el orgullo hecho añicos.Se metió bajo el grifo y abrió el agua al máximo. La calidez envolvente del chorro, inicialmente buscada para desentumecer el cuerpo maltrecho, pronto se sintió como una segunda piel. Apoyó las palmas de las manos en las baldosas mojadas de la pared, la cabeza gacha bajo la cascada. El vapor espeso y asfixiante creaba una cápsula de soledad. No había arrepentimiento en él; solo una necesidad primordial de reemplazar la furia impotente con algo más tangible, más visceral, más propio.Mientras el agua lamía sus antebrazos, sus ojos, medio cerrados, se fijaron en la pequeña mancha de carmín rojo intenso cerca de su muñeca.
La luz se filtraba como dagas a través de las cortinas automatizadas del apartamento de soltero de Ramiro Zúñiga. Un ático que ocupaba la planta completa de la Torre Aurum, con vistas inigualables a la ciudad, lleno de mármol pulido y arte contemporáneo, que gritaba "tenista famoso mundialmente". Sin embargo, en ese momento, la ostentación del lugar no era más que un decorado irónico para el desastre personal.Ramiro abrió los ojos. Un vórtice de confusión y náuseas lo absorbió de inmediato. El mundo daba vueltas, y un dolor de cabeza palpitante retumbaba con la fuerza de un smash fallido. Estaba tirado en el suelo, junto a un sofá de diseño que, por la noche, había servido como una cancha improvisada de lucha libre contra sí mismo.No sabía cómo había llegado allí. La última imagen clara era la barra de un club privado y el sabor amargo de un vaso de whisky. Al intentar incorporarse, el brazo derecho —el mismo brazo que había ganado torneos— protestó con un dolor agudo y punzante que
El sol estaba saliendo apenas. Aura sintió que el agotamiento la golpeaba, un peso físico sobre sus hombros, pero la adrenalina del dinero y la misión cumplida la mantenían en pie. Había terminado. Se puso su abrigo, sintiendo el vacío bajo la piel donde la humillación aún picaba, y tomó su bolso. Lo había conseguido. Ahora, cada segundo la acercaba a la curación de Lía.Necesitaba despejar su agenda. Se dirigió al hall de "El Oráculo," su teléfono en la mano, y marcó el número de Silvana, su mejor amiga y colega fisioterapeuta.El reloj de su teléfono marcaba las 5:30 AM. Silvana contestó al quinto tono, su voz era un murmullo somnoliento y preocupado.—¿Hola? ¿Quién llama a estas horas?—Silvana, soy yo, Aura. —La voz de Aura era apenas un susurro, cargado de una emoción indescifrable.—¿Aura? Dios mío, ¿qué ocurre? —Silvana despertó de golpe, la alarma en su voz palpable—. ¡Son las cinco de la mañana! ¿Te pasó algo? ¿Le sucedió algo a Lía?—No, no... escucha, necesito un favor, un
–Flashback–La luz brillante de la oficina del médico era el opuesto cruel a la oscuridad del camerino. Ramiro Zuñiga estaba sentado, no en el sofá de un club nocturno, sino en una camilla fría, el hombro de su brazo dominante, el de la raqueta, dolorido y vendado.El Doctor Selig, un especialista en lesiones deportivas con un prestigio mundial, deslizó una placa de rayos X iluminada.—Míralo, Ramiro —dijo el médico, señalando una sombra oscura cerca de su hombro. —El desgarro del manguito rotador es extenso. Más grave de lo que temíamos.Ramiro miró la imagen, que parecía una foto de su ruina. Era un hombre de treinta años que había vivido y respirado por la perfección de su brazo derecho.—¿Qué significa eso? —La voz de Ramiro era baja, controlada, pero con un filo de hielo.El médico se quitó las gafas, su rostro grave.—Significa cirugía inmediata. Fisioterapia agresiva. Y lo crucial, Ramiro: no podrás competir ni entrenar a nivel profesional durante un año completo.¡Un año!La p
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