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Venganza y  Amor en las Sombras
Venganza y Amor en las Sombras
Por: Nix
Capítulo 1: El reflejo en el cristal

El cristal de mi oficina refleja la ciudad como un cuadro en movimiento que cuenta su propia historia. La avenida principal late de autos y luces rojas, como venas congestionadas que palpitan al ritmo frenético de la tarde. Desde aquí, en el piso treinta y dos, todo parece ordenado; allá abajo, en cambio, manda el caos que decide cuándo una negociación se gana y cuándo una familia se desploma.

Apoyo la mano sobre el escritorio de nogal oscuro y evalúo lo que proyecta mi imagen. Traje negro que cae exacto sobre los hombros. Camisa de seda color marfil, cuello limpio, líneas rectas. Labios pintados en rojo; no un rojo que pida permiso, sino uno que advierte. Quien entra a esta oficina mide sus palabras o aprende por las malas.

En mi mundo, la primera impresión es un arma, y yo nunca entro desarmada. Ese cosquilleo en la nuca me visita antes de cada batalla. No es miedo: es el cuerpo afilando sus sentidos. Crecí en una casa donde la lealtad pesa más que los contratos y donde un error a tiempo cuesta menos que una duda a destiempo.

—Señorita Montenegro —la voz de Lucía corta el silencio con precisión—, su padre la espera en la sala de juntas.

Mi mandíbula se tensa. Alejandro Montenegro no es un hombre que «espere» a nadie. Es de los que hacen que los demás esperen. Si vino hasta aquí, a mi empresa y no se quedó en su residencia rodeado de aduladores, algo se corrió de sitio.

Recojo la tablet, cierro la carpeta con los informes y camino hacia la puerta. Los tacones resuenan en el mármol gris con ese ritmo que me acompaña desde niña: metrónomo de guerra. La recepcionista baja la mirada cuando paso; en ese gesto hay respeto, y también el eco de un temor útil. En este edificio cada quien entiende su lugar. Esa claridad nos mantiene vivos.

—¿Quiere que le lleve café? —pregunta Lucía, siguiéndome a un paso.

—Doble. Sin azúcar —respondo sin mirarla—. Y llama a Jurídico. Quiero los estados actualizados antes de las cuatro.

El pasillo es un corredor de luz cálida y paredes pulcras. A medida que avanzo, el aire cambia de temperatura; la alfombra absorbe el ruido, pero yo escucho lo que importa: mi respiración medida, el golpe firme de mis pasos, el hielo del whisky de alguien en la sala contigua. Detalles. Siempre detalles.

Doblo en la esquina. La puerta de la sala de juntas es una losa de madera impecable con herrajes de acero pulido. El umbral tiene un brillo distinto hoy, como si supiera lo que se va a decir dentro. No me gusta la superstición, pero sé leer señales.

—¿Está bien? —susurra Lucía, porque me conoce el gesto.

—Define «bien» —respondo, y dejo que se trague la réplica.

Respiro hondo. En mi cabeza se acomoda una imagen antigua: el tablero de ajedrez del salón, las manos de mi padre moviendo la reina con ese respeto exagerado que nunca entendí. «La reina es libertad», decía. «La reina decide el mapa del tablero». No dijo «la hija». Dijo «la reina».

Ajusto la chaqueta, enderezo la espalda, roteo el cuello hasta que cede la rigidez. El reloj del pasillo marca y desmarca segundos como si fueran fichas. El latido en mis sienes acompasa el compás. Nada de esto es nuevo. Lo nuevo es que hoy él vino hasta mí.

Apoyo los dedos en el picaporte. Está frío. El metal siempre dice la verdad. Pienso en la palabra «problema» y en cómo suena en la boca de Alejandro: no es alarma, es sentencia. Él no trae preguntas. Trae decisiones.

—Alessia —murmura Lucía, apenas—. ¿Quiere que me quede?

—No. Espera afuera —ordeno.

Su sombra se detiene un paso detrás. La mía trepa por la madera y me devuelve una versión que no parpadea. El mundo allá abajo sigue corriendo. Aquí, en cambio, todo se sostiene en una línea. Abro la puerta y cruzo el umbral.

¿Qué hace Alejandro Montenegro en mi empresa a esta hora… y por qué ahora?

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