En esta ciudad nadie duerme, y los que mandan no necesitan hacerlo. Las luces de neón solo sirven para ocultar la mugre, los cuerpos y las traiciones. Yo vine a tomar lo que era mío: el control, el respeto, el trono. Para eso tenía que destruir a Carlo, y sabía que la llave era su amante: Lorena. Una bailarina de cabaret con piernas de escándalo, lengua afilada y un talento natural para enredarte antes de que te des cuenta. Me acerqué a ella para manipularla. Para arrancarle lo que sabía. Pero cometí el peor error que puede cometer un tipo como yo: subestimarla. Porque Lorena también jugaba su propio juego. Y mientras yo creía tenerla donde quería, ella ya me tenía marcado. Esto no es una historia de amor. Es una guerra a fuego lento entre dos animales heridos, donde el deseo golpea tan fuerte como la desconfianza, y donde cada caricia puede ser un arma. Nos traicionamos con la misma intensidad con la que nos deseamos. Y si uno de los dos cae, el otro no piensa llorar. "Al ritmo de la noche: La dama y el jefe" no es para corazones blandos. Es para quienes saben que a veces amar y destruir es la misma maldita cosa.
Leer másPrólogo.
En la penumbra del cabaret, bajo el brillo decadente de las luces rojas, el humo espeso flotaba como un secreto no compartido. Lorena movía su cuerpo al ritmo de la música lenta, pero su mente estaba lejos. No era solo la bailarina estrella del club, sino también la mujer del hombre más temido de la ciudad: Carlo. Él la había sacado de las sombras, elevándola a una vida de lujo, poder y celos. Pero en su mundo, todo tenía un precio, y lo que brillaba más fuerte a menudo era lo primero en arder. Y luego apareció Ruiz. Con su traje impecable y su sonrisa torcida, Ruiz no era el tipo de hombre que pasaba desapercibido. La ciudad empezaba a susurrar su nombre, temido y deseado a partes iguales. Él no necesitaba promesas; la gente caía a sus pies por voluntad propia o por necesidad desesperada. No era diferente con Lorena. La había visto una vez, y desde entonces su destino estaba sellado. No porque la quisiera —eso sería demasiado simple—, sino porque necesitaba de ella para destruir a Carlo. Entre risas falsas y copas medio vacías, la guerra de poder comenzaba, no en las calles, sino en las sombras del cabaret, donde las luces engañaban tanto como las sonrisas. Lorena, impaciente e interesada, siempre había jugado con fuego, pero esta vez, el calor que sentía no venía solo del deseo. Venía del peligro. ........ 1. Todo empezó una noche cualquiera, en uno de esos cabarets de mala muerte donde el humo se mezcla con el sudor, el perfume barato y el ruido de los vasos rotos. El tipo de lugar donde nadie pregunta tu nombre y todos suponen que venís huyendo de algo. Y ahí estaba ella. Lorena. La perla de la noche, dicen. Pero no esa clase de perla que se guarda en una vitrina de terciopelo. No, Lorena es de las que te escupen en la cara si la mirás mal. Una joya sin pulir, con las aristas tan afiladas que podés cortarte si no sabés cómo tocarla. Bailarina de cabaret, sí. Pero no una cualquiera. No es solo su cuerpo, ni su forma de moverse como si odiara cada centímetro de piel que expone. Es su mirada. Esa que te dice sin palabras que no le importás, que sos reemplazable. Que ella, en cambio, no. Yo, Ruiz, la vi por primera vez entre las luces rojas del escenario, envuelta en lentejuelas falsas y resentimiento. Me bastó un minuto para saber quién era en realidad: una mujer acorralada. Por la vida, por las deudas, por un cabrón llamado Carlo que la tiene como adorno y la descuida como si no supiera lo que tiene entre las manos. Y eso, amigos, es lo que la convierte en perfecta para mi plan. Carlo, el rey de los trapos sucios, mueve una red de tráfico más sucia que los baños de ese antro. Yo vine a cortarle las alas. No por justicia —no me interesa—, sino por poder. Y en esta partida, mi jugada maestra se llama Lorena. Ella no me vio llegar. Nadie lo hace. Me acerqué con mi mejor sonrisa, esa que siempre funciona, incluso con mujeres que preferirían arrancarse una uña antes que confiar en otro hombre. —¿Vas a pedirme algo o solo venís a calentar la silla? —me lanzó sin mirarme, con la voz cargada de desprecio. La adoré al instante. —Un trago para vos, y uno para mí. Vamos, Lorena. No me digas que Carlo te mantiene sobria. El nombre la hizo tensarse. Bingo. Esa grieta en la armadura, esa duda oculta. Yo ya sabía que Carlo no la trataba bien. La información me llega de todas partes, como el humo en ese lugar: sucio, pegajoso y útil. Solo tenía que empujar un poco más. —¿Y a vos qué te importa lo que haga Carlo? —preguntó, con el tono justo entre desconfianza y curiosidad. Ah, la curiosidad. No mata al gato, lo convierte en herramienta. Me acerqué, lo suficiente para que oliera mi colonia y la amenaza envuelta en terciopelo. —Digamos que me gusta cuidar de lo que otros tiran a la basura. Por primera vez, titubeó. Fue un segundo, una grieta mínima. Pero yo sé leer a la gente. Ella estaba tentada. No de mí, claro, no todavía. Pero de la idea. De una salida. Con los días, fui ganando terreno. No fue fácil. Lorena tiene un carácter que haría temblar a un sicario. Pero yo tengo paciencia, y un objetivo claro. Un cumplido sutil, una mirada con doble filo, una promesa disfrazada de casualidad. Todo bien calculado. Ella quería algo. Más de lo que Carlo le daba. Más que su camerino con olor a perfume vencido. Quería control. Quería ser algo más que un cuerpo que se sube a una tarima. Y yo le ofrecí eso: poder, libertad, la ilusión de que podía ser ella quien eligiera el próximo paso. —Dime, Ruiz —me dijo una noche, mientras se desmaquillaba frente al espejo, rodeada de luces amarillentas—. ¿Cuál es tu verdadero plan? No soy estúpida. Sé que los hombres como vos no se acercan sin una razón. Me encantó su franqueza. Porque ahí estaba la otra cara de Lorena. La que el público no ve. Una mujer inteligente, cansada de fingir que no le importa estar atrapada. —Carlo está por caer. Y vos tenés dos opciones: caer con él, o aprovechar la oportunidad. Cruzó los brazos, evaluándome. Sabía que estaba calculando, que no creía ni la mitad de lo que decía. Pero también sabía que ya había picado el anzuelo. Porque no se trataba de mí. Ni siquiera de Carlo. Se trataba de ella. De lo que merecía. De lo que nunca nadie le había dado. Así fue como entró en el juego. No porque me creyera. No porque confiara. Sino porque necesitaba algo a lo que aferrarse antes de ahogarse por completo. Y en eso, yo era perfecto. Ahora, si me preguntás si tengo todo bajo control, te mentiría si dijera que sí. Porque Lorena no es una ficha más. Es impredecible. Volátil. Me atrae más de lo que quiero admitir, y sé que eso es un problema. Peor aún: empiezo a sospechar que ella también lo sabe. Y eso... cambia las reglas del juego. Esa misma noche, después de que se fue sin decir adiós, revisé el bolsillo interior de mi chaqueta. La llave que había escondido ya no estaba. Lorena se está moviendo sola. Y yo no sé si estoy empezando a perderla… …o si recién ahora está empezando a jugar.Narra Dulce.La enfermera se va como vino: sin saludar, sin mirar, sin hablarme siquiera, como si yo fuera apenas un mueble más en esta habitación demasiado blanca, demasiado tranquila, demasiado hecha para borrar lo que una es.Escucho cómo la puerta se cierra detrás de ella, cómo la cerradura automática chasquea con ese sonido seco y cruel que siempre me recuerda que no soy libre.Y entonces todo vuelve a quedarse en ese silencio espeso que parece vacío, pero que en realidad está lleno de cosas que nadie quiere nombrar.El silencio acá no es paz.Nunca lo fue.Es el ruido más fuerte que tiene este lugar.Espero.No me muevo.No respiro profundo.Solo cuento los segundos en mi cabeza, como si pudiera controlar el tiempo si lo nombro.Ciento doce.Ese es el número exacto que tarda en llegar al otro extremo del pasillo, en perderse en su rutina de medicamentos, registros y pasillos pulcros.Ahí me levanto.No con apuro, no con torpeza, sino con esa calma densa que vi en papá tantas vec
Narra Tomás Villa.No hay música.No hace falta.El verdadero silencio es una orquesta cuando el mundo contiene la respiración, cuando cada alma expectante se inclina hacia adelante, atrapada en una pausa que no entiende, pero intuye como trascendental.Yo soy esa pausa.Yo soy el vértice de todos los ojos. Incluso de los que no se atreven a mirar.Desciendo.Los escalones del palco crujen, pero no por viejo: por historia. Porque cada paso mío en este teatro resucita algo. Un vestigio de lo que fui. Un eco de lo que soy.El pasamanos de madera fue pulido hace tres días. Mandé a lijarlo yo mismo. Ordené cada mínimo detalle: el barniz, la temperatura del aire, la calibración de las luces cenitales. Nada de esto está aquí por azar.Esto es diseño.Esto es destino.Este es mi acto final.Ruiz me espera en el centro del escenario.De pie.Inmóvil.Como un gladiador al que todavía no le mostraron al león.Y sin embargo, lo sabe.Sabe que el rugido está cerca.Lo lleva en la espalda, apretán
Narra Ruiz.Esto no es un teatro.Es una emboscada con forma de recuerdo. Una ilusión construida a propósito para apretar heridas que nunca cerraron, para agitar el barro donde otros ya se ahogaron, para que yo me sienta humano justo cuando no puedo darme el lujo de serlo.El piso cruje debajo de mis botas como si me hablara, como si la madera vieja, restaurada a propósito, reconociera mis pasos. Huele a polvo recién barrido, a terciopelo envejecido con perfume barato. Todo está puesto para dar la impresión de una historia antigua, pero yo sé reconocer una puesta en escena cuando la tengo enfrente. Esto no es historia: es diseño. Y quien lo diseñó sabe perfectamente a quién estaba esperando.Estoy solo. No porque no haya nadie, sino porque me dejaron estarlo. Porque me quieren solo. Quieren que me sienta aislado, expuesto, rodeado por paredes invisibles. Y sí, me siento observado. Como si cada paso que doy se transmitiera en una sala donde otros, cómodos y con el culo en sillones, se
Narra Tomás Villa.La belleza de un plan no está en su eficacia, sino en su precisión estética.Eso me lo enseñó el teatro mucho antes que la muerte.Porque en el escenario, como en el crimen, no se trata solo de hacer lo que hay que hacer. Se trata de cómo lo haces. De qué luces lo iluminan. De cuántas respiraciones contenidas logra sostener una escena antes del clímax. De los silencios, sí. De los putos silencios.Por eso esta noche no es una ejecución.Es una obra.Y yo soy su director.Desde la sala de control, veo todo. Los hilos se tensan, las luces obedecen, el humo acaricia los bordes del escenario como un fantasma antiguo. Ruiz está ahí abajo, como lo imaginé tantas veces. Sólido, desconfiado, buscando a la hija como si todavía creyera que puede salvar algo. Como si no supiera que hace años que todo está perdido.No me ve, todavía.Y eso me gusta. Me excita, incluso.No sexualmente. No como lo haría un hombre común.Es una excitación intelectual. Estética. La vibración del do
Narra Ruiz.Las luces no me ciegan.Eso es lo primero que noto. No son los reflectores burdos que uno espera en una trampa: no hay destellos, ni sombras violentas, ni esos contrastes agudos que revelan el artificio. No. Las luces acá son teatrales, sutiles, bien colocadas, como si alguien hubiese pasado horas diseñando el ángulo exacto para que cada rincón del escenario contuviera más de lo que muestra. Una penumbra pensada. Un juego óptico que no deja nada al azar. Todo está dispuesto para que me vea. Para que cada paso que doy, cada respiración que exhalo, cada músculo que tenso, resuene como una línea escrita de antemano en un libreto que yo nunca leí, pero que alguien —muy seguro de sí mismo— asumió que iba a interpretar igual.Como si ya supieran cómo camino cuando tengo miedo.Pero yo no camino con miedo.Camino como camina un hombre que ya lo perdió todo. Que no arrastra arrepentimientos ni guarda ilusiones. Camino como caminan los que sólo siguen avanzando porque no tienen otr
Narra Lorena.No sé cuánto tiempo pasó desde que escuché la primera nota, esa vibración lejana, ese murmullo que trepa por los muros como una serpiente hecha de sonido. Una nota real. No un recuerdo ni un eco ni una alucinación, sino algo concreto. Un piano. O quizás un teclado digital emulando con torpeza la dignidad de la madera y el marfil. No es una melodía, no todavía. Es más bien un zumbido con pretensiones de armonía, como si alguien estuviera afinando una orquesta con los huesos de sus víctimas, sacándole música a la tensión, al temblor, al espanto mismo.El aire en la sala donde me tienen ya no es el mismo. Antes tenía ese perfume dulzón, impostado, mezcla de desinfectante y rosas marchitas, como si intentaran enmascarar el encierro con una fragancia que no engañaba a nadie. Ahora huele a madera quemada, a electricidad derritiendo cables, a algo que se acerca demasiado al caos como para no tener consecuencias. Y eso me dice algo. Me lo dice sin decirlo: el show empezó. Y lo q
Último capítulo