Capítulo 4. El jugador

El mármol negro de mi escritorio absorbe la luz de la lámpara como si se alimentara de sombras. La superficie pulida devuelve mi rostro sin concesiones, junto a la línea perfecta del portaplumas y la caja de madera donde guardo las fichas que marcan operaciones. No hay papeles fuera de lugar, no hay polvo en las esquinas, no hay un cable visible. El orden, aquí, no es una manía; es un recordatorio diario de que quien controla su entorno controla el juego.

Desde la última planta del edificio Morello, la ciudad se extiende como un tablero de ajedrez recién dispuesto. Las avenidas son líneas rectas que convergen hacia el puerto; los edificios, torres con gargantas de vidrio. La gente se desplaza como peones que avanzan sin saber quién los empuja.

Me acerco al ventanal y apoyo la palma sobre el frío del cristal. La bahía parece tranquila, pero esa calma siempre miente. Lo hace para que los hombres confiados bajen la guardia. La puerta se abre sin que yo dé permiso. Nadie lo hace, salvo él.

—Tenemos respuesta de Montenegro —dice Enzo, dejando un sobre negro sobre mi escritorio.

No lo toco. El sobre puede esperar. Quien se apresura ya perdió la primera jugada. Observo a Enzo sin hablar. La luz de la lámpara recorta su perfil: mandíbula dura, nariz recta, el corte casi militar del cabello. Huele a cuero y a la calle que viene de vigilar. Lleva veinte años conmigo, primero como un perro que muerde y ahora como un lobo que piensa antes de morder.

—¿Y? —pregunto al fin.

—El viejo está acabado. No tiene con qué pagar. —Abre la mano sobre el sobre y se aparta—. Pero la hija. Ella es la que lleva el timón ahora.

Giro la silla lentamente. No porque lo necesite, sino porque cada segundo de espera también es un movimiento calculado. El silencio enseña obediencia mejor que los gritos.

—Alessia Montenegro —digo, probando el nombre en la boca como quien calibra el peso de una bala.

—Exacto. —Enzo sonríe, sin excederse—. Inteligente, con fama de implacable. Y preciosa. Aunque eso no cambia que sea tu enemiga.

—En mi mundo, la belleza no es un adorno —replico, poniéndome de pie—. Es un arma. Y las armas, si no las usas tú, las usan contra ti.

Cruzo la sala y me detengo junto al ventanal. El puerto respira con ese rumor grave que solo se entiende de noche. Un buque maniobra más allá de las boyas; su estela corta el agua con disciplina. Las luces del muelle parecen un collar de oro tendido sobre la oscuridad.

—Quiero conocerla —digo.

—¿En persona? —pregunta Enzo, ladeando la cabeza.

—No todavía. Primero, una llamada. Quiero escuchar cómo reacciona al saber quién soy.

Regreso al escritorio, tomo el teléfono y marco el número que conseguí por la mañana. Dos tonos. El silencio entre uno y otro es el espacio donde a veces se desploma un imperio.

—¿Señorita Montenegro?

—Sí.

—Soy Dante Morello. Creo que ha llegado el momento de que nos conozcamos.

No responde al instante. No es miedo. Es cálculo. Reconozco esa pausa porque yo la uso. El micrófono recoge apenas su respiración. Es regular y, aun así, tiene filo.

—Cuando quiera —responde al fin, con acero en la voz.

Cierro los ojos un segundo. Esa firmeza me interesa más que su apellido. Una persona que sabe sostener el silencio sabe sostener el golpe. Sonrío de lado.

—Le propongo una conversación privada —añado—. Sin abogados. Sin testigos. Solo claridad.

—La claridad a veces hiere —contesta—. Aun así, prefiero verla a oscuras antes que en boca de terceros.

—Bien. —Miro a Enzo, que me observa sin parpadear—. Mañana, a primera hora.

—Mañana —repite. Suelta la palabra sin vacilación—. A primera hora.

Cuelgo y apoyo el teléfono sobre la madera con el cuidado con que se deja una pistola cargada.

No sabe aún en qué tablero está entrando. Pero lo descubrirá.

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