Capítulo 2: La propuesta

La sala de juntas está bañada en luz cálida, aunque el ambiente es frío. La mesa de caoba brilla como la espalda de un animal acechado. El aroma del cuero, el trazo metálico de las patas, los vasos alineados con simetría de quirófano. Todo impecable. Todo calculado.

Mi padre está al centro. El vaso de whisky a medio terminar. Los cubos de hielo chocan con un sonido cristalino que, en su mano, parece un metrónomo de mala noticia. Sus ojos me recorren como si buscaran una grieta por la que entrar. No va a encontrarla.

—Llegas tarde —dice sin preámbulos.

—Estoy en horario —dejo la tablet, tomo asiento—. ¿Qué ocurre?

Suelta un suspiro corto. En Alejandro Montenegro los suspiros no significan alivio. En su boca, siempre anuncian caída. Sus dedos tamborilean una vez, dos, tres, como contando hacia atrás.

—Tenemos un problema.

Cruzo las piernas. Entrelazo las manos sobre el regazo. No soy su hija aquí. Soy la ejecutiva a cargo de firmas que resisten temporales a fuerza de estrategia. En esta mesa no se bendicen matrimonios; se negocian guerras.

—¿Qué clase de problema?

—Uno que no puedes resolver sola. —Deja el vaso—. La deuda con los Morello ha crecido.

La palabra «deuda» no me asusta; es un idioma que hablo. Pero junto al apellido «Morello» adquiere otro peso. No son un banco. No envían cartas. Envían mensajes. Con ellos, una deuda no se anota: se tatúa.

—Creí que habías negociado con ellos —digo, modulando cada sílaba como quien desactiva una bomba.

—Negocié tiempo —responde, con los ojos más opacos de lo habitual—. Pero el tiempo se acabó.

Las palabras se quedan flotando entre nosotros como una cuerda bien tensada. Lo miro. Veo algo que no le había visto cuando lo cercaron en el consejo, ni cuando el mercado nos empujó a vender dos filiales en un mes. No es miedo. Es la sombra del hombre que entiende que el suelo se ha vuelto resbaladizo.

—¿Cuánto? —pregunto—. Quiero cifras, plazos, garantías.

—No hablaré de números hoy —ataja—. Hablaré de soluciones.

La palabra «soluciones» en su boca siempre tiene filo. El silencio se extiende como un mantel. Yo no lo rompo. Él tampoco, hasta que decide hacerlo.

—¿Qué quieres que haga? —lanzo, forzándolo a nombrar.

Se inclina hacia adelante con esa lentitud que usa para firmar sentencias. Ajusta el puño de la camisa. Acomoda el vaso un centímetro. Me mira. Cada gesto, una coreografía de control.

—Quiero que te cases con Dante Morello.

El mundo, por un segundo, late sin sonido. No escucho los autos, no escucho el aire, no escucho el hielo dentro del vaso. Solo mi sangre en las sienes. El cuero de la silla cruje cuando aprieto los dedos.

—No —respondo con una claridad que me sorprende—. No voy a unirme a esa familia.

Él no parpadea.

—No es una elección, Alessia. —Su voz cava—. Es la única forma de mantener el control de la empresa.

La risa que me sube es amarga, áspera, como un disparo seco. Es mi defensa para que el miedo no huela.

—¿Control? Entregarme a un mafioso no es control, es rendición.

—Es supervivencia.

Me levanto y camino hacia el ventanal. Apoyo la mano en el cristal. La ciudad está ahí, ajena. Yo no. Cuento hasta cinco. Vuelvo. Lo encaro.

—Si quieres venderme, al menos dime cuánto valgo.

—Vales lo suficiente para salvarlo todo —contesta sin pestañear.

—Dame los detalles —exijo, ajustando la chaqueta como si pudiera blindarme—. ¿Cómo, cuándo, bajo qué condiciones?

—El acuerdo es sencillo —dice, y la palabra «sencillo» se le quiebra un milímetro—. Te casarás con Morello. A cambio, la deuda quedará saldada y la familia conservará el control de Montenegro Holdings.

—«Sencillo» —repito, dejando que la comilla corte—. ¿Y qué más, padre? ¿Debo sonreír en las fotos y agradecer públicamente la humillación?

—No se trata de gratitud —responde—. Se trata de sobrevivir. Dante Morello es peligroso, sí, pero también un aliado poderoso si confía en ti.

—¿Y qué te hace pensar que puede confiar en mí? —pregunto, clavándole la mirada como si fuera un ancla.

No responde. Bebe. Deja el vaso. El ruido vuelve a sonar a sentencia.

—¿Cuánto tiempo tengo?

—Poco. —Se incorpora—. Yo hablaré con el consejo. Tú harás lo que debes hacer.

El silencio cae como una cortina gruesa. La luz no cambia, pero el aire pesa más. Él se alisa la chaqueta, recoge el saco, hace un gesto educado que en otro contexto sería ternura. Aquí es protocolo.

Da un paso hacia la puerta. Yo no me muevo. Él tampoco.

—Quiero que te cases con Dante Morello —repite, esta vez sin adornos.

Y cruza la salida, dejándome con la cuerda tensada en el pecho.

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