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Capítulo 5. La reina en movimiento

Enzo espera instrucciones, pero por un instante mi cabeza está en otro lugar: yo, con veinte años, sentado frente a mi padre, escuchándolo hablar de los Montenegro como se habla de serpientes hermosas. Recuerdo la ventana abierta de su despacho, el humo del habano formando un velo pesado en el aire, y la certeza que me dejó clavada en la piel: la sangre, tarde o temprano, busca su equilibrio.

—Ahora el tablero ha cambiado —murmuro, más para mí que para él—. El viejo Montenegro está en deuda y su hija está a punto de entrar en nuestro mundo. No será un simple pago.

—Será una alianza forzada —responde Enzo, con la naturalidad de quien aprendió a pensar como yo.

Sus palabras son un espejo de mi propia lógica. Con él, no necesito explicar demasiado. Le basta una frase para seguir la línea completa.

—Y un recordatorio para todos de lo que significa deberme algo.

El silencio se instala entre nosotros, tenso como un hilo que puede romperse en cualquier momento. Vuelvo a la silla de cuero, tomo el sobre negro que esperaba sobre el escritorio y lo abro con calma. Dentro hay un informe breve, pero suficiente: movimientos de capital congelados, líneas de crédito cerradas, dos contratos en revisión. El pulso de una empresa que intenta sostenerse con los dientes.

Mis labios se curvan apenas. No necesito aplastarles las manos; basta con dejar que se cansen de aferrarse al borde del precipicio.

—La deuda no se paga en dinero —le digo a Enzo, arrojando el sobre a la mesa.

—¿Entonces?

—Un matrimonio.

Él no se sorprende. Enzo nunca lo hace. Aprendió que conmigo lo inesperado no existe, solo lo inevitable. Su mirada, sin embargo, se endurece. Sabe lo que significa unir nombres en esta ciudad. Es mucho más que un contrato. Es un símbolo. Una marca en la piel.

—Eso ata su nombre al tuyo —afirma con voz firme—. Y su voluntad.

—Exacto. Eso vale más que cualquier cantidad.

La tarde se consume entre informes, cálculos y llamadas breves. El rostro de Alessia aparece una y otra vez en las fotos que acompañan los documentos: galas benéficas, portadas de revista, una sonrisa que parece ensayada frente al espejo. Cabello oscuro recogido en un moño elegante, hombros descubiertos en un vestido negro que habla de sofisticación y estrategia. No es una princesa protegida. Es una reina que aprendió a mover piezas para sobrevivir.

—Va a luchar —dice Enzo, apoyado en la mesa.

—Mejor —respondo sin apartar la vista de la foto—. Los que se rinden rápido no sirven para jugar.

Dejo que las sombras de la oficina se alarguen. El sol muere lentamente sobre los ventanales, tiñendo el piso de mármol de tonos rojizos. Le ordeno a Enzo que prepare otro sobre, sellado con el mismo negro impecable. Una reina. Siempre la reina.

Cae la noche. En la sala de juntas del piso privado, mis hombres me esperan. El murmullo cesa en cuanto entro. Raffaele alza una ceja, incrédulo, como siempre que mis planes no coinciden con la brutalidad que espera de mí. Cree que tomar la empresa sería lo más sencillo, que desangrar a Montenegro es suficiente. Yo le muestro que lo simbólico pesa más que lo inmediato.

—La hija —dice Enzo, como si recitara un veredicto.

Todos lo entienden. Nadie discute.

Esa misma semana, la oportunidad se presenta. El Museo de Arte Contemporáneo abre una exposición exclusiva. Su nombre está en la lista de invitados. Yo también me aseguro de estarlo, aunque llego tarde, a propósito. Quiero que la sala esté llena, que las luces estén en su punto más brillante, que la tensión sea casi palpable.

Desde la galería superior, la observo. Elegante, recta, sosteniendo una copa con la seguridad de quien conoce las reglas del espectáculo. Su risa corta el aire, discreta, pero firme, mientras conversa con un político que cree tenerla en la mano. No se da cuenta de que ella es quien lo sostiene a él, como si las palabras fueran hilos invisibles enredados en sus dedos.

—Podrías presentarte ahora —susurra Enzo, inclinado hacia mí.

—No. Hoy no es para que me conozca. Hoy es para que sienta que alguien la está mirando.

Y lo siente. Lo noto en la curva mínima de su labio cuando su mirada barre la sala con disimulo. El leve estremecimiento de su mano al dejar la copa en la mesa. No me ha visto. Pero me ha sentido.

Eso es suficiente. El juego ya comenzó.

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