Capítulo 8. El derrumbe

El correo llega a las ocho de la mañana, cuando aún no me he terminado el primer café. El asunto es seco: «Solicitud de crédito denegada».

Leo la primera línea una, dos, tres veces, como si el texto pudiera cambiar con el parpadeo. No lo hace. «La compañía no cumple los requisitos de solvencia ni presenta garantías suficientes para el desembolso».

El café se enfría en mi mano. Me quedo inmóvil, con los dedos agarrotados en la taza. No es solo una negativa: es un golpe directo a todo lo que llevo meses sosteniendo sobre mis hombros. El apellido Montenegro, la empresa, la herencia de mi padre, todo parece tambalear en un par de frases burocráticas.

La furia me impulsa a marcar de inmediato. El tono de espera suena eterno, hasta que por fin la voz del director financiero, un hombre al que conozco desde hace años por reuniones y cenas de negocios de mi padre, aparece al otro lado de la línea.

—Señor Montenegro… —empiezo, y me corrijo enseguida—. Señor Greco, soy Alessia.

Silencio. Y luego
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