Mundo ficciónIniciar sesiónMelisa, una brillante doctora, lleva una vida tejida con hilos de misterio y secretos inconfesables. Huye de un pasado nebuloso, tan encriptado que ni ella misma conoce sus verdaderos orígenes, y se aferra a la medicina como su ancla en un mundo incierto. Sobrevive cada día haciendo lo que más ama, pero su existencia precaria está a punto de desmoronarse. En medio de su huida, Melisa se ve arrastrada a una situación que la confronta con el peligro encarnado en Kostas Barone. Él no es un hombre cualquiera; es el temido Don de la mafia italiana, un líder implacable que libra su propia guerra interna por el control de su organización. En el fragor de esta batalla, sus caminos se cruzan de la manera más inesperada. Melisa, la doctora de alma compleja y pasado oculto, se convierte en el catalizador de un torbellino que desatará una guerra sin cuartel. Entre ellos nacerá una pasión tan intensa como incontrolable, un desenfreno que desafía toda lógica, y una ambición que superará los límites. Su amor será más peligroso que las propias armas que empuñan, un lazo que podría destruirlos o salvarlos, todo a costa de un precio inimaginable.
Leer másMELISA.
El chasquido de los guantes al salir de mis manos es un sonido que conozco bien, el eco del final de una batalla. La sangre, aún húmeda, me recuerda la vida que tuve en mis manos hace solo un minuto.
Camino con pasos pesados, casi como si mis piernas no me pertenecieran. Llego al lavamanos y abro la llave. El agua tibia cae sobre mis palmas, lavando la sangre y la tensión. Mis manos tiemblan, y no es por el cansancio. Es la adrenalina que abandona mi cuerpo.
La operación fue un desafío, el chico llego en un estado muy grave, tuvimos que reanimarlo tres veces, pero logre salvarlo, o por lo menos respira. Me gusta mi trabajo, salvar vidas pero yo cuando me miro en el espejo, solo veo una doctora. Un fantasma que salva vidas en un mundo donde el mío se perdió hace mucho tiempo.
¿Quién soy y porque no logro reconocerme?
El agua sigue corriendo, y yo me obligo a mirar mis manos ya limpias, intentando que mi mente se quede quieta y no se haga preguntas tontas que jamás tendrán respuesta.
—Doctora —dice una voz suave, la de Ana, una de las enfermeras que me asistió en la cirugía—Aquí tiene el informe que debe entregar a la familia del chico.
Sus palabras me traen de golpe a la realidad. Me volteo y tomo el informe de sus manos.
—Gracias, Ana —murmuro, mi voz apenas audible.
Ana me mira a los ojos por un segundo, con una expresión de pura preocupación, y luego se va, dejándome de pie. Me quedo sola de nuevo, pero ahora con el peso de la hoja de papel en mis manos. Un puente entre mi mundo de bisturíes y el dolor de los que esperan afuera.
Lo que tengo en mis manos es un informe detallado de la cirugía, del paciente y más que información es una sentencia de muerte en papel que condensa la tragedia de una vida. Salgo de la sala de cirugía y el aire de la sala de espera me golpea como un muro. No es denso como el de la cirugía; es un aire cargado de una esperanza que estoy a punto de destrozar.
Veo a los familiares del chico sentados y tomo aire por la boca preparándome mentalmente para lo que pienso hacer.
Una mujer, probablemente su madre, me mira directamente, sus ojos brillan con una esperanza devastadora que me desgarra. Me obligo a enderezar la espalda, a ponerme la máscara de la doctora que soy. Me acerco a ellos y, con voz firme pero suave, rompo el silencio que los envuelve.
—Familiares del paciente Marco esposito.
Todos se ponen de pie, la tensión en sus cuerpos es insoportable. Los miro a todos, y veo en ellos mi propio dolor, el dolor que intento enterrar.
—La cirugía fue un éxito... —comienzo, pero me detengo. No hay nada de éxito aquí. Me obligo a decir el resto de las palabras—sin embargo, el golpe ha sido tan severo que no hay actividad cerebral. Su hijo... ha entrado en un estado vegetativo.
Mi voz se apaga en el silencio que nos envuelve. Durante un segundo que parece una eternidad, nadie se mueve. Son estatuas de dolor, sus rostros son máscaras de una incomprensión devastadora. Luego, todo explota. El padre, con el rostro de piedra, se desploma contra la pared. Se desliza hasta el suelo, sin emitir un sonido.
No tiene que gritar, para hacerme sentir lo mucho que le duele la notica.. Pero el de la madre es un aullido primal. Sus rodillas ceden, y sus manos viajan a su rostro. Sus gritos son desgarradores, un sonido que va más allá de la tristeza, un grito que podría partirle el alma a la persona más insensible. Los hermanos del chico caen al suelo con sus padres, abrazándolos, intentando sostener la poca fuerza que les queda.
Este es, sin duda, el momento que hace de mi profesión la más cruel de todas. No el quirófano, no la sangre, no la muerte. Es esto. Es ser el portador de la verdad que destruye, la persona que apaga el último faro de esperanza en los ojos de una familia.
—¿Qué pasó, doctora? —pregunta, su voz rota—. ¿Por qué mi hijo quedó así?
Sus palabras me golpean como un puño. Me obligo a tomar aire, a encontrar las palabras que no le romperán el alma, aunque la verdad ya lo ha hecho.
—El cerebro es lo que nos hace quienes somos, señor Esposito —comienzo, mi voz es suave, pero firme—. El golpe que Marco sufrió en la cabeza fue tan severo que causó un daño masivo e irreversible en las partes que controlan el pensamiento, las emociones, y la conciencia.
Se queda en silencio, escuchando cada palabra como si le estuviera diciendo el secreto del universo. Le miro, obligándome a seguir.
—Su corazón sigue latiendo. Respira por sí solo. Esas son funciones vitales que no están afectadas. Pero la persona que ustedes conocen... la que siente y la que ríe... no está más.
Sin decir más, le doy al padre la respuesta que pidió, pero no la que esperaba, y con eso, mi trabajo está hecho. Me doy la vuelta y camino por el pasillo, dejando atrás la tragedia que se desata en la sala de espera.
A veces me cuestiono si soy un monstruo. Si perdí la habilidad de empatizar con el dolor de los demás. Podría haberme quedado, decirles que lo siento, abrazar a la madre, ofrecerle unas palabras de consuelo vacías. Pero no lo hago.
La verdad es que no puedo. He visto demasiada sangre, demasiadas lágrimas, demasiadas vidas rotas. Si me permito sentir la tristeza de cada familia, si cargo con el dolor de cada paciente que no pude salvar, no podría seguir. He construido un muro entre lo que soy y lo que siento, un muro que me protege y, al mismo tiempo, me aísla.
Algunos lo llamarían ser una doctora cruel y sin tacto. Yo lo llamo sobrevivir.
Vuelvo a mi oficina, un pequeño cubículo donde la luz de la pantalla es mi única compañía. Reviso los informes de mis pacientes y programo los procedimientos y medicinas para el doctor de la mañana, dejando todo listo para el relevo.
En la noche somos cinco médicos, que en ocasiones se cruzan en los pasillos, pero pocas veces sucede debido a nuestro trabajo. Cuando creo que la tranquilidad es mía, una enfermera me informa de dos nuevos pacientes. Sin dudar, me levanto y me pongo los guantes para atenderlos.
Son las dos de la madrugada cuando salgo del quirófano. La adrenalina de la cirugía me está abandonando, dejando el cansancio y el peso de una vida salvada. Mis pies me llevan, casi por inercia, a la cafetería. Es mi pequeño santuario a esta hora.
Me sirvo una taza de café, tan cargado que podría revivir a un muerto, y me siento en una de las mesas. El silencio es un bálsamo que bebo a sorbos, junto con el amargo líquido. Estoy en ese limbo entre el turno que acaba de terminar y la próxima emergencia que, estoy segura, no tardará en llegar.
Justo cuando empiezo a sentir que puedo respirar, unos pasos se acercan. Una sombra se proyecta sobre mi mesa. Levanto la mirada y lo veo. Luca. Una sonrisa juguetona en sus labios, el cabello rubio revuelto y una energía que no encaja con la hora.
—¿Sola? —pregunta, sentándose frente a mí sin esperar una invitación.
—Solo por un momento —respondo, dándole un sorbo a mi café.
Su mirada se detiene en mi rostro, analizando mi agotamiento, mi silencio. Él sabe de nuestro juego, de nuestras reglas. Sexo ocasional, sin compromiso, sin preguntas. Una forma de llenar el vacío sin arriesgar nada.
—¿Puedo hacerte compañía? —dice, su voz es suave.
Asiento, y él pide un café también. Me quedo mirándolo. A veces, la tentación de dejarlo entrar es inmensa. Dejar que esa calidez se acerque y me toque. Pero la máscara que he construido es demasiado fuerte. El café amargo me recuerda que, por ahora, esta es mi única compañía. Y la prefiero así.
—Tengo un par de días libres este fin de semana. ¿Te gustaría ir a algún lugar fuera de la ciudad? Solo para respirar, Melisa —me dice, y sé que no está hablando solo de aire fresco.
—Me encantaría, Luca —miento, mi voz es tranquila y sincera—. Pero tengo que ir a visitar a mi abuela en la casa de ancianos.
Su sonrisa se desvanece un poco, pero no me presiona. Él conoce las reglas, y mi excusa, ya sea real o no, es una barrera que no se atreve a cruzar.
—Entiendo —dice, su tono es suave—Tal vez la próxima semana.
El pitido de mi localizador rompe el silencio. No tengo tiempo para terminar mi café ni responderle. El mundo exterior me reclama. Me levanto de inmediato, dejando el vaso de papel a medio llenar sobre la mesa. El sonido del beeper es la única señal que necesito. Es una emergencia.
Corro por los pasillos, mis zapatos resuenan en el suelo de linóleo. La adrenalina se me inyecta de nuevo en las venas.
Cuando llego, la escena me golpea como un puñetazo en el estómago. No hay camillas, no hay enfermeras listas, no hay nada de lo que estoy acostumbrada. Solo el caos. Varios hombres altos, vestidos de negro, con armas en las manos, se mueven en la recepción, horrorizando a todos. Uno de ellos, se desploma en el suelo, el charco de sangre que lo rodea es mi diagnóstico inmediato.
El hombre que está bien, uno de los de negro, levanta un arma que me congela.
—¿Quién es el doctor? —grita, su voz es un trueno en el silencio.
Dudo. Por un segundo pienso en negarlo, en esconderme, en dejar que alguien más se encargue. Pero mi instinto de doctora es más fuerte que mi miedo.
—Yo soy la doctora —respondo, y mi voz suena extrañamente firme.
La boca del cañón, fría y oscura, se acerca a mi frente, y mi corazón se detiene. El hombre me mira, sus ojos son fríos como el hielo, y dice en una voz que es casi un susurro.
—Ayuda a mi Don, o te mato.
MELISAMe quedo helada en el sitio. Su lealtad ya no es un cálculo de poder; es una obsesión paternal, una distorsión sentimental que me ata a él. Es lo más peligroso que me podía decir.—Herodes... —tartamudeo, sin saber si agradecer el blindaje o temer a la jaula que acaba de construir a mi alrededor.Él sonríe, satisfecho con el impacto de sus palabras, como si acabara de ganar una partida de ajedrez.—Ya. Ya basta de conversaciones serias, tesoro —dice, usando un diminutivo que me crispa los nervios—. Debes estar exhausta y hambrienta. Te prometí que esta casa era tuya, así que... déjame tratarte como la invitada de honor que eres. Voy a ir por algo de comer. Tienes que probar la tarta de limón de mi cocinera. ¿Te apetece un poco de vino blanco o prefieres un té para relajarte?—Vino blanco, por favor —respondo automáticamente, agradecida por el respiro.—Excelente elección. No te muevas. Regreso en un momento —Me da una mirada larga, casi tierna, antes de girarse y dirigirse haci
MELISAContengo la respiración y me deslizo por el umbral de la casa de Herodes. Mi mente tiene una sola cosa clara: conseguir algo suyo que contenga ADN. Algo minúsculo, desechable.Kostas no está aquí, pero su promesa de venir por mí es un ancla. Sé que me envió vigilada; sus ojos invisibles me cubren, y esa certeza me envuelve con una mezcla de nervios y determinación. Estoy sola en el vientre del enemigo.El silencio de la opulenta entrada se rompe por un sonido inesperado. No es la alarma ni una voz que grita, sino una melodía. Un piano.Sigo el sonido. Los acordes son suaves, lentos, con una cadencia hipnótica que me atrae a través de los pasillos. Cada nota es un pequeño pulso que resuena en la quietud de la gran casa.El rastro musical me conduce a una sala de estar bañada en luz tenue. Allí, frente a un piano de cola oscuro, está Herodes, completamente absorto.Me detengo en la puerta, quedándome en la sombra, incapaz de interrumpirlo. Él toca una pieza que desentona con su r
KOSTAS.La palabra me golpea como una ducha fría. Información. La verdad. La posible confirmación sobre Melisa y Herodes. El deber, el control, mi armadura... todo regresa de golpe, brutal e inoportuno.Melisa se aparta de mí, sus ojos brillando con frustración y una mezcla de miedo por la interrupción. Está tan mojada y despeinada, tan perfecta en su vulnerabilidad salvaje.—Tienes que ir —susurra ella, ajustándose la ropa interior con un movimiento brusco.Maldigo en voz baja. El impulso es abrir la puerta, despachar a Nick con una orden y volver a hundirme en ella, pero sé lo que significa esa información. Es el final de este limbo, el fin de la incertidumbre. Y si Nick está aquí y suena así, es porque es crucial.—Un momento, Nick —grito, forzando mi voz a sonar estable.Miro a Melisa por última vez. La dejo de pie, casi desnuda, con la promesa de la locura sin cumplir. Mi cuerpo protesta con un dolor sordo y agonizante, pero mi mente ya está de vuelta en el juego. Tomo una toalla
KOSTASEl aire en mi despacho se siente tan pesado como el plomo. Ha pasado una semana desde que escuché aquella conversación fragmentada, una semana de insomnio y análisis obsesivo. Me recuesto en el respaldo de mi sillón de cuero, y el sonido de la lluvia azotando los cristales es un metrónomo lúgubre para mis pensamientos.Aún no tenemos datos contundentes. Mi gente busca sin descanso, hurgando en registros, fechas y viejos documentos, pero la verdad sobre Melisa y Herodes sigue oculta. Necesito esa verdad, la anhelo con una desesperación fría: la prueba de que Melisa es, en realidad, la hija de Herodes.Y eso es lo peor. Si se confirma, Melisa no solo será una pieza clave; ahora es doblemente perseguida. Los herederos de la familia siempre están en el ojo del huracán, y el hecho de que Herodes se haya dignado a reconocerla me la convierte en un blanco.En el transcurso de la semana, Melisa ha visitado a Herodes dos veces. Solo dos veces, pero han bastado para que yo note una conex
KOSTAS.El efecto es inmediato. Nick se congela. No parpadea una sola vez. Su rostro, normalmente el de un jugador de póker inmutable, se vuelve una máscara de incredulidad y horror. Su vaso de whisky, a medio camino de sus labios, se detiene abruptamente.—Kostas… —su voz es un hilo, apenas audible, pero con un filo de alarma que nunca le había escuchado—. Estás hablando de la Sacra Corona Unita. La mafia de Apulia.—Escucha con atencion —lo corto, mi urgencia creciendo—como todos aquí, sabes la historia, Herodes perdió a su familia años atrás, ¿verdad? Su esposa e hija. El investigador que contrató Herodes estaba rastreando a Carmela Rossi, la madre.Nick apoya el vaso en la mesa con un ruido sordo, sus ojos clavados en mí. No puede ser la hija de Herodes. La que creíamos muerta. La que desapareció junto a la esposa del capo hace veinte años.—Maldita sea, Kostas —dice, su tono ahora grave.Me levanto, la adrenalina quemándome la sangre.—Sinceramente, no sé qué hacer con esa inform
KOSTAS.El nudo en mi estómago se tensa. Lo miro, apenas capaz de creer lo que acabo de escuchar.—Perdóneme —mi voz es un susurro ronco—. ¿Podría, por favor, repetir ese nombre que acaba de mencionar?El joven investigador asiente, sin darle importancia a mi tono desesperado. Lo confirma con la tranquilidad de quien solo recita una ficha.—Sí, claro. El nombre es Carmela Rossi.Me quedo helado en mi asiento. Es como si un chorro de agua helada me recorriera la espalda. Siento que el corazón se me detiene un segundo, y la respiración me falla. No puede ser. Dos veces, el mismo nombre. Es imposible.Herodes interrumpe de inmediato, con el ceño fruncido.—Kostas, ¿te pasa algo? Te has puesto muy pálido.Parpadeo, forzándome a salir del shock. Intento recomponerme, estirando la mandíbula.—¿Qué? No, no, nada. Estoy bien.—¿Entonces por qué te pusiste así? —insiste, mirándome con desconfianza.—Es… es imaginación tuya, Herodes —miento. La sonrisa que le ofrezco es una mueca forzada y vací
Último capítulo