El pasillo parece más largo cuando salgo de la sala. La alfombra amortigua mis pasos, pero dentro de mí todo hace ruido. Lucía me espera con una carpeta contra el pecho; tiene los ojos muy abiertos, la boca en una línea.
—¿Todo bien?
—Define «bien» —respondo, y le arranco la carpeta con menos delicadeza de la que quisiera.
En mi oficina, el aire sabe a metal. Cierro la puerta con un golpe controlado. La ciudad detrás del vidrio sigue moviéndose como si no hubiera caído una bomba sobre mi nombre. Lucía entra sin hablar, deja el bolso, se mantiene a un lado. Sabe cuándo callar.
—He escuchado rumores sobre Morello —dice al fin.
—Todos han escuchado rumores. Yo quiero hechos.
Duda. En ella, dudar es hablar alto.
—Dicen que no perdona deudas. Que cuando alguien no paga, no siempre se lleva dinero. A veces se lleva otra cosa.
—¿Como una esposa? —mi voz tiene un humor ácido que me quema.
No contesta. Baja la mirada. No necesito más.
Me sirvo café. No está tan caliente, pero la amargura me centra. Enciendo la laptop. Tecleo «Dante Morello». Me devuelve lo que esperaba: fotografías impecables, trajes oscuros, sonrisas ajenas. Entregas benéficas. Políticos que ponen la mano en su hombro como si ese gesto los hiciera más altos. Columnas que lo pintan como empresario duro, eficiente, necesario.
Separar propaganda de hechos es un trabajo a tiempo completo. Lo hago igual. Anoto nombres. Veo sociedades que cambian de dueño como quien cambia de camisa. Veo contratos que desaparecen y aparecen bajo otra firma. Veo muertes que no llegaron a tribunales. Veo hospitales con alas nuevas pagadas por fundaciones de apellido conocido. Todo medido. Todo inevitable.
En una imagen tomada desde lejos, él y Enzo —su mano derecha— caminan por un muelle. Dante no mira a la cámara. Mira algo fuera de plano. Su cara no es fría; es cálculo. Ese gesto lo conozco. Es el de quien ve el tablero en tres dimensiones.
—Alessia —Lucía asoma la cabeza con un sobre negro—. Esto acaba de llegar. Sin remitente.
Lo tomo. No pesa mucho, pero arde. Rompo el borde con el pulgar. Dejo que caiga el contenido sobre la madera.
Una pieza de ajedrez. Una reina negra.
La sostengo. El material es frío, el peso exacto, la base forrada de fieltro. La acerco a la luz. El brillo mate devuelve mi propio gesto contenido. Podría ser una amenaza. Podría ser un saludo. El pulso me marca la muñeca.
Recuerdo el tablero del salón. Recuerdo la voz de mi padre: «La reina decide el mapa». En aquel entonces me parecía un juego. Hoy, no.
—¿Qué significa? —susurra Lucía, y la voz se le parte apenas.
—Que la partida ha comenzado.
Ella asiente y sale sin hacer ruido. Yo me quedo con la pieza en la mano y la ciudad latiendo detrás del cristal. Deslizo la reina por el escritorio. El fieltro la hace avanzar sin sonido, como avanzan las decisiones que nadie ve venir.
No voy a entrar en una boda con la garganta ofrecida. No voy a permitir que sonrían a costa de mi nombre. Si he de negociar, no me venderán. Si he de pelear, no me esconderé.
Miro la reina y la coloco en el borde de la mesa, de frente al vacío. Enciendo de nuevo la pantalla. Abro un documento en blanco y escribo tres palabras: «Condiciones. Plazos. Poder». Las borro. Las vuelvo a escribir. No estoy practicando caligrafía. Estoy afilando el lenguaje con el que voy a definir mi precio.
La ciudad parpadea. Los autos dibujan venas de luz. Afuera todos creen estar a salvo bajo su propio ruido. Aquí, en mi oficina, el silencio decide.
No soy un peón. He sido reina sin corona y sin vestidos blancos, moviendo a oscuras mientras otros proclamaban méritos prestados. Esta vez el tablero va a mirarme a mí. Y si me miran, más les vale aprender a parpadear.
Mañana tendré mi respuesta. Y cuando lo vea, Dante Morello descubrirá algo que nadie le enseñó en sus escuelas de poder: que hay mujeres que no se compran ni se venden. Se ganan en la única mesa que de verdad importa.
La de los que juegan para ganar.