Mundo ficciónIniciar sesiónBerenice Jones solo necesitaba atención médica para una molesta infección urinaria… pero la visita rutinaria a la clínica cambia el rumbo de su destino. La doctora, confundiendo su rostro con el de otra paciente, la somete a una serie de exámenes y un procedimiento del que Berenice no entiende mucho, pero al que accede porque solo quiere aliviar su malestar. Extrañada por no recibir medicación, se marcha sin imaginar que algo imprevisto acaba de ocurrir. Pero una semana después, cuando debe ir a control recibe noticias que la dejan sin aliento: está embarazada, y no es de su esposo. Por un error médico, Berenice ha sido inseminada con el material genético de un hombre multimillonario, poderoso y acostumbrado a que todo en su mundo se resuelva a su manera. Un hombre que ahora exige respuestas… y que no está dispuesto a perder a sus gemelas. Berenice teme su poder… pero no está dispuesta a ceder tan fácilmente. Entonces aparece Sara, la mujer que debería llevar a las hijas del millonario. Al ver a Berenice vulnerable, la manipula con una oferta peligrosa: ayudarla a huir del país si a cambio desaparece y le deja el camino libre. Atemorizada por el futuro de sus propias hijas, Berenice considera aceptar… aunque sabe que podría ser su ruina. Sin embargo, las cosas cambiaran cuando el millonario descubra la verdad…
Leer más…..Berenice Jones…..
A veces siento que mi vida empezó a torcerse mucho antes de entrar a esta clínica.
Aquella vez, la doctora me recibió como si me conociera de toda la vida. Y hoy tengo la certeza de que estoy viviendo mi peor pesadilla.
Flashback:
—Berenice, al fin —dijo con un brillo extraño en los ojos—. Estaba ansiosa por continuar con el proceso.
Yo me quedé pensativa.
—Creo que… me está confundiendo —murmuré, incómoda.
—No, querida —respondió con una sonrisa demasiado confiada—. Me alegra que por fin hayas aceptado el trato.
Algo dentro de mí supo que eso no estaba bien, pero el dolor de la cistitis no me dejaba pensar. Me dejé guiar porque creí, como una tonta, que ella sabía lo que hacía.
Pero ahora, sentada en su consultorio por segunda vez, escuchando esa barbaridad sobre un embrión implantado en mi cuerpo, entiendo que nada tiene sentido y que algo muy grave ocurrió.
—Doctora —susurro—, necesito que me explique por qué me inseminó. Yo jamás autoricé nada así. Es un tema delicado… Yo siempre he querido ser madre, sí, pero… —mi voz se rompe—, no así. No de esta manera.
Ella respira hondo, se acomoda los lentes y me mira como si fuera una niña caprichosa.
—Berenice, tienes que ser razonable —dice, firme—. El señor Evans te refirió a esta clínica para que fueras la madre subrogada de sus hijas.
Siento que todo empeora.
—¿Qué? ¿Qué me trajo quién? Ni siquiera sé de quién habla.
—Jamás olvidaría esos ojos tan vivos —susurra ella, como hablándose a sí misma.
—¡Usted se equivocó! —grité, limpiándome una lagrima del rostro con rabia—. ¡Yo vine por una infección! ¡¿Cómo pudo hacerme esto sin mi permiso?!
—No juegues con mi ética, Berenice. Hay documentos firmados, procesos avanzados y testigos. Si sigues negándolo, puedo tomar acciones legales en tu contra.
Me quedé pensando por un segundo, buscando cómo defenderme.
—La única que está en problemas aquí es usted —dije alterada—. Usted realizó un procedimiento que yo no pedí. Y si estoy embarazada… —me llevé una mano al vientre—, no voy a entregar a este bebé. No voy a ser la incubadora de nadie.
—No es un bebé, son dos niñas —dijo la doctora y retrocedió un paso.
—Peor aún, ¿cómo te atreves a pensar que entregaré dos bebés? —respondí sobresaltada.
—Berenice, por favor… si tú te niegas… —No terminó la frase y tomó el teléfono—. Llamaré al señor Evans.
Y luego de varios pitidos oí una voz grave, profunda y autoritaria.
—¿Qué ocurre ahora, doctora?
Ella titubea.
—Señor Evans… la paciente alega que no entregará a las bebés.
Todo queda en silencio por unos segundos y luego él suelta una carcajada que me eriza la piel.
—Eso lo resuelvo yo en un abrir y cerrar de ojos —dice, como si hablara de un mueble defectuoso—. No permitiré que a mis hijas las críe cualquiera. Y menos lejos de mí.
El odio se apodera de mí, pareciera que, para él, no soy una persona.
—Señor Evans —dice la doctora, más nerviosa—, yo… me eximo de toda responsabilidad. Usted me escuchó: es la paciente quien se niega.
—Perfecto —responde él, sin una pizca de emoción—. Entonces me encargaré yo a mi modo.
La llamada se corta y la doctora deja el teléfono en la mesa.
Y yo me quedo ahí, enterándome que un multimillonario arrogante y obsesivo acaba de decir que las bebes que estoy gestando le pertenecen. Y que está dispuesto a todo para arrebatármelas.
Cuando salí de la clínica, lo único que quería era desaparecer. Tenía la cabeza a punto de estallar. Alcé la mano y detuve el primer taxi que pasó.
—Lléveme al parque más cercano, por favor —murmuré, apenas audible.
El taxista me miró por el retrovisor, quizá notó mis ojos rojos o mis manos temblorosas, pero no preguntó nada. Solo asintió y arrancó.
No quería volver a casa todavía.
Estaba harta de las humillaciones de mi esposo. Y ahora… embarazada de gemelas…
¿Cómo iba a explicarle esto?
¿Cómo le decía a Alberto que en la clínica me habían inseminado por error con el material genético de un multimillonario?
—No me creerá —me dije en voz baja—. Solo le daría herramientas para humillarme.
Pero tampoco podría ocultar la panza para siempre. Quizá, si le decía que estaba embarazada sin dar detalles, él se ilusionaría.
Después de un rato en el parque, tomé la decisión de regresar a casa.
Caminé las últimas dos cuadras con el corazón en la mano. Abrí la puerta con suavidad, esperando verlo dormido en el sofá o viendo televisión.
Jamás imaginé encontrarme con...
—¡Ay, Alberto, más duro! ¡Siii! —chilló una mujer desconocida desde mi sala.
Mis ojos trataron de procesar la escena: mi esposo, completamente desnudo, sudado, con dos prostitutas revolcándose con él en los muebles que yo limpiaba cada día. El olor a sexo me golpeó en la cara.
—¿Pero qué…? —susurré sin aire.
Las tres cabezas voltearon al mismo tiempo. Una de las mujeres sonrió con descaro.
—Uy, llegó la señora —se burló.
No sé qué pasó exactamente, pero en ese instante no pensé y actué.
—¡Fuera de mi casa, desgraciadas! —grité, y me lancé sobre ellas.
Les agarré el cabello con fuerza, una en cada mano, y las arrastré hacia la puerta mientras ellas chillaban y me insultaban.
Abrí la puerta de un tirón y las empujé hacia la calle. Una tropezó y casi cae de cabeza.
—¡Loca de m****a! —gritó con rabia.
—Atrévete a regresar y te rompo los dientes —respondí con un hilo de voz tan frío que incluso ellas retrocedieron.
Cuando cerré la puerta, el aire me faltaba. Alberto estaba parado frente a mí, con una toalla amarrada a la cintura y una expresión de indignación, como si yo fuera la pecadora.
—¿Qué te pasa, Berenice? —gruñó—. ¡Estás loca! ¡Casi matas a esas mujeres!
—¿A esas mujeres? —escupí—. ¿En mi casa? ¿En mi sala?
Antes de que pudiera seguir, escuché el chirrido de la puerta del pasillo. La voz de la persona que más detestaba resonó detrás de mí.
—¿Qué hiciste esta vez, Berenice? —preguntó mi suegra, con ese tono venenoso que me erizaba la piel—. Pobre de mi hijo… tú nunca lo complaces como se debe. ¿Qué esperabas? Un hombre necesita atención.
Me giré despacio para mirarla. Esa mujer, a quien yo alimentaba, cuidaba, a quien yo pagaba los medicamentos, tenía la desfachatez de culparme.
—¿En serio? —dije, temblando de rabia—. ¿De verdad cree que esto es mi culpa?
Ella alzó la barbilla.
—Si lo trataras como una esposa decente, no tendría que buscar afuera lo que tú no le das.
—Berenice —dijo Alberto, como si él fuera la víctima—, tú estás muy alterada.
—Reaccionaré como me dé la gana —respondí, mirándolo fijamente—. Y hoy, Alberto… hoy es el día en que todo cambia, quiero el divorcio.
La suegra chasqueó la lengua.
—Ay, por favor. Eres un chiste Berenice.
No podía seguir en esa vida.
—No tienen idea de lo que se aproxima —dije, más para mí que para ellos.
…..Caleb Evans….La idea de que Sara pudiera sentirse sola o desatendida durante el embarazo me inquietaba más de lo que quería admitir.No sé en qué momento pasó, pero cada día me descubro deseando verla sonreír, deseando que me vea como alguien confiable, alguien que está ahí… no solo como padre, sino como hombre.Así que esa mañana tomé el teléfono sin dudar.—Señor Evans, buenos días —contestó el director del banco.—Necesito una tarjeta nueva —dije, apoyando el codo en el escritorio—. Una tarjeta negra. Límite abierto.—¿Para uso personal o asignada a un tercero?—Para la madre de mis hijas —respondí, y no pude evitar sonreír—. Quiero que tenga libertad para comprar lo que necesite… ropa para las niñas, cosas de maternidad, lo que quiera.El hombre tomó nota de inmediato. Yo continué:—Y asegúrese de que llegue hoy mismo. Quiero enviársela con mi equipo de seguridad.Colgué y respiré hondo. No sé qué tenía esa mujer que me hacía actuar así. Quizás era su mirada tranquila, o el mo
…..Berenice Jones…..Desperté empapada en sudor, con la cabeza pesada y un calor interno que me dejaba sin aire. Intenté incorporarme, pero el cuerpo me daba señales claras de que la fiebre estaba tomando control.Me asusté. No podía quedarme de brazos cruzados. Tomé el paño que había dejado cerca de la cama me abrigué los hombros y salí del cuarto de descanso, con una mezcla de escalofríos y nerviosismo.El hotel estaba en silencio. Crucé el vestíbulo sin que nadie me viera y caminé tres cuadras de prisa, buscando alivio en cada bocanada de aire helado de la madrugada. Cuando llegué al hospital, apenas pude pedir ayuda.—Estoy embarazada de gemelas… y me siento muy mal —murmuré mientras la enfermera me tomaba del brazo.Me hicieron pasar rápido. Me acomodaron en una camilla y una doctora me revisó, moviéndose con esa urgencia tranquila que solo tienen los que trabajan en emergencias.—Tienes fiebre alta —dijo mientras colocaba una frazada sobre mis piernas—. Vamos a hidratarte y moni
…..Berenice Jones…..Caminé a la habitación completamente lastimada, dispuesta a recoger lo poco que realmente era mío… o lo que creía que seguía siéndolo. Saqué del clóset la maleta Gucci que Alberto me había regalado hace un par de años; en su momento me pareció un gesto romántico, ahora solo me recordaba lo ingenua que había sido.Abrí la cremallera y comencé a guardar mis útiles personales, el computador, varios vestidos, zapatos y pijamas.Por último, tomé en mi mano el cofre con todas mis joyas de edición especial cada pieza tenía un valor inmenso para mí: aniversarios, cumpleaños, navidades… yo siempre las protegía como un tesoro. Pero ahora debía llevármelas porque, aunque me dolía admitirlo, debía pensar en mis hijas, en su futuro, en lo que necesitarían cuando nacieran.Me limpiaba las lágrimas que corrían por las mejillas sin control. Guardé también mis abrigos de piel; se acercaba el invierno y sabía que el frío iba a doblegarme si no me preparaba. Cerré la maleta con un s
…..Caleb Evans…..Saqué la botella de champagne del pequeño refrigerador junto a mi escritorio y la destapé con un chasquido elegante. El sonido burbujeante me llenó el pecho de una satisfacción que llevaba años esperando sentir. Serví dos copas y levanté una.—Finalmente —dije con una sonrisa que casi nunca permito que nadie vea—, voy a ser papá. Tendré a mis herederas en menos de nueve meses.Luis Mario, mi asistente de confianza, tomó la copa con las manos temblorosas. Me miró algo extrañado.De pronto me abrazó con fuerza.—¡Jefe, felicidades, al fin! Usted se lo merece, señor —exclamó, casi gritándome en el oído.Me tensé, porque detesto ese tipo de efusividad innecesaria. Después de un par de segundos me separé de él de manera sutil.—Luis Mario —lo llamé, con mi tono habitual.Lo vi palidecer.—Perdón, señor.Asentí, tomando otro sorbo de champagne.—No pasa nada. Vamos al punto —dije, dejando la copa sobre el escritorio—. Quiero que vayas a buscar a alguien... Trae a la madre
…..Berenice Jones…..A veces siento que mi vida empezó a torcerse mucho antes de entrar a esta clínica.Aquella vez, la doctora me recibió como si me conociera de toda la vida. Y hoy tengo la certeza de que estoy viviendo mi peor pesadilla.Flashback:—Berenice, al fin —dijo con un brillo extraño en los ojos—. Estaba ansiosa por continuar con el proceso.Yo me quedé pensativa.—Creo que… me está confundiendo —murmuré, incómoda.—No, querida —respondió con una sonrisa demasiado confiada—. Me alegra que por fin hayas aceptado el trato.Algo dentro de mí supo que eso no estaba bien, pero el dolor de la cistitis no me dejaba pensar. Me dejé guiar porque creí, como una tonta, que ella sabía lo que hacía.Pero ahora, sentada en su consultorio por segunda vez, escuchando esa barbaridad sobre un embrión implantado en mi cuerpo, entiendo que nada tiene sentido y que algo muy grave ocurrió.—Doctora —susurro—, necesito que me explique por qué me inseminó. Yo jamás autoricé nada así. Es un tema





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