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…..Berenice Jones…..
A veces siento que mi vida empezó a torcerse mucho antes de entrar a esta clínica.
Aquella vez, la doctora me recibió como si me conociera de toda la vida. Y hoy tengo la certeza de que estoy viviendo mi peor pesadilla.
Flashback:
—Berenice, al fin —dijo con un brillo extraño en los ojos—. Estaba ansiosa por continuar con el proceso.
Yo me quedé pensativa.
—Creo que… me está confundiendo —murmuré, incómoda.
—No, querida —respondió con una sonrisa demasiado confiada—. Me alegra que por fin hayas aceptado el trato.
Algo dentro de mí supo que eso no estaba bien, pero el dolor de la cistitis no me dejaba pensar. Me dejé guiar porque creí, como una tonta, que ella sabía lo que hacía.
Pero ahora, sentada en su consultorio por segunda vez, escuchando esa barbaridad sobre un embrión implantado en mi cuerpo, entiendo que nada tiene sentido y que algo muy grave ocurrió.
—Doctora —susurro—, necesito que me explique por qué me inseminó. Yo jamás autoricé nada así. Es un tema delicado… Yo siempre he querido ser madre, sí, pero… —mi voz se rompe—, no así. No de esta manera.
Ella respira hondo, se acomoda los lentes y me mira como si fuera una niña caprichosa.
—Berenice, tienes que ser razonable —dice, firme—. El señor Evans te refirió a esta clínica para que fueras la madre subrogada de sus hijas.
Siento que todo empeora.
—¿Qué? ¿Qué me trajo quién? Ni siquiera sé de quién habla.
—Jamás olvidaría esos ojos tan vivos —susurra ella, como hablándose a sí misma.
—¡Usted se equivocó! —grité, limpiándome una lagrima del rostro con rabia—. ¡Yo vine por una infección! ¡¿Cómo pudo hacerme esto sin mi permiso?!
—No juegues con mi ética, Berenice. Hay documentos firmados, procesos avanzados y testigos. Si sigues negándolo, puedo tomar acciones legales en tu contra.
Me quedé pensando por un segundo, buscando cómo defenderme.
—La única que está en problemas aquí es usted —dije alterada—. Usted realizó un procedimiento que yo no pedí. Y si estoy embarazada… —me llevé una mano al vientre—, no voy a entregar a este bebé. No voy a ser la incubadora de nadie.
—No es un bebé, son dos niñas —dijo la doctora y retrocedió un paso.
—Peor aún, ¿cómo te atreves a pensar que entregaré dos bebés? —respondí sobresaltada.
—Berenice, por favor… si tú te niegas… —No terminó la frase y tomó el teléfono—. Llamaré al señor Evans.
Y luego de varios pitidos oí una voz grave, profunda y autoritaria.
—¿Qué ocurre ahora, doctora?
Ella titubea.
—Señor Evans… la paciente alega que no entregará a las bebés.
Todo queda en silencio por unos segundos y luego él suelta una carcajada que me eriza la piel.
—Eso lo resuelvo yo en un abrir y cerrar de ojos —dice, como si hablara de un mueble defectuoso—. No permitiré que a mis hijas las críe cualquiera. Y menos lejos de mí.
El odio se apodera de mí, pareciera que, para él, no soy una persona.
—Señor Evans —dice la doctora, más nerviosa—, yo… me eximo de toda responsabilidad. Usted me escuchó: es la paciente quien se niega.
—Perfecto —responde él, sin una pizca de emoción—. Entonces me encargaré yo a mi modo.
La llamada se corta y la doctora deja el teléfono en la mesa.
Y yo me quedo ahí, enterándome que un multimillonario arrogante y obsesivo acaba de decir que las bebes que estoy gestando le pertenecen. Y que está dispuesto a todo para arrebatármelas.
Cuando salí de la clínica, lo único que quería era desaparecer. Tenía la cabeza a punto de estallar. Alcé la mano y detuve el primer taxi que pasó.
—Lléveme al parque más cercano, por favor —murmuré, apenas audible.
El taxista me miró por el retrovisor, quizá notó mis ojos rojos o mis manos temblorosas, pero no preguntó nada. Solo asintió y arrancó.
No quería volver a casa todavía.
Estaba harta de las humillaciones de mi esposo. Y ahora… embarazada de gemelas…
¿Cómo iba a explicarle esto?
¿Cómo le decía a Alberto que en la clínica me habían inseminado por error con el material genético de un multimillonario?
—No me creerá —me dije en voz baja—. Solo le daría herramientas para humillarme.
Pero tampoco podría ocultar la panza para siempre. Quizá, si le decía que estaba embarazada sin dar detalles, él se ilusionaría.
Después de un rato en el parque, tomé la decisión de regresar a casa.
Caminé las últimas dos cuadras con el corazón en la mano. Abrí la puerta con suavidad, esperando verlo dormido en el sofá o viendo televisión.
Jamás imaginé encontrarme con...
—¡Ay, Alberto, más duro! ¡Siii! —chilló una mujer desconocida desde mi sala.
Mis ojos trataron de procesar la escena: mi esposo, completamente desnudo, sudado, con dos prostitutas revolcándose con él en los muebles que yo limpiaba cada día. El olor a sexo me golpeó en la cara.
—¿Pero qué…? —susurré sin aire.
Las tres cabezas voltearon al mismo tiempo. Una de las mujeres sonrió con descaro.
—Uy, llegó la señora —se burló.
No sé qué pasó exactamente, pero en ese instante no pensé y actué.
—¡Fuera de mi casa, desgraciadas! —grité, y me lancé sobre ellas.
Les agarré el cabello con fuerza, una en cada mano, y las arrastré hacia la puerta mientras ellas chillaban y me insultaban.
Abrí la puerta de un tirón y las empujé hacia la calle. Una tropezó y casi cae de cabeza.
—¡Loca de m****a! —gritó con rabia.
—Atrévete a regresar y te rompo los dientes —respondí con un hilo de voz tan frío que incluso ellas retrocedieron.
Cuando cerré la puerta, el aire me faltaba. Alberto estaba parado frente a mí, con una toalla amarrada a la cintura y una expresión de indignación, como si yo fuera la pecadora.
—¿Qué te pasa, Berenice? —gruñó—. ¡Estás loca! ¡Casi matas a esas mujeres!
—¿A esas mujeres? —escupí—. ¿En mi casa? ¿En mi sala?
Antes de que pudiera seguir, escuché el chirrido de la puerta del pasillo. La voz de la persona que más detestaba resonó detrás de mí.
—¿Qué hiciste esta vez, Berenice? —preguntó mi suegra, con ese tono venenoso que me erizaba la piel—. Pobre de mi hijo… tú nunca lo complaces como se debe. ¿Qué esperabas? Un hombre necesita atención.
Me giré despacio para mirarla. Esa mujer, a quien yo alimentaba, cuidaba, a quien yo pagaba los medicamentos, tenía la desfachatez de culparme.
—¿En serio? —dije, temblando de rabia—. ¿De verdad cree que esto es mi culpa?
Ella alzó la barbilla.
—Si lo trataras como una esposa decente, no tendría que buscar afuera lo que tú no le das.
—Berenice —dijo Alberto, como si él fuera la víctima—, tú estás muy alterada.
—Reaccionaré como me dé la gana —respondí, mirándolo fijamente—. Y hoy, Alberto… hoy es el día en que todo cambia, quiero el divorcio.
La suegra chasqueó la lengua.
—Ay, por favor. Eres un chiste Berenice.
No podía seguir en esa vida.
—No tienen idea de lo que se aproxima —dije, más para mí que para ellos.







