Mundo ficciónIniciar sesión…..Caleb Evans…..
Saqué la botella de champagne del pequeño refrigerador junto a mi escritorio y la destapé con un chasquido elegante. El sonido burbujeante me llenó el pecho de una satisfacción que llevaba años esperando sentir. Serví dos copas y levanté una.
—Finalmente —dije con una sonrisa que casi nunca permito que nadie vea—, voy a ser papá. Tendré a mis herederas en menos de nueve meses.
Luis Mario, mi asistente de confianza, tomó la copa con las manos temblorosas. Me miró algo extrañado.
De pronto me abrazó con fuerza.
—¡Jefe, felicidades, al fin! Usted se lo merece, señor —exclamó, casi gritándome en el oído.
Me tensé, porque detesto ese tipo de efusividad innecesaria. Después de un par de segundos me separé de él de manera sutil.
—Luis Mario —lo llamé, con mi tono habitual.
Lo vi palidecer.
—Perdón, señor.
Asentí, tomando otro sorbo de champagne.
—No pasa nada. Vamos al punto —dije, dejando la copa sobre el escritorio—. Quiero que vayas a buscar a alguien... Trae a la madre de mis hijas a la mansión hoy mismo.
Sus ojos se abrieron apenas un poco, porque siempre entiende mis órdenes sin hacer preguntas.
—Entendido, señor Evans.
Lo vi salir con rapidez mientras yo me acomodaba frente a mi portátil. La pantalla blanca reflejó mis propios ojos verdes, tensos e impacientes.
Abrí el contrato que ya estaba redactado desde hace semanas. Todo estaba en orden… excepto la parte del pago. Esa mujer aún no había recibido su adelanto.
—Debe estar resentida —murmuré para mí mismo, entrelazando los dedos—. Seguramente cree que no cumpliré con mi parte.
Suspiré. No era la primera mujer con la que trataba, pero sí la primera que me causaba esta clase de contrariedad.
Y la única que realmente importaba, porque al fin había logrado lo que yo quería: gemelas. Mi madre estaría orgullosa si pudiera verlo.
Pasaron un par de horas. Revisé informes, autoricé pagos, negué colaboraciones. Todo funcionaba como debía.
Excepto algo que me rondaba la mente: ¿por qué no había contestado aún Luis Mario?
Finalmente tomé el teléfono y marqué.
—Luis Mario, ¿ya hablaste con la chica? —pregunté, sin dejar espacio para rodeos—. Quiero asegurarme de que la chica accedió a mudarse. Mis hijas no pueden crecer en cualquier lugar. No lo permitiré.
Escuché papeles moverse al otro lado, y la voz de Luis Mario sonó casi emocionada.
—Señor… sí. La chica está contenta. Accedió sin protestar, me indicó que ha recibido su pago.
Apoyé la espalda en el respaldo de cuero y me permití soltar una carcajada breve.
—Lo sabía. Todo era por dinero —dije, satisfecho—. Al final, todas aceptan.
Luis Mario soltó una leve risa.
—Encárgate de que esa mujer se instale correctamente. Desde el primer momento debe sentirse cómoda. Lleva en su vientre mi tesoro, lo más valioso que he querido en toda mi vida.
—Sí, señor Evans —respondió él, firme—. Me aseguraré de que todo sea perfecto.
Colgué y apoyé los codos sobre el escritorio, entrelazando los dedos sobre mi boca. Cerré los ojos un segundo.
—Mis hijas, mis herederas llegaron por fin.
Había elegido a la mujer, sabía de origen, conocía su estilo de vida, su pasado, absolutamente todo. Y ahora estaba bajo mi techo. Donde todo estaría bajo mi control.
…..
La ansiedad me estaba carcomiendo por dentro. No podía concentrarme en nada, ni siquiera en los informes más urgentes. Revisé tres veces la misma línea sin leerla realmente.
Era inútil. Necesitaba verla con mis propios ojos.
Necesitaba confirmar que la mujer que llevaba a mis hijas realmente estaba instalada en la mansión, cómoda y cuidada.
Me levanté de mi silla con un impulso extraño, presioné el botón del ascensor privado y bajé directo al estacionamiento. El eco de mis pasos retumbaba en el concreto mientras me acercaba a mi deportivo.
Abrí la puerta, me acomodé, y arranqué el motor con un rugido que alivió un poco mi tensión.
El trayecto fue rápido, casi automático; mis pensamientos estaban en la chica. En su actitud. En si realmente entendía lo importante que era lo que llevaba en su vientre.
Al llegar a la mansión, las puertas se abrieron de par en par. Caminé con pasos firmes hacia la sala principal, y me detuve al ver la escena frente a mí: una de las empleadas masajeaba los pies de la mujer en el sillón central, como si fuera una princesa.
Una sonrisa satisfecha se formó en mis labios.
—¿Estás a gusto? —pregunté, con una calma estudiada.
La mujer levantó la cabeza de inmediato y se incorporó un poco, aunque noté que estaba nerviosa.
—Sí, claro, señor Evans —respondió con voz suave.
Me acerqué, relajando la expresión, intentando parecer… más humano. Me senté a su lado.
No tan cerca como para incomodarla, pero lo suficiente para dejar claro que nuestra conversación era importante.
—Sara… —dije, observando su rostro—. Así es tu nombre, ¿verdad?
Ella asintió.
—Sí, señor. Soy Sara.
—Llámame Caleb —corregí con una leve sonrisa—. Debemos trabajar en nuestra relación como padres. No quiero que mis hijas crezcan lejos de ti.
Ella pestañeó, sorprendida, quizá conmovida o asustada. No sabía interpretarlo aún.
—Crecí sin la figura de un padre —continué, apoyando los codos en mis rodillas—. Fue mi madre quien me formó. Una mujer fuerte, disciplinada, inquebrantable. Todo lo que soy se lo debo a ella. Por eso no quiero privar a mis niñas de ese… privilegio.
Sara juntó las manos sobre su regazo bastante tensa.
Sus ojos se movieron a los costados, como si buscara a alguien que la salvara del momento. No la culpaba. Mi entusiasmo no siempre caía bien.
Intenté suavizar mi postura.
—Mírame —le pedí con voz tranquila.
Sus ojos temblorosos se levantaron y se encontraron con los míos.
—Sé que esto es nuevo para ti. Sé que te sientes fuera de lugar —dije, bajando un poco el tono—. Puedo entenderlo. Creo que la emoción me está ganando más de lo normal.
Sonreí y desvié la mirada un segundo, intenté recuperar el control. No estaba acostumbrado a mostrar vulnerabilidad frente a nadie.
—Pero quiero que entiendas que lo que llevas en tu vientre… —busqué mis palabras—, es lo más valioso que tengo en este mundo. Mis hijas no son un capricho. Son el legado de mi vida entera.
Ella apretó los labios, incómoda, y aunque no dijo nada, pude ver que la idea la abrumaba.
Al parecer estaba dejando que el deseo de ser padre me volviera más impulsivo de lo que jamás había permitido.
Pero, lo que importaba es que ella estaba ahí en mi casa.
No podía evitarlo, la emoción seguía martillando en mi pecho, demasiado intensa y no tenía intención de contenerla.







