Mundo ficciónIniciar sesión…..Caleb Evans….
La idea de que Sara pudiera sentirse sola o desatendida durante el embarazo me inquietaba más de lo que quería admitir.
No sé en qué momento pasó, pero cada día me descubro deseando verla sonreír, deseando que me vea como alguien confiable, alguien que está ahí… no solo como padre, sino como hombre.
Así que esa mañana tomé el teléfono sin dudar.
—Señor Evans, buenos días —contestó el director del banco.
—Necesito una tarjeta nueva —dije, apoyando el codo en el escritorio—. Una tarjeta negra. Límite abierto.
—¿Para uso personal o asignada a un tercero?
—Para la madre de mis hijas —respondí, y no pude evitar sonreír—. Quiero que tenga libertad para comprar lo que necesite… ropa para las niñas, cosas de maternidad, lo que quiera.
El hombre tomó nota de inmediato. Yo continué:
—Y asegúrese de que llegue hoy mismo. Quiero enviársela con mi equipo de seguridad.
Colgué y respiré hondo. No sé qué tenía esa mujer que me hacía actuar así. Quizás era su mirada tranquila, o el modo en que hablaba suave, como si el mundo no hubiera sido cruel con ella.
Tal vez era el hecho de que estaba cargando a mis hijas… o que quería que no tuviera miedo de mí.
Llamé a Milton, jefe de seguridad.
—Acompañarás a Sara donde quiera que vaya.
—Como usted ordene, señor Evans.
—No la presiones —añadí—. Solo asegúrate de que esté segura. No quiero que nada le pase.
Pasé un largo rato dubitativo antes de enviarle el ramo que había elegido: rosas blancas, lilas, y unas pequeñas peonías que, según la florista, daban paz.
«Quiero que pase cada día de su embarazo feliz», pensé mientras confirmaba la entrega.
Si algo le ocurría… si un día se sentía incómoda, triste o desprotegida… jamás me lo perdonaría.
Ella es la madre de mis hijas.
Y aunque aún estamos construyendo una relación, quiero que pueda confiar en mí.
Quiero que sepa que estoy aquí para ella en todo.
Más tarde, cuando supe que había recibido las flores, me atreví a llamarla.
—Sara… ¿te gustaron las flores?
—Sí, Caleb… gracias, son hermosas.
—Quiero que estés bien —dije, bajando la voz. A veces las palabras me salían más suaves de lo que planeaba—. Y quiero verte sonreír más seguido.
Sentí que me sonrojaba como un idiota. Pero era la verdad.
…..
Me ajusté la corbata frente al espejo, repasando con los dedos el nudo perfecto que siempre me caracterizaba.
Tenía un día importante por delante y nada podía salirme mal. Giré hacia Luis Mario, que esperaba con la tableta en mano, atento como siempre.
—Llévame al hotel —le pedí mientras tomaba mi maletín—. Tengo una reunión con el inversionista de Nueva York en menos de una hora. Quiero llegar antes, necesito revisar que todo esté en orden.
—Por supuesto, señor Evans —respondió él, siguiéndome hasta el ascensor.
Subimos al coche y durante el trayecto revisé algunos correos. Luis Mario me comentó detalles menores de agenda, pero mi mente ya estaba en el hotel, me encanta que todo sea perfecto.
Al llegar al hotel, apenas crucé la puerta principal, noté cómo todos se tensaban ligeramente. Era inevitable.
Mi presencia significaba inspección, y una inspección conmigo no era un juego. Sin embargo, confiaba profundamente en mi jefe de personal; jamás me había fallado.
—Buenas tardes, señor Evans —me saludó una recepcionista con una sonrisa falsa.
—Buenas tardes —respondí sin detenerme.
Comencé mi recorrido habitual. Subí a los pisos superiores, revisando las habitaciones que debían estar vacías.
Entraba, comprobaba la limpieza, el olor, la iluminación, el orden de las sábanas, incluso la posición de las cortinas.
Todo debía transmitir excelencia. Y, como siempre, el hotel lucía impecable.
Mientras supervisaba los últimos pasillos, me ajusté la corbata y quise dirigirme hacia la recepción con la intención de pedir que me mostraran cómo estaba funcionando la vigilancia del hotel.
Necesitaba verificar que todo estuviera en orden antes de mi reunión con el inversionista. No me gustaba dejar nada al azar.
—Quiero ver las cámaras del vestíbulo y los ascensores —dije apenas llegué al mostrador.
El recepcionista asintió nervioso y me indicó que esperara unos segundos mientras cargaba las imágenes.
Me crucé de brazos, analizando mentalmente cada detalle que debía corregir antes de la reunión. Entonces ocurrió.
Una de las empleadas entró tambaleándose desde la calle. Su uniforme estaba arrugado y sucio. Su rostro tenía un color que me desagradó de inmediato. Ni siquiera alcanzó a dar dos pasos cuando llevó una mano a su boca.
—¡No! —grité, pero ya era tarde.
La mujer vomitó justo frente a mí. Las arcadas, el olor… sentí cómo la ira me trepaba por la espalda. Bajé la mirada y vi mis zapatos de diseñador manchados y mis pantalones italianos salpicados.
—¿Qué demonios hizo? —estallé, retrocediendo con asco—. ¡Mire lo que provocó!
Ella tartamudeó algo, intentando disculparse, pero la interrumpí con un gesto brusco.
—¡Ni una palabra! —gruñí—. ¿Cómo se atreve a entrar así al hotel? ¿Cómo se atreve a arruinar mi imagen frente a mis empleados?
La mujer dio un paso atrás, temblando.
—S-señor, yo… me sentía mal… no pude..
—¡No me interesa! —exclamé, elevando la voz lo suficiente para que todos escucharan—. Este es un hotel de lujo. Aquí no tolero desorden, ni mediocridad, ni empleados que no controlan ni su propio estómago.
El recepcionista se paralizó cuando me giré hacia él.
—Despídala —ordené con frialdad—. Sin compensación, sin liquidación, sin un solo centavo. Yo no pago por incompetencia.
Ella abrió los ojos, aterrada.
—Por favor, señor… se lo ruego… yo no quise…
—¿Quiere que repita mis palabras? —me incliné apenas hacia ella—. Soy Caleb Evans. El dueño de este hotel. Yo decido quién se queda y quién se va. Y usted… está fuera de mi empresa.
La mujer retrocedió como si la hubiera golpeado. Vi sus manos temblar mientras intentaba limpiar su rostro. Dio un paso, luego otro. Sus ojos estaban rojos, desesperados como si hubiera visto a un demonio.
No me conmovió. No era mi problema.
—Lárguese antes de que llamé a seguridad —añadí, seco.
La empleada se volteó y salió corriendo, prácticamente huyendo del vestíbulo. Escuché a uno de los botones murmurar algo por lo bajo, pero no me importó. Solo observé mis zapatos manchados y sentí cómo la rabia volvía a sacudir mi pecho.
—Esta humillación —murmuré entre dientes— me la va a pagar.
Y mientras pedía que alguien me trajera un par de zapatos nuevos desde mi oficina privada, pensé en que esa mujer jamás volvería a pisar uno de mis hoteles.
Jamás.







