Mundo ficciónIniciar sesión…..Berenice Jones…..
Caminé a la habitación completamente lastimada, dispuesta a recoger lo poco que realmente era mío… o lo que creía que seguía siéndolo. Saqué del clóset la maleta Gucci que Alberto me había regalado hace un par de años; en su momento me pareció un gesto romántico, ahora solo me recordaba lo ingenua que había sido.
Abrí la cremallera y comencé a guardar mis útiles personales, el computador, varios vestidos, zapatos y pijamas.
Por último, tomé en mi mano el cofre con todas mis joyas de edición especial cada pieza tenía un valor inmenso para mí: aniversarios, cumpleaños, navidades… yo siempre las protegía como un tesoro. Pero ahora debía llevármelas porque, aunque me dolía admitirlo, debía pensar en mis hijas, en su futuro, en lo que necesitarían cuando nacieran.
Me limpiaba las lágrimas que corrían por las mejillas sin control. Guardé también mis abrigos de piel; se acercaba el invierno y sabía que el frío iba a doblegarme si no me preparaba. Cerré la maleta con un suspiro largo y resignado.
Apenas crucé la puerta, vi algo que me hizo detenerme en seco.
La hermana de Alberto, Mónica, estaba entrando varias maletas enormes que no eran de ella. Se veía radiante.
—Apúrate y lárgate dejando a mi hermano en paz —soltó con esa lengua venenosa que siempre había tenido.
Pero antes de que pudiera responderle, entró una mujer con una barriga enorme, a punto de estallar. Caminaba con una sonrisa hipócrita y con mucha seguridad.
Luego, Alberto apareció delante de mí, con el ceño fruncido.
—Si te vas de la casa —dijo con frialdad—, no te vas a llevar nada.
Apenas terminó de hablar, se lanzó sobre mí. Me arrancó el cofre con las joyas y tiró de la maleta.
—¡Son mis cosas! —le reclamé, aferrándome a la manija con todas mis fuerzas.
—Todo esto lo compré yo —gruñó—. No te pertenece nada.
Intenté luchar, aunque sabía que él tenía más fuerza. Me empujó, me quitó el cofre de un tirón y la maleta se escapó de mis manos.
—Estas cosas de ahora en adelante le pertenecen a mi futura esposa, Yenny —añadió con una sonrisa asquerosa, señalando a la mujer embarazada.
La fulana esa, sonrió, sobreactuando el dolor de espalda, y se sentó sin pudor alguno en el mismo mueble donde unos minutos antes Alberto se había revolcado con las prostitutas.
Enseguida mi suegra apareció por detrás como una rata que huele comida nueva. Corrió hacia Yenny y comenzó a sobarle la panza con exageración.
—Ay, mi amor, ya quiero conocer a mi nietecito —exclamó con dulzura falsa, como si yo no estuviera ahí.
Era evidente: el bebé que esa mujer esperaba era de mi marido.
Al darme la vuelta para irme, todavía con la dignidad colgándome de un hilo, Alberto se acercó de nuevo, rápido como un ladrón. Tiró de mi bolso y me lo arrancó de las manos.
—También me quedo con la tarjeta —dijo metiéndosela en el bolsillo delantero—. Necesito pagar unas cosas para el bebé. Tú ya no la vas a necesitar.
—¿Saben qué? Pues quédate con mis cosas, por ahora. Entrégale a esa mujer el lugar que ni tú, Alberto, ni tu madre fueron capaces de darme en esta casa.
Apunté directamente a Yenny, que seguía sobándose la panza:
—Y tú… vas a arrepentirte de meterte con este hombre. No tienes idea del tipo de vida que te espera.
Ella abrió la boca exageradamente para gritar.
—¡Me quiere hacer abortar! —gritó, llevándose dramáticamente las manos al vientre—. ¡Ay, Dios mío! ¡Me va a hacer daño!
Era la actuación más barata que había visto en mi vida.
Monica, siempre tan servicial cuando se trataba de seguirme destruyendo, se lanzó hacia mí y me agarró del brazo como si fuera una delincuente.
—¡Ya fuera de aquí! —dijo mientras me empujaba hacia la puerta.
Me planté en el quicio de la puerta, empapada de rabia y dignidad lastimada, y grité con toda la fuerza que me quedaba:
—¡Quiero el divorcio, Alberto! ¡Y voy a quedarme con todo lo que me corresponde! No vas a deshacerte de mí así de fácil.
Él se cruzó de brazos y me miró con una sonrisa soberbia.
—¿De verdad crees que puedes exigirme algo? —soltó una carcajada seca—. No eres nada sin mí, Berenice. Nada.
—Ya veremos quién se queda sin nada —respondí con voz firme, mirándolo directo a los ojos—. Esto no termina aquí.
Bajé del edificio sin mirar atrás y apenas llegué a la acera, me senté sin fuerzas... Estaba vacía… sin casa, sin pertenencias, sin un rincón propio donde meterme a llorar.
Pensé en buscar al tal señor Evans, el hombre detrás de todo esto. Tal vez él podría ayudarme… pero sabía que eso significaba entregarle a mis hijas sin pelear. Él mismo lo dijo: no permitiría que crecieran lejos de él. Y yo no pensaba perderlas, por nada del mundo.
De pronto empezó a caer un aguacero cruel. Mi ropa se empapó en segundos y sentí cómo el frío se me metía en los huesos, así que me levanté y caminé bajo esa tormenta hasta el único lugar donde podía entrar sin que me sacaran a empujones: el hotel donde trabajaba.
Apenas cruzó la puerta, el jefe de personal vino hacia mí alarmado.
—Berenice… ¿qué te pasó? Estás empapada.
Tragué saliva con esfuerzo. Sentía la garganta cerrada.
—Mi esposo… me echó a la calle —respondí con voz apagada—. Sin nada.
El jefe entró a una habitación cercana y volvió con una toalla, dejándola sobre mis hombros con torpeza.
—Quisiera ayudarte, pero no sé cómo —murmuró, claramente incómodo por la situación.
—Déjeme quedarme en la habitación de descanso —pedí, casi en un susurro—. Solo por un par de días mientras resuelvo.
El joven respiró hondo y negó con la cabeza.
—No puedo decidir eso yo solo, Berenice. Tengo que consultarlo con el jefe.
Lo vi alejarse un poco mientras hablaba por teléfono. No tardé en escuchar la respuesta desde donde estaba:
—El hotel no es un refugio. Aquí no hacemos obras de caridad.
Cerré los ojos para no quebrarme allí mismo, pero el encargado volvió enseguida, nervioso, y me entregó una llave a escondidas.
—Toma. Esto va en contra del reglamento, pero no voy a dejarte afuera así. Cámbiate, estás tiritando —me ofreció un uniforme doblado—. Descansa, por hoy no estás en condiciones de trabajar.
Lo miré sin saber cómo agradecerle.
—Gracias… de verdad.
—Solo cuídate —respondió él, evitando que nadie nos viera.
Fui al pequeño cuarto de descanso y cerré la puerta. El espacio era tan reducido que apenas cabía la camita. No tenía suficiente ventilación, pero al menos estaba a salvo de la lluvia.
Me senté en la cama y me cubrí el rostro con ambas manos mientras las lágrimas salían sin permiso.
Esa noche maldije mi destino, maldije a Alberto… pero, sobre todo, me prometí que no iba a dejar que mis hijas nacieran en medio de tanta miseria. Tenía que encontrar la forma de salir adelante, aunque en ese momento no viera ni la más mínima luz.







