El día de mi boda debía ser el más feliz de mi vida. Al menos, eso decía el guion. Nuestras familias lo habían decidido todo por nosotros: Günter, el heredero perfecto, y yo, Olivia, la prometida ideal. Nos conocíamos desde niños, desde antes de entender qué significaba estar unidos para siempre. Pero nada en aquella ceremonia fue real. Ni su mirada. Ni su beso. Ni su “sí”. Günter tenía el rostro de un dios y el corazón en otra parte. En otra mujer. Y yo... yo tenía un vestido blanco, una sonrisa ensayada y el alma desgarrada en silencio.
Leer másEl día de nuestra boda fue, al menos en papel, el día que había soñado toda mi vida.
Günter Ryker y yo estábamos comprometidos desde antes de saber hablar. Literalmente. Nuestras familias, dos de las más poderosas de Alemania, ahora establecidas en América, habían unido nuestros nombres antes de que siquiera tuviéramos conciencia de lo que eso significaba. Conocía a Günter desde siempre. De niños jugábamos en los extensos jardines de nuestras mansiones, corriendo entre fuentes, estatuas y secretos familiares. Y tengo que confesarlo: siempre estuve un poco loca por él. Günter siempre había sido imposible de ignorar. Alto. Imponente. Con esa presencia que llenaba una habitación aunque no dijera una sola palabra. Tenía el cabello tan negro como la noche más cerrada, liso, siempre perfectamente peinado, como si cada hebra supiera exactamente su lugar. Y luego estaban sus ojos… Azules. Tan azules como el mar en calma justo antes de una tormenta. Claros, intensos, pero también distantes, como si miraran más allá de todo y de todos. Como si el mundo no pudiera tocarlo del todo. Su piel era tan blanca que a veces parecía irreal, casi como si no perteneciera a esta época ni a este planeta. Una palidez elegante, heredada, seguramente, de generaciones que no conocieron el sol más que en vacaciones breves y controladas. Y su cuerpo… Dios. Su cuerpo era una escultura viviente. De hombros anchos, espalda recta y músculos marcados con la precisión de alguien que entrena, no por vanidad, sino por disciplina. Cada movimiento suyo tenía una elegancia natural, casi felina. Caminaba como si el suelo debiera agradecérselo. Era guapo. Tan guapo y de esa forma perfecta de catálogo, con ese atractivo silencioso que no necesita esfuerzo. Incluso en la adolescencia, cuando todo en mí era caos y complejos, él parecía inmune al desorden. Y quizás por eso me gustaba más. Mi madre no ayudaba. Me lo había metido por los ojos desde que tengo uso de razón. “Un Ryker es una joya rara, querida. Y tú tienes la suerte de tenerlo en la palma de la mano.” A veces no sabía si lo amaba de verdad… o si era el resultado de tantos años de exposición y expectativas. Pero en ese momento, frente al altar, eso ya no importaba. Estaba a punto de decir “sí”. Y esa palabra iba a cambiarlo todo. Günter estaba serio. No serio por nervios. No serio por emoción contenida. Serio… como quien preferiría estar en cualquier otro lugar. Tenía el ceño tan fruncido que, por un instante, me pregunté si estaba enfadado. O arrepentido. O ambas cosas. Pero seguía allí, de pie, con ese porte impecable que tan bien dominaba, como si pudiera disfrazar la incomodidad con elegancia. Mi padre me entregó su brazo con orgullo, pero yo apenas lo sentí. Todo mi cuerpo estaba tenso. Cada paso hacia Günter era una pregunta sin respuesta. ¿Pensaría en mí? ¿O en ella? Sí, ella, Paula Hool, la mujer con la que se le había visto a Günter últimamente, aunque a mí no se me permitió ver a nadie más, a él sí, porque era un hombre y los hombres tienen necesidades, decía mi padre. A Paula la conocí en el club de tenis, yo ni siquiera sabía quién era y mientas me tomaba un descanso, ella se acercó a mí y sacó sus garras diciéndome que Günter y ella estaban juntos. Me quise morir cuando ella me enfrentó, pero cuando llegué a casa echa un mar de lágrimas, mi madre me calmó diciéndome que con quien se iba a casar era conmigo y que dejara de preocuparme por sus aventuras, que nunca serían más que eso. Sus palabras resonaban en mi cabeza como un recordatorio Era de conocimiento que él y yo nos casaríamos, pero también era de conocimiento que él y Paula estaban juntos. Y lo que más me dolía de esto, era que el la miraba como nunca me miraba a mí, con ojos de amor, como quien puede dar la vida por ese alguien. Y aunque nadie lo decía en voz alta, todos sabíamos que el corazón de Günter no me pertenecía. Al menos… no todavía. Sin embargo, ahí estaba yo. A punto de comprometerme con un hombre que me había mirado miles de veces… pero nunca como yo soñaba. Cuando llegué a su lado, me tomó la mano. Fría. Tensa. Nuestros ojos se encontraron. Y entonces lo vi. Por un segundo. La duda. La culpa. La ausencia. Apreté los labios. No podía llorar. No ahora. El sacerdote comenzó a hablar. Las palabras se volvían ruido blanco en mi mente. “El matrimonio es una unión sagrada…” Miré a Günter de reojo. Y él no me miraba a mí. Miraba al frente. Como si deseara que todo pasara rápido. Tragué saliva. Sonreí para las cámaras. Para los invitados. Para mi madre. Pero por dentro… una parte de mí se rompía en silencio. El sacerdote carraspeó suavemente y comenzó con las primeras palabras del rito. Su voz sonaba solemne, firme, como si las palabras que pronunciaba tuvieran siglos de historia apoyándolas. —Queridos hermanos, hemos venido hoy aquí a presenciar la unión sagrada entre Günter Ryker y Olivia Koch... Sentí cómo todos los ojos se posaban sobre nosotros. Sobre mí. Sobre mi vestido blanco de encaje francés, hecho a medida, cada puntada pensada para convertirme en la esposa perfecta. La hija perfecta. La prometida que siempre fui. Estaba parada junto a él. Junto al hombre al que le había dedicado tantos sueños, tantas esperanzas. Pero junto a él, yo me sentía pequeña. No solo por su estatura. Günter siempre había sido una torre a mi lado, sino por su forma de estar. Su inmovilidad. Su silencio. Era como si su cuerpo estuviera allí, pero su mente… no. Su mano sostenía la mía, pero no con calidez. Era una sujeción mecánica. Como si cumpliera un gesto que le habían enseñado a repetir. Miré de reojo sus facciones talladas en mármol. Sus labios eran firmes, su mandíbula marcada, y los ojos… Dios, esos ojos. Azules como el mar báltico, pero fríos. Distantes. Que me lo delataban pensando en Paula. La ceremonia avanzaba. El sacerdote hablaba de fidelidad, de respeto mutuo, de construir un futuro juntos. Palabras hermosas… que parecían no tener dónde anclarse entre nosotros. Yo asentía con educación, sonreía a intervalos, porque así me lo habían enseñado. Pero dentro de mí, cada palabra era un eco vacío. Un susurro que golpeaba una pared agrietada. —Olivia Koch —dijo el sacerdote, volviéndose hacia mí—, ¿aceptas a Günter Ryker como tu legítimo esposo, para amarlo y respetarlo, en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, todos los días de tu vida? Tragué saliva. Sentí la mirada de mi madre desde la primera fila. Orgullosa. Inquebrantable. Sentí la de mi padre también. Él, más rígido. Más consciente del negocio que era esta unión. Y sentí la de Günter. Fija. Pero no cálida. —Sí —respondí, con voz firme. Aunque dentro de mí… temblaba. El sacerdote giró entonces hacia él. —Günter Ryker, ¿aceptas a Olivia Koch como tu legítima esposa…? El mundo se detuvo un segundo. O al menos así lo sentí. Porque antes de responder, él tardó. No mucho. Apenas un instante. Pero suficiente.. Suficiente para saber que había un universo entre lo que estaba diciendo y lo que en verdad sentía. —Sí —dijo finalmente. Su voz fue grave. Impecable. Vacía. Y en ese instante, lo supe. Nos acabábamos de casar. Pero él no me había elegido. —Pueden besarse. La frase cayó como una sentencia. Como un telón que debía abrirse para la escena final del acto. Günter me miró por fin. No como yo siempre había imaginado, no con ternura ni emoción. Solo me miró porque debía hacerlo. Porque las cámaras esperaban. Porque todos esperaban. Acercó su rostro al mío con un gesto lento, medido, perfectamente ejecutado. Yo cerré los ojos antes de que pudiera ver la falta de deseo en los suyos. Sus labios rozaron los míos con una delicadeza tan ensayada, tan distante, que no sentí nada. Nada. Ni el temblor que había esperado toda mi adolescencia. Ni la certeza de estar donde debía. Ni siquiera el calor de una promesa. Solo silencio. Solo el aplauso de fondo. Solo vacío. Nos separamos y él me ofreció su brazo. Lo tomé. Era rígido. Firme como una columna. Y yo, a su lado, con mis tacones apenas lograba alcanzar su hombro. Siempre había sido menuda comparada con él, pero en ese momento… me sentí más pequeña que nunca. Salimos juntos por el pasillo central, rodeados de pétalos lanzados al aire, flashes de cámaras, sonrisas fingidas y miradas interesadas. Yo sonreía también, como me habían enseñado. Una sonrisa exacta. Fotogénica. Inquebrantable. Pero por dentro, algo en mí se deshacía. Cuando subimos al auto que nos llevaría a la recepción, él se acomodó a su lado, sacó el móvil y comenzó a revisar mensajes. Como si nada acabara de pasar. Como si no acabáramos de firmar el resto de nuestras vidas. Lo observé en silencio. Y entonces lo vi. En la pantalla de su móvil, muy brevemente, apareció un nombre. Un mensaje no leído. “Paula.” Tuve que apartar la mirada. El coche siguió su marcha. Y yo, por primera vez desde que me puse el vestido, empecé a preguntarme… ¿qué había hecho?El día de nuestra boda fue, el día que había soñado toda mi vida.Sin embargo, hoy todo era diferente. Hoy no había lugar para los fantasmas del pasado: ni la rigidez de aquel primer altar, ni la tristeza silenciosa que me ahogaba el corazón. Esta vez, caminé hacia él con la certeza de que mi mano encontraría su calor; con la seguridad de que su mirada, gris, se posaría en mí con amor genuino.Me vestí en la suite de la casa de mi padre, rodeada por Alana, y mi madre. Alana llegó temprano, con una sonrisa radiante y una caja pequeña en las manos. Dentro había unos pendientes de perlas, regalo de Alana para recordarme que, en medio de los protocolos y las expectativas, siempre debía ser yo misma.—Para que brilles, Oli —susurró mientras me los colocaba—. Hoy es tu día, y nadie más puede apagarte.Sentí un nudo de gratitud y emoción en la garganta. Alana había sido testigo de cada avance y retroceso, de cada terapia y de cada paso hacia la reconciliación con Günter. Ella sabía todo de n
Algo en mí había cambiado. No de golpe, no como quien enciende una luz. Era más bien como si hubiese estado abriendo lentamente una ventana, dejando entrar el aire sin darme cuenta.Desde que le dije que sí, que quería ser su novia, no sentí que mi vida girara alrededor de Günter. Y esa fue, quizás, la señal más clara de que esta vez lo estábamos haciendo bien.No me convertí en una extensión de él. No vivía pendiente del teléfono, ni estructuraba mis días según sus horarios. Seguía trabajando en mis proyectos personales. Empecé clases de fotografía los jueves por la tarde. Volví a escribir en mi diario con constancia. Llamaba a mis padres, leía antes de dormir, cocinaba para mí aunque no viniera nadie a cenar.Günter estaba presente. A veces con flores, a veces con silencio. Con besos en la frente y café en mano. Con conversaciones largas sobre nuestros miedos, y otras veces, con solo mirarnos desde el otro lado del sofá, sabiendo que el amor también es espacio.No necesitaba probarm
La sala de terapia estaba en penumbra, como si la luz suave fuera una invitación al desarme. Lara nos esperaba sentada, con su libreta cerrada en el regazo. Günter llegó puntual, como siempre. Se quitó el abrigo en silencio y me saludó con un leve roce en la espalda. Llevábamos un mes asistiendo a estas sesiones, pero algo en su postura ese día era distinto. Más tenso. Más contenido.—Hoy me gustaría que habláramos de lo que no se dijeron cuando Olivia se fue a Boston —dijo Lara, sin rodeos—. No de lo que pasó alrededor. Solo… de lo que se callaron. De lo que dolió.Günter no dijo nada de inmediato. Miraba al suelo, los dedos entrelazados, los hombros rígidos. Yo tampoco hablé. El silencio de esa tarde no era un refugio, era un campo minado.—Me sentí reemplazado —dijo él, de pronto—. No por Cassian. Por tu decisión de irte sin mí. Por la forma en que lo hiciste. Como si no valiera ni siquiera una despedida clara.Me obligué a sostener su mirada. Lo había escuchado antes, pero no así.
Solo me quedé con Günter esa noche, fue como una despedida para ese tiempo que vivimos en la cabaña.La mañana siguiente, Günter me llevó a mi apartamento.El departamento se sentía más grande que antes. No porque algo hubiera cambiado en los metros cuadrados, sino porque ahora me costaba menos respirar. Había dejado mi maleta al lado del sofá, sin abrir, y me serví un té. Günter me había acompañado hasta la puerta, pero no pasó. Se quedó en el pasillo, como si ese umbral representara algo más que una entrada. Como si supiera que necesitábamos nuestro espacio.—¿Me vas a llamar si necesitas algo? —preguntó.—¿Me vas a contestar si lo hago? —repliqué, con una sonrisa cansada.Él asintió, esa media sonrisa torcida que solo aparece cuando está nervioso.—Entonces estamos bien —dije.No hubo beso de despedida. Solo una mirada larga. De esas que guardan más promesas que cualquier palabra.Cerré la puerta con cuidado. No por miedo. Por respeto. A lo que habíamos vivido. A lo que apenas empe
Günter estaba frente a mí. A menos de un paso.Podía olerlo. Sentir el temblor apenas contenido en su respiración.—No quiero perderte otra vez —dijo, con la voz quebrada.Y entonces, me besó.No fue un beso lento, ni dulce, ni calculado. Fue un beso con hambre, con rabia, con años de silencios acumulados. Su boca me buscó como si fuera su única certeza. Y yo… yo lo dejé. No por debilidad, sino porque también lo necesitaba.Nos habíamos pasado la vida construyendo muros. Esa noche los derrumbamos todos.Su cuerpo me rodeó con fuerza. Me alzó como si el suelo ya no existiera y me llevó hasta la habitación del piso superior. No me pidió permiso. No hizo preguntas. Pero tampoco fue una invasión. Fue reconocimiento. Un reencuentro.Me quitó el abrigo con torpeza. Yo deslicé su camiseta por sus hombros. Nos miramos un instante, entre la sombra y la luz anaranjada del pasillo. Tenía el rostro tenso, los ojos ardiendo, y aun así temblaba.—Dime si quieres que me detenga —susurró.Negué con l
La casa volvió a llenarse de silencio tras la tormenta.Me quedé ahí, apoyada contra la puerta cerrada, sintiendo cómo todo mi cuerpo temblaba. El llanto venía en oleadas. No eran lágrimas suaves. Eran brutales. Gritos que no salían. Golpes invisibles al pecho. Una especie de desgarro que nacía desde lo más hondo y no pedía permiso para doler.Pasó un rato, no sé cuánto, hasta que me obligué a moverme. Me arrastré hasta el sofá, no por comodidad, sino porque mis piernas ya no sostenían tanta verdad junta.Cassian se había ido. Pero sus palabras, su silencio cuando más necesitaba explicaciones, aún flotaban en el aire como una corriente helada.Yo lo había amado. Lo había amado con todo lo que me quedaba después de Günter, después del miedo, después de la fuga. Y él… él me había usado como peón en una venganza.Lo más cruel era que no podía negar lo que sentí. Que una parte de mí, aunque hoy la negara, había encontrado paz entre sus brazos. Había creído en él. Y ese era el verdadero en
Último capítulo