El día de mi boda debía ser el más feliz de mi vida. Al menos, eso decía el guion. Nuestras familias lo habían decidido todo por nosotros: Günter, el heredero perfecto, y yo, Olivia, la prometida ideal. Nos conocíamos desde niños, desde antes de entender qué significaba estar unidos para siempre. Pero nada en aquella ceremonia fue real. Ni su mirada. Ni su beso. Ni su “sí”. Günter tenía el rostro de un dios y el corazón en otra parte. En otra mujer. Y yo... yo tenía un vestido blanco, una sonrisa ensayada y el alma desgarrada en silencio.
Ler maisPasaron dos días más y el no dijo nada y yo tampoco. Me sentía una cobarde por ello.Dos días en los que yo supe que no podía seguir esperando a que él hablara primero.Esa noche, cuando lo vi salir del baño con el mismo paso lento, la toalla colgando de su hombro, la mirada perdida en el suelo, lo supe: si no lo enfrentaba ahora, si no decía lo que ardía en mi pecho, iba a quemarme desde adentro.—Günter —dije, firme.Se detuvo. No me miró. Pero me escuchó.—Tenemos que hablar.Un silencio pesado. El tipo de silencio que precede a las tormentas.—No ahora —murmuró.—Sí. Ahora.—Dilo —fue lo único que dijo.Me quedé de pie en medio de la habitación. Temblando. No de miedo, sino de todo lo que venía acumulando.—Divorciémonos. Sé que estás pensando en irte.Sus ojos se alzaron por fin. Me miró. De verdad. Por primera vez en semanas.—¿Qué…?—No me tomes por estúpida, Günter. —Mi voz era baja, pero cada palabra salía afilada—. Lo sé. Lo he sabido desde el día del funeral. Desde antes, i
Amanecía en Florencia.El cielo pálido y las primeras voces de la ciudad se colaban por el ventanal abierto, pero dentro de la habitación todo seguía suspendido en ese silencio raro, expectante.Yo estaba despierta, tumbada de espaldas, sintiendo todavía en mi piel el eco de la noche anterior. Él también. No dormía. Solo respiraba junto a mí, en silencio.Günter giró la cabeza y me miró, como si hubiera algo que no pudiera seguir guardándose.—Ya estamos casados, Olivia —dijo, sin dureza, sin frialdad. Solo con resignación—. Lo estaremos toda la vida.Esperé, sabiendo que venía algo más.—Así que lo mejor —añadió— es que dejemos de hacernos la vida imposible. El pasado… es pasado. No podemos cambiarlo. No podemos vivir eternamente en él.No había disculpas. No había promesas vacías. Solo una sinceridad desnuda, inesperada.—¿Qué propones? —pregunté, sin rastro de ironía.Se incorporó un poco, mirándome desde arriba, más serio que nunca.—Una tregua —dijo—. Dejemos de hacernos daño. Ap
Un segundo de silencio. Luego otro. Y entonces, el leve giro de su cabeza.—No es asunto tuyo —dijo, cortante como una cuchilla.Me levanté de la cama de golpe, como si sus palabras me hubieran empujado. Caminé hasta el centro de la habitación, sintiendo el latido de mi corazón en los oídos, el ardor en mis manos.—¿No es asunto mío? —repetí, incrédula—. ¿De verdad crees que no tengo derecho a preguntarlo? ¿Que no tengo derecho a saber por qué invitaste a tu amante a nuestra boda? ¿Por qué la miraste como si el mundo se acabara mientras bailabas conmigo?Él se giró completamente. Ya no era el hombre frío y contenido de antes. Sus ojos brillaban de ira, o de dolor, o de algo peor.—¡Sí, la invité! —gritó—. ¡La invité porque necesitaba verla una última vez! Porque ella... porque ella se va. Se va del país mañana. Y tenía que despedirme.—¿Despedirte? —repetí, con la voz rota—. ¿Y qué se supone que soy yo en todo esto? ¿Un premio de consolación? ¿Un castigo?—¡Todo esto tiene que ver con
La recepción era perfecta. Perfectamente decorada. Perfectamente iluminada. Perfectamente vacía por dentro.Cientos de personas llenaban el salón dorado del Hotel Vanenburg. Rostros conocidos, otros que solo reconocía de fotos en prensa. Empresarios, herederas, políticos, periodistas cuidadosamente seleccionados. Una lista de invitados construida como un tablero de ajedrez.Y en medio de todo eso… nosotros. Los recién casados. “La pareja perfecta”.Günter y yo hicimos nuestra entrada con la elegancia de una portada de revista. Todos aplaudieron. Las cámaras nos capturaban a cada paso, pero yo apenas podía mirar al frente sin sentir que estaba caminando sobre cristales.Él seguía en silencio. Cortés. Formal. Educado hasta el límite de la frialdad.Durante la cena, charló con su padre y un socio sueco sobre inversiones. Yo sonreí a las tías mayores, agradecí cumplidos sobre mi vestido, y fingí no notar cómo él evitaba cualquier tipo de contacto visual conmigo.La comida sabía a cartón.
El día de nuestra boda fue, al menos en papel, el día que había soñado toda mi vida.Günter Ryker y yo estábamos comprometidos desde antes de saber hablar. Literalmente. Nuestras familias, dos de las más poderosas de Alemania, ahora establecidas en América, habían unido nuestros nombres antes de que siquiera tuviéramos conciencia de lo que eso significaba.Conocía a Günter desde siempre. De niños jugábamos en los extensos jardines de nuestras mansiones, corriendo entre fuentes, estatuas y secretos familiares. Y tengo que confesarlo: siempre estuve un poco loca por él.Günter siempre había sido imposible de ignorar.Alto. Imponente. Con esa presencia que llenaba una habitación aunque no dijera una sola palabra. Tenía el cabello tan negro como la noche más cerrada, liso, siempre perfectamente peinado, como si cada hebra supiera exactamente su lugar. Y luego estaban sus ojos…Azules. Tan azules como el mar en calma justo antes de una tormenta. Claros, intensos, pero también distantes, co