Günter estaba frente a mí. A menos de un paso.
Podía olerlo. Sentir el temblor apenas contenido en su respiración.
—No quiero perderte otra vez —dijo, con la voz quebrada.
Y entonces, me besó.
No fue un beso lento, ni dulce, ni calculado. Fue un beso con hambre, con rabia, con años de silencios acumulados. Su boca me buscó como si fuera su única certeza. Y yo… yo lo dejé. No por debilidad, sino porque también lo necesitaba.
Nos habíamos pasado la vida construyendo muros. Esa noche los derrumbamos todos.
Su cuerpo me rodeó con fuerza. Me alzó como si el suelo ya no existiera y me llevó hasta la habitación del piso superior. No me pidió permiso. No hizo preguntas. Pero tampoco fue una invasión. Fue reconocimiento. Un reencuentro.
Me quitó el abrigo con torpeza. Yo deslicé su camiseta por sus hombros. Nos miramos un instante, entre la sombra y la luz anaranjada del pasillo. Tenía el rostro tenso, los ojos ardiendo, y aun así temblaba.
—Dime si quieres que me detenga —susurró.
Negué con l