La recepción era perfecta. Perfectamente decorada. Perfectamente iluminada. Perfectamente vacía por dentro.
Cientos de personas llenaban el salón dorado del Hotel Vanenburg. Rostros conocidos, otros que solo reconocía de fotos en prensa. Empresarios, herederas, políticos, periodistas cuidadosamente seleccionados. Una lista de invitados construida como un tablero de ajedrez. Y en medio de todo eso… nosotros. Los recién casados. “La pareja perfecta”. Günter y yo hicimos nuestra entrada con la elegancia de una portada de revista. Todos aplaudieron. Las cámaras nos capturaban a cada paso, pero yo apenas podía mirar al frente sin sentir que estaba caminando sobre cristales. Él seguía en silencio. Cortés. Formal. Educado hasta el límite de la frialdad. Durante la cena, charló con su padre y un socio sueco sobre inversiones. Yo sonreí a las tías mayores, agradecí cumplidos sobre mi vestido, y fingí no notar cómo él evitaba cualquier tipo de contacto visual conmigo. La comida sabía a cartón. El vino, a nada. Y entonces llegó el primer baile. El maestro de ceremonias nos anunció con entusiasmo, como si estuviéramos encantados de compartir ese momento íntimo frente a doscientas personas. Nos dirigimos al centro del salón, rodeados de flashes y murmullos admirados. Günter me tomó por la cintura con la precisión de un actor de teatro. Su mano sobre mi espalda apenas tocaba la tela. Mi mano en su hombro parecía una pieza decorativa. —¿Todo bien? —me atreví a susurrar. —Perfecto —respondió, sin mirarme. Mentiroso. La música comenzó. Una melodía clásica, hermosa. Bailamos despacio. Como dos desconocidos cumpliendo un protocolo. Y entonces lo vi. A Paula. Al fondo del salón, de pie junto a un pilar, con un vestido verde esmeralda y labios tan rojos como el vino que no me sabía a nada. Ella. La que no aparecía en las listas de invitados. La que me robó el aliento con solo estar allí. Sus ojos estaban fijos en Günter. Y él… lo noté. Su cuerpo se tensó. Su respiración cambió. Y por un segundo, bailó con ella, no conmigo. Cuando la música terminó, el aplauso fue inmediato. Todos encantados. Todos engañados. Y entonces me aparté de él con delicadeza. —Voy al tocador —dije. No esperé respuesta. Entré al baño, cerré la puerta del reservado más alejado, y me senté en la tapa del inodoro con el corazón golpeando contra las costillas. No lloré. No aún. Pero por dentro, algo se quebró con más fuerza que nunca. Me quedé allí, inmóvil, escuchando el murmullo lejano de la fiesta al otro lado de la puerta. Las risas, los brindis, la música de fondo… todo sonaba amortiguado, como si el baño fuera una cápsula fuera del tiempo. Un refugio temporal del teatro dorado que habíamos montado. Mis dedos temblaban levemente sobre la falda de seda. La perfección del vestido ya no me importaba. Ni el escote aprobado por la madre de Günter. Ni el peinado que había tardado tres horas en sostener cada hebra en su sitio. Nada de eso servía cuando el alma se sentía como una casa vacía. Respiré hondo. Conté hasta diez. Me dije a mí misma que podía soportarlo. Que era solo una noche. Que Paula no significaba nada. Mentí. Como él. Salí del reservado al cabo de unos minutos. Me lavé las manos aunque no lo necesitara. Miré mi reflejo. Seguía siendo Olivia Koch, ahora Ryker, la novia perfecta, la mujer del heredero. La sonrisa se me daba bien. Los ojos, en cambio, no querían colaborar. Al abrir la puerta del baño, casi tropiezo con una figura alta, elegante, y perfectamente fuera de lugar. Salí del reservado unos minutos después. Me acerqué al espejo. Me lavé las manos aunque no lo necesitara. Mi reflejo me devolvió la mirada: una mujer perfectamente maquillada, perfectamente vacía. Cuando abrí la puerta para salir, casi choqué contra alguien. Paula. Se apoyaba en la pared, brazos cruzados, el vestido verde resplandeciendo bajo la luz blanca. Sonrió. Una sonrisa que no alcanzaba los ojos. —Vaya —dijo en voz baja—. Lograste casarte con él. Su tono era dulce como un cuchillo. No respondí. Solo la miré. Ella dio un paso hacia mí. —Pero no te confundas, cariño —susurró, inclinándose lo suficiente como para que solo yo la oyera—. Puedes tener su apellido. Puedes tener su anillo. Pero a quien ama… es a mí. Su perfume era tan fuerte que me mareó. Me obligué a mantenerme firme, a no pestañear siquiera. Paula soltó una risa breve, casi compasiva, y se alejó, moviéndose como si fuera la verdadera reina del baile. Me quedé allí, inmóvil y me odié por eso. Me sentía una tonta. Paula me dejó allí, plantada en medio del pasillo del tocador, como si hubiera dejado caer una bomba a mis pies. Se alejó sin mirar atrás, su vestido verde ondeando como una burla silenciosa, sus tacones resonando sobre el mármol con un ritmo cruelmente triunfal. Tragué saliva con dificultad. Mis manos se cerraron en puños sobre la falda, arrugando la seda impecable sin importarme ya nada. Sentía las uñas clavándose en las palmas, intentando contener todo lo que se agolpaba dentro de mí: rabia, vergüenza, tristeza, humillación. Respiré hondo. No iba a correr tras ella. No iba a llorar allí. No iba a darle ese triunfo. Con pasos lentos, pero firmes, caminé de nuevo hacia el salón. Y entonces, al llegar a la pista, vi a Paula de nuevo. Esta vez no estaba sola. Hablaba con Günter. Él sonreía. Esa sonrisa. Esa que yo no había visto en toda la noche. Y en ese instante supe, con una certeza silenciosa y cruel, que la fiesta había terminado antes de empezar al menos para mí. El anuncio del pastel llegó como un salvavidas para los invitados, ansiosos por inmortalizar otro momento digno de portada. Para mí, fue el principio del fin. Y luego, por fin, el anuncio esperado: —Los recién casados se retiran ahora para comenzar su luna de miel. Les agradecemos su presencia y sus buenos deseos. Una ovación. Algunos vítores. Unos cuantos brindis. Nos despedimos con besos al aire, abrazos medidos, saludos elegantes. Günter me ofreció el brazo y yo lo tomé, como si no tuviera alternativa. Caminamos hacia la salida entre pétalos blancos lanzados desde cestas de seda. Parecía un final feliz. En el auto, ya sin testigos, el silencio volvió a instalarse entre nosotros como una tercera presencia. Yo miraba por la ventana. Él revisaba su teléfono. —¿A dónde vamos exactamente? —pregunté, no porque no lo supiera, sino porque quería oírlo de su boca. —Pasaremos la noche en un hotel, Mañana partiremos a Florencia primero. Luego Grecia. Todo está reservado. —Perfecto —dije. Pero no lo era. No había alegría. No había promesa. Solo un itinerario. Encendí el aire acondicionado. El tul del vestido se levantó un poco. Günter me miró, por fin. —¿Estás cómoda? —No del todo —respondí, sincera. Él no dijo nada más. Seguimos en silencio el resto del trayecto. La ciudad se desdibujaba tras los cristales tintados. Y yo pensaba en Paula, en su vestido verde, en la sonrisa de él. En lo que me esperaba al otro lado del mar. Una luna de miel sin luna. Ni miel. Solo dos nombres enlazados por un contrato y una ceremonia impecable. Solo dos cuerpos compartiendo un itinerario sin mapa emocional. Solo el comienzo de algo que, en el fondo, ya sabíamos que no funcionaría. La suite nupcial del Hotel Vanenburg estaba decorada con pétalos blancos, velas aromáticas y una botella de champán enfriándose en una cubitera de plata. Todo perfectamente dispuesto para una noche romántica que, para mí, se sentía más como una última escena cuidadosamente diseñada por otros. Günter entró primero. Se quitó la chaqueta con gesto metódico, la colgó con precisión en el perchero junto a la puerta y caminó hacia el balcón sin decir una palabra. Yo me quedé unos segundos junto al umbral, sin saber si avanzar o dar media vuelta. —Salimos a las ocho —dijo de espaldas—. El vuelo está confirmado. —Perfecto —respondí, más por reflejo que por certeza. Me senté al borde de la cama. El vestido aún me apretaba la cintura, como una soga que se negaba a liberarme del papel que había interpretado durante toda la noche. Con manos temblorosas, empecé a quitarme los broches del cabello uno a uno, dejando que las hebras cayeran desordenadas, más reales, más mías. Günter no se movía. Seguía allí, de pie junto a la ventana, mirando las luces de la ciudad como si pudieran ofrecerle alguna respuesta que yo no. —¿Cómo pudiste invitarla? —pregunté, mi voz apenas un susurro cargado de rabia contenida. Él no respondió. —A Paula —insistí, sin rodeos, escupiéndole el nombre como una acusación. No necesitaba fingir ignorancia. Yo sabía perfectamente quién era ella. Y él sabía que lo sabía.