Solo me quedé con Günter esa noche, fue como una despedida para ese tiempo que vivimos en la cabaña.
La mañana siguiente, Günter me llevó a mi apartamento.
El departamento se sentía más grande que antes. No porque algo hubiera cambiado en los metros cuadrados, sino porque ahora me costaba menos respirar. Había dejado mi maleta al lado del sofá, sin abrir, y me serví un té. Günter me había acompañado hasta la puerta, pero no pasó. Se quedó en el pasillo, como si ese umbral representara algo más que una entrada. Como si supiera que necesitábamos nuestro espacio.
—¿Me vas a llamar si necesitas algo? —preguntó.
—¿Me vas a contestar si lo hago? —repliqué, con una sonrisa cansada.
Él asintió, esa media sonrisa torcida que solo aparece cuando está nervioso.
—Entonces estamos bien —dije.
No hubo beso de despedida. Solo una mirada larga. De esas que guardan más promesas que cualquier palabra.
Cerré la puerta con cuidado. No por miedo. Por respeto. A lo que habíamos vivido. A lo que apenas empe