La casa volvió a llenarse de silencio tras la tormenta.
Me quedé ahí, apoyada contra la puerta cerrada, sintiendo cómo todo mi cuerpo temblaba. El llanto venía en oleadas. No eran lágrimas suaves. Eran brutales. Gritos que no salían. Golpes invisibles al pecho. Una especie de desgarro que nacía desde lo más hondo y no pedía permiso para doler.
Pasó un rato, no sé cuánto, hasta que me obligué a moverme. Me arrastré hasta el sofá, no por comodidad, sino porque mis piernas ya no sostenían tanta verdad junta.
Cassian se había ido. Pero sus palabras, su silencio cuando más necesitaba explicaciones, aún flotaban en el aire como una corriente helada.
Yo lo había amado. Lo había amado con todo lo que me quedaba después de Günter, después del miedo, después de la fuga. Y él… él me había usado como peón en una venganza.
Lo más cruel era que no podía negar lo que sentí. Que una parte de mí, aunque hoy la negara, había encontrado paz entre sus brazos. Había creído en él. Y ese era el verdadero en