El día de nuestra boda fue, al menos en papel, el día que había soñado toda mi vida.
Günter Ryker y yo estábamos comprometidos desde antes de saber hablar. Literalmente. Nuestras familias, dos de las más poderosas de Alemania, ahora establecidas en América, habían unido nuestros nombres antes de que siquiera tuviéramos conciencia de lo que eso significaba.Conocía a Günter desde siempre. De niños jugábamos en los extensos jardines de nuestras mansiones, corriendo entre fuentes, estatuas y secretos familiares. Y tengo que confesarlo: siempre estuve un poco loca por él.
Günter siempre había sido imposible de ignorar.
Alto. Imponente. Con esa presencia que llenaba una habitación aunque no dijera una sola palabra. Tenía el cabello tan negro como la noche más cerrada, liso, siempre perfectamente peinado, como si cada hebra supiera exactamente su lugar. Y luego estaban sus ojos…
Azules. Tan azules como el mar en calma justo antes de una tormenta. Claros, intensos, pero también distantes, como si miraran más allá de todo y de todos. Como si el mundo no pudiera tocarlo del todo.Su piel era tan blanca que a veces parecía irreal, casi como si no perteneciera a esta época ni a este planeta. Una palidez elegante, heredada, seguramente, de generaciones que no conocieron el sol más que en vacaciones breves y controladas.
Y su cuerpo…
Dios. Su cuerpo era una escultura viviente. De hombros anchos, espalda recta y músculos marcados con la precisión de alguien que entrena, no por vanidad, sino por disciplina. Cada movimiento suyo tenía una elegancia natural, casi felina. Caminaba como si el suelo debiera agradecérselo.Era guapo. Tan guapo y de esa forma perfecta de catálogo, con ese atractivo silencioso que no necesita esfuerzo. Incluso en la adolescencia, cuando todo en mí era caos y complejos, él parecía inmune al desorden. Y quizás por eso me gustaba más.
Mi madre no ayudaba. Me lo había metido por los ojos desde que tengo uso de razón. “Un Ryker es una joya rara, querida. Y tú tienes la suerte de tenerlo en la palma de la mano.” A veces no sabía si lo amaba de verdad… o si era el resultado de tantos años de exposición y expectativas. Pero en ese momento, frente al altar, eso ya no importaba. Estaba a punto de decir “sí”. Y esa palabra iba a cambiarlo todo.
Günter estaba serio. No serio por nervios. No serio por emoción contenida.
Serio… como quien preferiría estar en cualquier otro lugar.Tenía el ceño tan fruncido que, por un instante, me pregunté si estaba enfadado. O arrepentido. O ambas cosas. Pero seguía allí, de pie, con ese porte impecable que tan bien dominaba, como si pudiera disfrazar la incomodidad con elegancia.
Mi padre me entregó su brazo con orgullo, pero yo apenas lo sentí. Todo mi cuerpo estaba tenso. Cada paso hacia Günter era una pregunta sin respuesta.
¿Pensaría en mí? ¿O en ella?Sí, ella, Paula Hool, la mujer con la que se le había Günter últimamente, aunque a mí no se me permitió ver a nadie más, a él sí, porque era un hombre y los hombres tienen necesidades, decía mi padre.
A Paula la conocí en el club de tenis, yo ni siquiera sabía quién era y mientas me tomaba un descanso, ella se acercó a mí y sacó sus garras diciéndome que Günter y ella estaban juntos.
Me quise morir cuando ella me enfrentó, pero cuando llegué a casa echa un mar de lágrimas, mi madre me calmó diciéndome que con quien se iba a casar era conmigo y que dejara de preocuparme por sus aventuras, que nunca serían más que eso. Sus palabras resonaban en mi cabeza como un recordatorio
Era de conocimiento que él y yo nos casaríamos, pero también era de conocimiento que él y Paula estaban juntos. Y lo que más me dolía de esto, era que el la miraba como nunca me miraba a mí, con ojos de amor, como quien puede dar la vida por ese alguien.
Y aunque nadie lo decía en voz alta, todos sabíamos que el corazón de Günter no me pertenecía. Al menos… no todavía.Sin embargo, ahí estaba yo. A punto de comprometerme con un hombre que me había mirado miles de veces… pero nunca como yo soñaba.
Cuando llegué a su lado, me tomó la mano. Fría. Tensa. Nuestros ojos se encontraron. Y entonces lo vi. Por un segundo.
La duda. La culpa. La ausencia.Apreté los labios. No podía llorar. No ahora.
El sacerdote comenzó a hablar. Las palabras se volvían ruido blanco en mi mente.
“El matrimonio es una unión sagrada…”
Miré a Günter de reojo. Y él no me miraba a mí. Miraba al frente. Como si deseara que todo pasara rápido.
Tragué saliva. Sonreí para las cámaras. Para los invitados. Para mi madre.
Pero por dentro… una parte de mí se rompía en silencio.El sacerdote carraspeó suavemente y comenzó con las primeras palabras del rito. Su voz sonaba solemne, firme, como si las palabras que pronunciaba tuvieran siglos de historia apoyándolas.
—Queridos hermanos, hemos venido hoy aquí a presenciar la unión sagrada entre Günter Ryker y Olivia Koch...
Sentí cómo todos los ojos se posaban sobre nosotros. Sobre mí. Sobre mi vestido blanco de encaje francés, hecho a medida, cada puntada pensada para convertirme en la esposa perfecta. La hija perfecta. La prometida que siempre fui.
Estaba parada junto a él. Junto al hombre al que le había dedicado tantos sueños, tantas esperanzas. Pero junto a él, yo me sentía pequeña. No solo por su estatura. Günter siempre había sido una torre a mi lado, sino por su forma de estar. Su inmovilidad. Su silencio. Era como si su cuerpo estuviera allí, pero su mente… no.
Su mano sostenía la mía, pero no con calidez. Era una sujeción mecánica. Como si cumpliera un gesto que le habían enseñado a repetir.
Miré de reojo sus facciones talladas en mármol. Sus labios eran firmes, su mandíbula marcada, y los ojos…
Dios, esos ojos. Azules como el mar báltico, pero fríos. Distantes. Que me lo delataban pensando en Paula.La ceremonia avanzaba. El sacerdote hablaba de fidelidad, de respeto mutuo, de construir un futuro juntos. Palabras hermosas… que parecían no tener dónde anclarse entre nosotros.
Yo asentía con educación, sonreía a intervalos, porque así me lo habían enseñado. Pero dentro de mí, cada palabra era un eco vacío. Un susurro que golpeaba una pared agrietada.
—Olivia Koch —dijo el sacerdote, volviéndose hacia mí—, ¿aceptas a Günter Ryker como tu legítimo esposo, para amarlo y respetarlo, en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, todos los días de tu vida?
Tragué saliva.
Sentí la mirada de mi madre desde la primera fila. Orgullosa. Inquebrantable.
Sentí la de mi padre también. Él, más rígido. Más consciente del negocio que era esta unión.
Y sentí la de Günter. Fija. Pero no cálida.
—Sí —respondí, con voz firme. Aunque dentro de mí… temblaba.
El sacerdote giró entonces hacia él.
—Günter Ryker, ¿aceptas a Olivia Koch como tu legítima esposa…?
El mundo se detuvo un segundo. O al menos así lo sentí.
Porque antes de responder, él tardó. No mucho. Apenas un instante. Pero suficiente..
Suficiente para saber que había un universo entre lo que estaba diciendo y lo que en verdad sentía.
—Sí —dijo finalmente.
Su voz fue grave. Impecable. Vacía.
Y en ese instante, lo supe. Nos acabábamos de casar. Pero él no me había elegido.
—Pueden besarse.
La frase cayó como una sentencia. Como un telón que debía abrirse para la escena final del acto.
Günter me miró por fin. No como yo siempre había imaginado, no con ternura ni emoción. Solo me miró porque debía hacerlo. Porque las cámaras esperaban. Porque todos esperaban.
Acercó su rostro al mío con un gesto lento, medido, perfectamente ejecutado. Yo cerré los ojos antes de que pudiera ver la falta de deseo en los suyos.
Sus labios rozaron los míos con una delicadeza tan ensayada, tan distante, que no sentí nada.
Nada. Ni el temblor que había esperado toda mi adolescencia. Ni la certeza de estar donde debía. Ni siquiera el calor de una promesa.
Solo silencio. Solo el aplauso de fondo. Solo vacío.
Nos separamos y él me ofreció su brazo. Lo tomé. Era rígido. Firme como una columna. Y yo, a su lado, con mis tacones apenas lograba alcanzar su hombro. Siempre había sido menuda comparada con él, pero en ese momento… me sentí más pequeña que nunca.
Salimos juntos por el pasillo central, rodeados de pétalos lanzados al aire, flashes de cámaras, sonrisas fingidas y miradas interesadas. Yo sonreía también, como me habían enseñado. Una sonrisa exacta. Fotogénica. Inquebrantable.
Pero por dentro, algo en mí se deshacía.
Cuando subimos al auto que nos llevaría a la recepción, él se acomodó a su lado, sacó el móvil y comenzó a revisar mensajes. Como si nada acabara de pasar. Como si no acabáramos de firmar el resto de nuestras vidas.
Lo observé en silencio. Y entonces lo vi.
En la pantalla de su móvil, muy brevemente, apareció un nombre. Un mensaje no leído.
“Paula.”
Tuve que apartar la mirada.
El coche siguió su marcha. Y yo, por primera vez desde que me puse el vestido, empecé a preguntarme… ¿qué había hecho?
La recepción era perfecta. Perfectamente decorada. Perfectamente iluminada. Perfectamente vacía por dentro.Cientos de personas llenaban el salón dorado del Hotel Vanenburg. Rostros conocidos, otros que solo reconocía de fotos en prensa. Empresarios, herederas, políticos, periodistas cuidadosamente seleccionados. Una lista de invitados construida como un tablero de ajedrez.Y en medio de todo eso… nosotros. Los recién casados. “La pareja perfecta”.Günter y yo hicimos nuestra entrada con la elegancia de una portada de revista. Todos aplaudieron. Las cámaras nos capturaban a cada paso, pero yo apenas podía mirar al frente sin sentir que estaba caminando sobre cristales.Él seguía en silencio. Cortés. Formal. Educado hasta el límite de la frialdad.Durante la cena, charló con su padre y un socio sueco sobre inversiones. Yo sonreí a las tías mayores, agradecí cumplidos sobre mi vestido, y fingí no notar cómo él evitaba cualquier tipo de contacto visual conmigo.La comida sabía a cartón.
Un segundo de silencio. Luego otro. Y entonces, el leve giro de su cabeza.—No es asunto tuyo —dijo, cortante como una cuchilla.Me levanté de la cama de golpe, como si sus palabras me hubieran empujado. Caminé hasta el centro de la habitación, sintiendo el latido de mi corazón en los oídos, el ardor en mis manos.—¿No es asunto mío? —repetí, incrédula—. ¿De verdad crees que no tengo derecho a preguntarlo? ¿Que no tengo derecho a saber por qué invitaste a tu amante a nuestra boda? ¿Por qué la miraste como si el mundo se acabara mientras bailabas conmigo?Él se giró completamente. Ya no era el hombre frío y contenido de antes. Sus ojos brillaban de ira, o de dolor, o de algo peor.—¡Sí, la invité! —gritó—. ¡La invité porque necesitaba verla una última vez! Porque ella... porque ella se va. Se va del país mañana. Y tenía que despedirme.—¿Despedirte? —repetí, con la voz rota—. ¿Y qué se supone que soy yo en todo esto? ¿Un premio de consolación? ¿Un castigo?—¡Todo esto tiene que ver con
Amanecía en Florencia.El cielo pálido y las primeras voces de la ciudad se colaban por el ventanal abierto, pero dentro de la habitación todo seguía suspendido en ese silencio raro, expectante.Yo estaba despierta, tumbada de espaldas, sintiendo todavía en mi piel el eco de la noche anterior. Él también. No dormía. Solo respiraba junto a mí, en silencio.Günter giró la cabeza y me miró, como si hubiera algo que no pudiera seguir guardándose.—Ya estamos casados, Olivia —dijo, sin dureza, sin frialdad. Solo con resignación—. Lo estaremos toda la vida.Esperé, sabiendo que venía algo más.—Así que lo mejor —añadió— es que dejemos de hacernos la vida imposible. El pasado… es pasado. No podemos cambiarlo. No podemos vivir eternamente en él.No había disculpas. No había promesas vacías. Solo una sinceridad desnuda, inesperada.—¿Qué propones? —pregunté, sin rastro de ironía.Se incorporó un poco, mirándome desde arriba, más serio que nunca.—Una tregua —dijo—. Dejemos de hacernos daño. Ap
Pasaron dos días más y el no dijo nada y yo tampoco. Me sentía una cobarde por ello.Dos días en los que yo supe que no podía seguir esperando a que él hablara primero.Esa noche, cuando lo vi salir del baño con el mismo paso lento, la toalla colgando de su hombro, la mirada perdida en el suelo, lo supe: si no lo enfrentaba ahora, si no decía lo que ardía en mi pecho, iba a quemarme desde adentro.—Günter —dije, firme.Se detuvo. No me miró. Pero me escuchó.—Tenemos que hablar.Un silencio pesado. El tipo de silencio que precede a las tormentas.—No ahora —murmuró.—Sí. Ahora.—Dilo —fue lo único que dijo.Me quedé de pie en medio de la habitación. Temblando. No de miedo, sino de todo lo que venía acumulando.—Divorciémonos. Sé que estás pensando en irte.Sus ojos se alzaron por fin. Me miró. De verdad. Por primera vez en semanas.—¿Qué…?—No me tomes por estúpida, Günter. —Mi voz era baja, pero cada palabra salía afilada—. Lo sé. Lo he sabido desde el día del funeral. Desde antes, i