No tenía ningún plan. No sabía adónde iba. Y, por primera vez, eso no me generaba ansiedad.
Caminé.
El aire frío de la mañana me despejó más que cualquier café. Sentía la piel del rostro tirante, los pulmones abiertos, la sangre circulando con una claridad que hacía tiempo no notaba. No tenía prisa. No tenía destino. Me dejé llevar por la intuición.
Pasé por delante de una floristería y me detuve.
No porque necesitara flores. Ni siquiera porque me apeteciera decorar la casa. Me detuve porque durante años las flores eran siempre para “ocasiones”: cumpleaños, funerales, aniversarios. Hoy quise comprarlas solo porque sí. Porque algo en mí necesitaba belleza sin justificación.
Elegí un ramo de peonías blancas. Siempre me habían parecido frágiles y valientes a la vez. Como yo, supongo. La florista me preguntó si era para regalo. Asentí.
—Sí. Para alguien que llevaba tiempo sin recibir nada —dije.
Y no mentí.
Seguí caminando.
Entré en una librería. Me perdí entre los estantes. Toqué portada