Amanecía en Florencia.
El cielo pálido y las primeras voces de la ciudad se colaban por el ventanal abierto, pero dentro de la habitación todo seguía suspendido en ese silencio raro, expectante. Yo estaba despierta, tumbada de espaldas, sintiendo todavía en mi piel el eco de la noche anterior. Él también. No dormía. Solo respiraba junto a mí, en silencio.Günter giró la cabeza y me miró, como si hubiera algo que no pudiera seguir guardándose.
—Ya estamos casados, Olivia —dijo, sin dureza, sin frialdad. Solo con resignación—. Lo estaremos toda la vida.
Esperé, sabiendo que venía algo más.
—Así que lo mejor —añadió— es que dejemos de hacernos la vida imposible. El pasado… es pasado. No podemos cambiarlo. No podemos vivir eternamente en él.
No había disculpas. No había promesas vacías. Solo una sinceridad desnuda, inesperada.
—¿Qué propones? —pregunté, sin rastro de ironía.
Se incorporó un poco, mirándome desde arriba, más serio que nunca.
—Una tregua —dijo—. Dejemos de hacernos daño. Aprendamos a convivir. Aunque solo sea con respeto. Con afecto, si llega. Lo que venga, con el tiempo.
—¿Y si no viene nada? —susurré.
Se encogió de hombros, sencillo, brutal.
—Entonces al menos nos habremos tratado con humanidad.
Me quedé mirándolo.
No era una declaración de amor. Era algo más triste, pero también más honesto: un intento de salvar lo que quedaba de nosotros.—Está bien —acepté al fin.
Él asintió, sin necesidad de más palabras.
No me besó. No me tocó. Solo volvió a recostarse a mi lado.Habíamos pasado el día caminando por los Jardines de Boboli. No hablamos demasiado, pero tampoco hizo falta. La tregua estaba haciendo efecto. Nos alcanzamos la mano una vez, sin pensarlo. Él me compró un anillo pequeño de cerámica pintada, de esos que venden en las callecitas laterales, y me lo puso en el dedo anular de la mano derecha. Sin palabras. Como si fuera un gesto de buena voluntad. Yo sonreí. De verdad.
Fue casi bonito. Hasta que sonó el teléfono.
Estábamos de vuelta en la habitación. El cielo comenzaba a teñirse de gris. Una tormenta a lo lejos, tal vez. Günter salió del baño con el móvil en la mano, el ceño fruncido. Vi cómo su cuerpo se tensó con solo mirar la pantalla.
—Es mi hermana —dijo.
Asentí. Lo vi contestar. Vi cómo su expresión cambió con cada palabra que escuchaba. De la atención al miedo. Del miedo al vacío.
—¿Qué...? ¿Cuándo?... ¿Están bien? —preguntó, con la voz quebrada. Luego se quedó callado un largo rato, escuchando.
Cuando colgó, no dijo nada. Solo dejó caer el teléfono en la cama y se llevó las manos al rostro.
—Günter —dije, acercándome.
No se movió.
—¿Qué pasó?
Tardó. Tragó saliva. Se sentó al borde de la cama como si le hubieran quitado el suelo bajo los pies.
—Mis padres —susurró—. Iban en la autopista… rumbo a casa de unos amigos. Un camión… se desvió de carril.
Mi estómago se cerró.
—¿Están...?
—Mi madre está viva. En cirugía. Mi padre… no lo logró.
El silencio que siguió fue insoportable.
Me arrodillé frente a él, tomándole las manos. Estaban frías. Rígidas.
—Lo siento tanto… —murmuré, sin saber qué más decir.
Él cerró los ojos. Solo una lágrima. Una. Silenciosa. Casi avergonzada. La única que se permitió.
—Mi padre… —dijo con un hilo de voz—. Se fue sin despedirse. Sin verme… sin ver que todo esto… valió la pena.
—No digas eso.
—Es la verdad.
Me abracé a él sin pensarlo. Su cuerpo temblaba. No de frío, sino de rabia contenida. De dolor nuevo. De ese tipo de pérdida que no se repara con palabras ni con tiempo.
Por primera vez, Günter no fue el fuerte. No fue el esposo distante ni el estratega. Solo un hijo roto.
Esa noche no dormimos. Volábamos de vuelta a Estados Unidos al amanecer.
Florencia quedó atrás, como una promesa rota más.
Pero mientras el avión despegaba y él cerraba los ojos con la cabeza apoyada en mi hombro…
supe que, por fin, empezábamos a ser algo real. Aunque fuera en medio de la tragedia.—También murió mi madre —dijo, sin mirarme. La voz áspera, quebrada.
Me dolió hasta lo más hondo. No solo por la pérdida. Sino por el muro que se alzaba otra vez entre nosotros. Ese que, apenas, habíamos empezado a derribar.
—Lo siento tanto, Günter.
Él no respondió. Solo asintió una vez. Mecánicamente.
—Estoy aquí —agregué—. Para lo que necesites.
No me miró.
El funeral fue en Carolina del Norte. Un día nublado, con el cielo tan gris que parecía parte del luto.
La iglesia estaba llena. Rostros serios, trajes oscuros, flores blancas. Nadie hablaba más de lo necesario. Solo susurros. Lágrimas secas.
Günter no lloró. No lo vi hacerlo ni una sola vez desde que aterrizamos. Pero se estaba deshaciendo por dentro. Yo lo sabía..Después de la ceremonia, hubo abrazos incómodos, condolencias vacías. Él los recibió todos con ese gesto suyo de educada resignación. Cuando nos quedamos solos en la habitación que la familia nos había preparado, se sentó en la cama con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos.
Las semanas siguientes fueron un borrón. Él se volvió casi un espectro. Dormía poco. Comía menos. No hablaba conmigo salvo cuando era estrictamente necesario. A veces me ignoraba por completo. Como si mi presencia fuera demasiado para su dolor… o demasiado poco para consolarlo.
Y entonces ella volvió a aparecer.
Paula.
No en la casa. No como una intrusa. Sino como una sombra suave. Una visita. Una “vieja amiga de la familia”.
Llegó con flores, con pasteles, con una sonrisa rota. Y cuando lo vio… él no se alejó.Estaban en el jardín. Sentados en una banca bajo el nogal. Yo los miraba desde la ventana. Ella le hablaba con calma. Él tenía la cabeza baja. En un momento, se apoyó en su hombro. Ella lo rodeó con un brazo.
No me sorprendió. No me dolió como esperaba.
Solo me hizo entender algo: yo no podía pelear contra un fantasma si él seguía eligiendo ser un cadáver.
Esa noche, cuando él volvió a la habitación, ya no me miraba con rabia, ni con tristeza. Me miró como si yo fuera parte del mobiliario.
Y eso, en cierto modo… fue peor.—¿Estás bien? —pregunté.
—No. —Fue su única palabra antes de meterse en la cama y girar hacia la pared.
No lo toqué. No lo obligué a hablar. No lo enfrenté por Paula.
Solo apagué la luz… y me quedé despierta.
Y entonces, sin querer, mi mente se deslizó hacia la idea que me había estado rondando desde el funeral. Una idea a la que no me había atrevido a ponerle nombre.
Günter se va a divorciar de mí.
Lo supe. No porque lo hubiera dicho. No porque lo hubiera insinuado. Pero era una verdad muda que empezaba a gritarme desde adentro.
Me senté en la cama, sin hacer ruido. Las sábanas frías contra mis muslos. Las sombras de la habitación parecían moverse con mis pensamientos.
Sus padres eran el puente.
Los que insistían en que “todo se puede arreglar con amor”, los que decían “dale tiempo, él es así”. Los que lo invitaban a cenar, le daban espacio para respirar… y a mí, razones para quedarme.
Y ahora que no estaban…
¿qué quedaba?Nosotros.
Y eso, pensé con el alma hecha trizas, no era mucho.
Nosotros éramos conversaciones que se evitaban, toques que se volvían burocráticos, silencios cada vez más largos, más densos. Una rutina compartida más por hábito que por deseo. Como una danza donde ninguno recuerda los pasos, pero sigue bailando por costumbre.
Apoyé la frente en las rodillas. Me sentí ridícula. Patética. Como esas mujeres que saben que el final viene, pero esperan que no las alcance. Como si cerrar los ojos fuera suficiente para que el golpe no duela.
“¿Y si se va mañana?”
El pensamiento fue como una sacudida.
¿Y si deja una nota? ¿Y si ni siquiera me da esa cortesía? ¿Y si simplemente no vuelve una tarde?”El corazón se me apretó. Pero no de miedo.
De resignación.
Porque una parte de mí —la más cansada, la que ya no quería pelear más— pensaba que tal vez sería mejor así. Rápido. Limpio. Sin drama. Un adiós mudo, como el que él ya estaba practicando cada vez que no me miraba, cada vez que me respondía con monosílabos, cada vez que se quedaba en el jardín, con ella, con Paula.
“Y si me lo pide… ¿qué voy a decir?”
No supe responderme.
Tal vez diría que sí, con la cabeza baja y la espalda recta. Tal vez fingiría dignidad. Tal vez lo ayudaría a hacer las maletas.
Tal vez le daría las gracias por intentarlo.
O tal vez me rompería, en mil partes, y aún así lo dejaría ir.
Lo terrible no es que se vaya. Lo terrible es que lo espero.
Con esa mezcla cruel de miedo y alivio. Como quien suelta una cuerda que ya no puede sostener más.El amanecer me encontró despierta, con los ojos secos y la mente exhausta. Me acosté otra vez, sin hacer ruido. Lo miré. Dormía. Inmóvil. La mandíbula apretada incluso en sueños.
Y pensé:
“Se va a ir. Solo está esperando que pase el duelo. Solo está siendo respetuoso.”Y luego, con una punzada que me dolió más de lo que esperaba:
“Tal vez ya se fue. Solo que yo aún no me había dado cuenta”.Ya no podía soportarlo. Aquella incertidumbre, ese miedo constante, me estaban consumiendo. Y en silencio, casi con rabia, me repetí a mí misma: mañana... mañana le diré que quiero el divorcio. Y al fin, cada uno será libre del otro.
Pasaron dos días más y el no dijo nada y yo tampoco. Me sentía una cobarde por ello.Dos días en los que yo supe que no podía seguir esperando a que él hablara primero.Esa noche, cuando lo vi salir del baño con el mismo paso lento, la toalla colgando de su hombro, la mirada perdida en el suelo, lo supe: si no lo enfrentaba ahora, si no decía lo que ardía en mi pecho, iba a quemarme desde adentro.—Günter —dije, firme.Se detuvo. No me miró. Pero me escuchó.—Tenemos que hablar.Un silencio pesado. El tipo de silencio que precede a las tormentas.—No ahora —murmuró.—Sí. Ahora.—Dilo —fue lo único que dijo.Me quedé de pie en medio de la habitación. Temblando. No de miedo, sino de todo lo que venía acumulando.—Divorciémonos. Sé que estás pensando en irte.Sus ojos se alzaron por fin. Me miró. De verdad. Por primera vez en semanas.—¿Qué…?—No me tomes por estúpida, Günter. —Mi voz era baja, pero cada palabra salía afilada—. Lo sé. Lo he sabido desde el día del funeral. Desde antes, i
El día de nuestra boda fue, al menos en papel, el día que había soñado toda mi vida.Günter Ryker y yo estábamos comprometidos desde antes de saber hablar. Literalmente. Nuestras familias, dos de las más poderosas de Alemania, ahora establecidas en América, habían unido nuestros nombres antes de que siquiera tuviéramos conciencia de lo que eso significaba.Conocía a Günter desde siempre. De niños jugábamos en los extensos jardines de nuestras mansiones, corriendo entre fuentes, estatuas y secretos familiares. Y tengo que confesarlo: siempre estuve un poco loca por él.Günter siempre había sido imposible de ignorar.Alto. Imponente. Con esa presencia que llenaba una habitación aunque no dijera una sola palabra. Tenía el cabello tan negro como la noche más cerrada, liso, siempre perfectamente peinado, como si cada hebra supiera exactamente su lugar. Y luego estaban sus ojos…Azules. Tan azules como el mar en calma justo antes de una tormenta. Claros, intensos, pero también distantes, co
La recepción era perfecta. Perfectamente decorada. Perfectamente iluminada. Perfectamente vacía por dentro.Cientos de personas llenaban el salón dorado del Hotel Vanenburg. Rostros conocidos, otros que solo reconocía de fotos en prensa. Empresarios, herederas, políticos, periodistas cuidadosamente seleccionados. Una lista de invitados construida como un tablero de ajedrez.Y en medio de todo eso… nosotros. Los recién casados. “La pareja perfecta”.Günter y yo hicimos nuestra entrada con la elegancia de una portada de revista. Todos aplaudieron. Las cámaras nos capturaban a cada paso, pero yo apenas podía mirar al frente sin sentir que estaba caminando sobre cristales.Él seguía en silencio. Cortés. Formal. Educado hasta el límite de la frialdad.Durante la cena, charló con su padre y un socio sueco sobre inversiones. Yo sonreí a las tías mayores, agradecí cumplidos sobre mi vestido, y fingí no notar cómo él evitaba cualquier tipo de contacto visual conmigo.La comida sabía a cartón.
Un segundo de silencio. Luego otro. Y entonces, el leve giro de su cabeza.—No es asunto tuyo —dijo, cortante como una cuchilla.Me levanté de la cama de golpe, como si sus palabras me hubieran empujado. Caminé hasta el centro de la habitación, sintiendo el latido de mi corazón en los oídos, el ardor en mis manos.—¿No es asunto mío? —repetí, incrédula—. ¿De verdad crees que no tengo derecho a preguntarlo? ¿Que no tengo derecho a saber por qué invitaste a tu amante a nuestra boda? ¿Por qué la miraste como si el mundo se acabara mientras bailabas conmigo?Él se giró completamente. Ya no era el hombre frío y contenido de antes. Sus ojos brillaban de ira, o de dolor, o de algo peor.—¡Sí, la invité! —gritó—. ¡La invité porque necesitaba verla una última vez! Porque ella... porque ella se va. Se va del país mañana. Y tenía que despedirme.—¿Despedirte? —repetí, con la voz rota—. ¿Y qué se supone que soy yo en todo esto? ¿Un premio de consolación? ¿Un castigo?—¡Todo esto tiene que ver con