Inicio / Romance / La esposa invisible / CAPÍTULO CUATRO (LA SEÑORA MUERTE ARRUINANDOLO TODO)
CAPÍTULO CUATRO (LA SEÑORA MUERTE ARRUINANDOLO TODO)

Amanecía en Florencia.

El cielo pálido y las primeras voces de la ciudad se colaban por el ventanal abierto, pero dentro de la habitación todo seguía suspendido en ese silencio raro, expectante.

Yo estaba despierta, tumbada de espaldas, sintiendo todavía en mi piel el eco de la noche anterior. Él también. No dormía. Solo respiraba junto a mí, en silencio.

Günter giró la cabeza y me miró, como si hubiera algo que no pudiera seguir guardándose.

—Ya estamos casados, Olivia —dijo, sin dureza, sin frialdad. Solo con resignación—. Lo estaremos toda la vida.

Esperé, sabiendo que venía algo más.

—Así que lo mejor —añadió— es que dejemos de hacernos la vida imposible. El pasado… es pasado. No podemos cambiarlo. No podemos vivir eternamente en él.

No había disculpas. No había promesas vacías. Solo una sinceridad desnuda, inesperada.

—¿Qué propones? —pregunté, sin rastro de ironía.

Se incorporó un poco, mirándome desde arriba, más serio que nunca.

—Una tregua —dijo—. Dejemos de hacernos daño. Aprendamos a convivir. Aunque solo sea con respeto. Con afecto, si llega. Lo que venga, con el tiempo.

—¿Y si no viene nada? —susurré.

Se encogió de hombros, sencillo, brutal.

—Entonces al menos nos habremos tratado con humanidad.

Me quedé mirándolo.

No era una declaración de amor.

Era algo más triste, pero también más honesto: un intento de salvar lo que quedaba de nosotros.

—Está bien —acepté al fin.

Él asintió, sin necesidad de más palabras.

No me besó. No me tocó.

Solo volvió a recostarse a mi lado.

Habíamos pasado el día caminando por los Jardines de Boboli. No hablamos demasiado, pero tampoco hizo falta. La tregua estaba haciendo efecto. Nos alcanzamos la mano una vez, sin pensarlo. Él me compró un anillo pequeño de cerámica pintada, de esos que venden en las callecitas laterales, y me lo puso en el dedo anular de la mano derecha. Sin palabras. Como si fuera un gesto de buena voluntad. Yo sonreí. De verdad.

Fue casi bonito. Hasta que sonó el teléfono.

Estábamos de vuelta en la habitación. El cielo comenzaba a teñirse de gris. Una tormenta a lo lejos, tal vez. Günter salió del baño con el móvil en la mano, el ceño fruncido. Vi cómo su cuerpo se tensó con solo mirar la pantalla.

—Es mi hermana —dijo.

Asentí. Lo vi contestar. Vi cómo su expresión cambió con cada palabra que escuchaba. De la atención al miedo. Del miedo al vacío.

—¿Qué...? ¿Cuándo?... ¿Están bien? —preguntó, con la voz quebrada. Luego se quedó callado un largo rato, escuchando.

Cuando colgó, no dijo nada. Solo dejó caer el teléfono en la cama y se llevó las manos al rostro.

—Günter —dije, acercándome.

No se movió.

—¿Qué pasó?

Tardó. Tragó saliva. Se sentó al borde de la cama como si le hubieran quitado el suelo bajo los pies.

—Mis padres —susurró—. Iban en la autopista… rumbo a casa de unos amigos. Un camión… se desvió de carril.

Mi estómago se cerró.

—¿Están...?

—Mi madre está viva. En cirugía. Mi padre… no lo logró.

El silencio que siguió fue insoportable.

Me arrodillé frente a él, tomándole las manos. Estaban frías. Rígidas.

—Lo siento tanto… —murmuré, sin saber qué más decir.

Él cerró los ojos. Solo una lágrima. Una. Silenciosa. Casi avergonzada. La única que se permitió.

—Mi padre… —dijo con un hilo de voz—. Se fue sin despedirse. Sin verme… sin ver que todo esto… valió la pena.

—No digas eso.

—Es la verdad.

Me abracé a él sin pensarlo. Su cuerpo temblaba. No de frío, sino de rabia contenida. De dolor nuevo. De ese tipo de pérdida que no se repara con palabras ni con tiempo.

Por primera vez, Günter no fue el fuerte. No fue el esposo distante ni el estratega. Solo un hijo roto.

Esa noche no dormimos. Volábamos de vuelta a Estados Unidos al amanecer.

Florencia quedó atrás, como una promesa rota más.

Pero mientras el avión despegaba y él cerraba los ojos con la cabeza apoyada en mi hombro…

supe que, por fin, empezábamos a ser algo real. Aunque fuera en medio de la tragedia.

—También murió mi madre —dijo, sin mirarme. La voz áspera, quebrada.

Me dolió hasta lo más hondo. No solo por la pérdida. Sino por el muro que se alzaba otra vez entre nosotros. Ese que, apenas, habíamos empezado a derribar.

—Lo siento tanto, Günter.

Él no respondió. Solo asintió una vez. Mecánicamente.

—Estoy aquí —agregué—. Para lo que necesites.

No me miró.

El funeral fue en Carolina del Norte. Un día nublado, con el cielo tan gris que parecía parte del luto.

La iglesia estaba llena. Rostros serios, trajes oscuros, flores blancas. Nadie hablaba más de lo necesario. Solo susurros. Lágrimas secas.

Günter no lloró. No lo vi hacerlo ni una sola vez desde que aterrizamos.

Pero se estaba deshaciendo por dentro. Yo lo sabía..

Después de la ceremonia, hubo abrazos incómodos, condolencias vacías. Él los recibió todos con ese gesto suyo de educada resignación. Cuando nos quedamos solos en la habitación que la familia nos había preparado, se sentó en la cama con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos.

Las semanas siguientes fueron un borrón. Él se volvió casi un espectro. Dormía poco. Comía menos. No hablaba conmigo salvo cuando era estrictamente necesario. A veces me ignoraba por completo. Como si mi presencia fuera demasiado para su dolor… o demasiado poco para consolarlo.

Y entonces ella volvió a aparecer.

Paula.

No en la casa. No como una intrusa. Sino como una sombra suave. Una visita. Una “vieja amiga de la familia”.

Llegó con flores, con pasteles, con una sonrisa rota. Y cuando lo vio… él no se alejó.

Estaban en el jardín. Sentados en una banca bajo el nogal. Yo los miraba desde la ventana. Ella le hablaba con calma. Él tenía la cabeza baja. En un momento, se apoyó en su hombro. Ella lo rodeó con un brazo.

No me sorprendió. No me dolió como esperaba.

Solo me hizo entender algo: yo no podía pelear contra un fantasma si él seguía eligiendo ser un cadáver.

Esa noche, cuando él volvió a la habitación, ya no me miraba con rabia, ni con tristeza. Me miró como si yo fuera parte del mobiliario.

Y eso, en cierto modo… fue peor.

—¿Estás bien? —pregunté.

—No. —Fue su única palabra antes de meterse en la cama y girar hacia la pared.

No lo toqué. No lo obligué a hablar. No lo enfrenté por Paula.

Solo apagué la luz… y me quedé despierta.

Y entonces, sin querer, mi mente se deslizó hacia la idea que me había estado rondando desde el funeral. Una idea a la que no me había atrevido a ponerle nombre.

Günter se va a divorciar de mí.

Lo supe. No porque lo hubiera dicho. No porque lo hubiera insinuado. Pero era una verdad muda que empezaba a gritarme desde adentro.

Me senté en la cama, sin hacer ruido. Las sábanas frías contra mis muslos. Las sombras de la habitación parecían moverse con mis pensamientos.

Sus padres eran el puente.

Los que insistían en que “todo se puede arreglar con amor”, los que decían “dale tiempo, él es así”. Los que lo invitaban a cenar, le daban espacio para respirar… y a mí, razones para quedarme.

Y ahora que no estaban…

¿qué quedaba?

Nosotros.

Y eso, pensé con el alma hecha trizas, no era mucho.

Nosotros éramos conversaciones que se evitaban, toques que se volvían burocráticos, silencios cada vez más largos, más densos. Una rutina compartida más por hábito que por deseo. Como una danza donde ninguno recuerda los pasos, pero sigue bailando por costumbre.

Apoyé la frente en las rodillas. Me sentí ridícula. Patética. Como esas mujeres que saben que el final viene, pero esperan que no las alcance. Como si cerrar los ojos fuera suficiente para que el golpe no duela.

“¿Y si se va mañana?”

El pensamiento fue como una sacudida.

¿Y si deja una nota? ¿Y si ni siquiera me da esa cortesía? ¿Y si simplemente no vuelve una tarde?”

El corazón se me apretó. Pero no de miedo.

De resignación.

Porque una parte de mí —la más cansada, la que ya no quería pelear más— pensaba que tal vez sería mejor así. Rápido. Limpio. Sin drama. Un adiós mudo, como el que él ya estaba practicando cada vez que no me miraba, cada vez que me respondía con monosílabos, cada vez que se quedaba en el jardín, con ella, con Paula.

“Y si me lo pide… ¿qué voy a decir?”

No supe responderme.

Tal vez diría que sí, con la cabeza baja y la espalda recta. Tal vez fingiría dignidad. Tal vez lo ayudaría a hacer las maletas.

Tal vez le daría las gracias por intentarlo.

O tal vez me rompería, en mil partes, y aún así lo dejaría ir.

Lo terrible no es que se vaya. Lo terrible es que lo espero.

Con esa mezcla cruel de miedo y alivio. Como quien suelta una cuerda que ya no puede sostener más.

El amanecer me encontró despierta, con los ojos secos y la mente exhausta. Me acosté otra vez, sin hacer ruido. Lo miré. Dormía. Inmóvil. La mandíbula apretada incluso en sueños.

Y pensé:

“Se va a ir. Solo está esperando que pase el duelo. Solo está siendo respetuoso.”

Y luego, con una punzada que me dolió más de lo que esperaba:

“Tal vez ya se fue. Solo que yo aún no me había dado cuenta”.

Ya no podía soportarlo. Aquella incertidumbre, ese miedo constante, me estaban consumiendo. Y en silencio, casi con rabia, me repetí a mí misma: mañana... mañana le diré que quiero el divorcio. Y al fin, cada uno será libre del otro.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP