Me quedé congelada. No por la imagen de Günter cruzando la calle con Paula, ni por el cúmulo de emociones que me desgarraban desde dentro.
Sino por la mano.
Una mano grande, cálida, de dedos firmes, que se posó con delicadeza sobre mi hombro izquierdo. No con autoridad, sino con una suavidad inesperada. Como si el simple contacto pudiera decir: “Estoy aquí, pero no te voy a romper más de lo que ya estás rota.”
Me giré lentamente, esperando ver lo peor. Pero no era Günter.
Era un desconocido.
Alto, fácilmente un metro noventa, de hombros anchos y espalda recta. Vestía una camisa blanca remangada, que dejaba ver unos antebrazos marcados como si el músculo hubiera sido tallado con intención. Piel dorada por el sol. Pelo oscuro, peinado con descuido, pero limpio. Y esos ojos… grises, como una tormenta a punto de desatarse, pero con una calma que desarmaba.
Tenía la mandíbula fuerte, la barba corta de dos días perfectamente descuidada, y una expresión que no buscaba nada más que saber si yo