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CAPÍTULO TRES (YO ERA NADA PARA EL)

Un segundo de silencio. Luego otro. Y entonces, el leve giro de su cabeza.

—No es asunto tuyo —dijo, cortante como una cuchilla.

Me levanté de la cama de golpe, como si sus palabras me hubieran empujado. Caminé hasta el centro de la habitación, sintiendo el latido de mi corazón en los oídos, el ardor en mis manos.

—¿No es asunto mío? —repetí, incrédula—. ¿De verdad crees que no tengo derecho a preguntarlo? ¿Que no tengo derecho a saber por qué invitaste a tu amante a nuestra boda? ¿Por qué la miraste como si el mundo se acabara mientras bailabas conmigo?

Él se giró completamente. Ya no era el hombre frío y contenido de antes. Sus ojos brillaban de ira, o de dolor, o de algo peor.

—¡Sí, la invité! —gritó—. ¡La invité porque necesitaba verla una última vez! Porque ella... porque ella se va. Se va del país mañana. Y tenía que despedirme.

—¿Despedirte? —repetí, con la voz rota—. ¿Y qué se supone que soy yo en todo esto? ¿Un premio de consolación? ¿Un castigo?

—¡Todo esto tiene que ver contigo! —explotó—. ¡Tiene que ver con todo, Olivia!

—Porque esto... esta boda, esta farsa, ¡le rompió el alma! Y a mí también. ¿Lo entiendes? Cada maldito día me pregunto si hice lo correcto. Cada noche me acuesto odiando todo esto.

—¿Y yo qué? —grité—. ¿Yo no cuento? ¿Mi alma no importa? ¿Mi vida no importa?

—¡Tú ganaste! —rugió, dando un paso hacia mí—. ¡Estoy aquí, contigo! ¡Me casé contigo! ¡Es tu apellido el que llevas ahora!

—¿Y se supone que eso debe consolarme? —espeté, con una carcajada amarga—. ¿Se supone que debo sentirme afortunada de tener a un hombre que preferiría estar con otra?

Él bajó la mirada, derrotado.

—No sé —susurró finalmente—. Pero es lo que hay.

Me miró, los ojos fijos, respirando rápido. Dimos un paso al mismo tiempo, como atraídos por una fuerza invisible. Su mano me tomó del rostro de forma repentina. Me besó con rabia, con furia. No hubo dulzura. Solo necesidad contenida demasiado tiempo.

Me empujó hacia la cama con el cuerpo, sin romper el beso. Mis piernas tropezaron con la colcha. Caímos juntos.

Sus manos recorrieron mi cuerpo como si intentara memorizarlo de una vez. Desnudó cada capa de tela con urgencia. Yo temblaba. De miedo. De deseo. De no saber si quería que parara o que nunca se detuviera.

Para él no era la primera vez. Lo sentía en la firmeza de sus movimientos, en cómo me tomaba, en cómo se movía. Para mí, sí lo era. Y dolió. Pero no dije nada.

El amor no fue tierno. Fue rudo. Torpe. Impulsivo. Una batalla entre dos personas que no sabían si se odiaban o se necesitaban desesperadamente.

Cuando terminó, me quedé quieta, con el cuerpo abierto como un secreto revelado. Él yacía a mi lado, sin tocarme, sin palabras.

Me desperté antes que él. Aún desnuda, enredada en sábanas que no me pertenecían, con el cuerpo adolorido en lugares donde nunca antes lo había estado. Me dolía todo.

Günter dormía a mi lado, de espaldas. La tensión que siempre llevaba en los hombros parecía haberse relajado por fin. Su respiración era tranquila.

Me levanté en silencio. Me puse una bata de satén que colgaba en la puerta del baño y caminé descalza sobre la alfombra suave. Me lavé el rostro. Me miré en el espejo. Yo era hermosa y sin embargo, yo para él era nada.

Cuando volví al dormitorio, él estaba sentado en la cama, vistiéndose en silencio.

—Buenos días —dije, con voz seca.

—Buenos días —respondió, sin levantar la vista.

Nos preparamos en silencio y desayunamos así, más callados que nunca.

En un momento, mientras giraba distraídamente la cucharilla en su taza, Günter rompió el silencio:

—Olivia —dijo, sin mirarme—. Mejor que no te hagas ilusiones.

Sentí el estómago encogerse.

No respondí. Solo lo miré, esperando que siguiera.

—Estoy contigo porque así lo acordaron nuestros padres —continuó, la voz sin matices—. No por amor. No por ti.

Tragué saliva con esfuerzo.

—Esto —señaló vagamente entre nosotros— es un contrato. Una alianza. Nada más.

Cada palabra suya era como un golpe.

Pero no terminó ahí.

—No quiero que pienses que esto se va a convertir en algo real —añadió, mirándome por fin, con frialdad—. No te amo. Y no voy a amarte.

—Si anoche pasó algo, fue simplemente porque los cuerpos necesitan cosas que el corazón no siente. No te confundas.

Bajé la mirada, mordiéndome el labio para no derrumbarme allí mismo.

—Cumple tu papel —remató, como si hablara con una desconocida—. Sé la señora Ryker que esperan de ti. Mantente perfecta, sonríe para las cámaras, y no me pidas nada más.

Volví la cabeza hacia la ventanilla, conteniendo las lágrimas que amenazaban con nublarme la vista.

El paisaje urbano pasaba rápido, como si también quisiera escapar de aquel coche.

Florencia nos recibió con un cielo claro y una brisa tibia.

El chofer del hotel nos esperaba con un cartel que decía “Riker”. Nos llevó en un coche negro hasta una villa antigua reformada, escondida entre cipreses y muros de piedra cubiertos de buganvillas. Todo parecía salido de una postal romántica.

Excepto nosotros.

Al llegar, el personal nos recibió con sonrisas genuinas, palabras dulces en italiano y una copa de prosecco frío.

La habitación tenía un balcón que daba al valle. Desde allí se veía el Duomo a lo lejos, y el murmullo de la ciudad flotaba como un susurro encantador. Era el tipo de lugar donde uno debería sentirse enamorado. Plenamente vivo.

Pero yo solo sentía vértigo.

Las calles estaban llenas de turistas y voces suaves en todos los idiomas. Caminábamos juntos por las galerías, los jardines, los puentes... pero cada paso era una coreografía cuidadosamente ensayada. Fotos juntos. Sonrisas para las cámaras. Las apariencias intactas. La intimidad, evaporada.

Esa noche, cenamos en la terraza del hotel. Una mesa para dos, luces tenues, un cielo azul profundo como terciopelo.

Parecía perfecto.

Y sin embargo, mi estómago estaba cerrado.

—¿Te gusta Florencia? —preguntó Günter después de un silencio largo.

—Sí.

—Siempre quise venir con alguien especial.

Me atreví a mirarlo.

—¿Y lo soy?

Tardó en responder. Demasiado.

Dejé la servilleta sobre la mesa.

—Voy a caminar un poco —dije.

Él no se ofreció a acompañarme. No me detuvo. Solo asintió con ese gesto suyo que decía haz lo que quieras, no voy a pelear más.

Bajé por la colina hasta llegar a la ciudad. Las calles de piedra parecían tener memoria. Pensaba en todas las parejas que se habrían amado allí de verdad. En todos los besos sinceros que no habían nacido de una boda vacía.

Me detuve en una pequeña plaza donde un músico tocaba una canción de piano suave, rota, hermosa y ahí me quedé, sintiéndome más sola que nunca.

Florencia era un cuadro de calles doradas y susurros antiguos.

La tarde caía sobre la ciudad y la villa organizó una pequeña recepción para los huéspedes más distinguidos.

Vino. Música. Risas. Conversaciones flotando en el aire como burbujas de jabón.

Günter y yo asistimos, por supuesto. Como la pareja perfecta que fingíamos ser.

Él, impecable de traje oscuro. Yo, en un vestido de seda color marfil que apenas me rozaba la piel, como si no quisiera tocarme demasiado.

Nos manteníamos cerca, pero distantes. Las apariencias, siempre las apariencias.

Mientras él conversaba con un par de empresarios suizos, yo me acerqué a la mesa de vinos.

Fue entonces cuando lo vi: un hombre joven, alto, cabello revuelto y sonrisa fácil.

Se presentó como Marco. Italiano, con un acento melódico que convertía cualquier frase en algo peligroso.

—¿Sola en una noche tan bonita? —preguntó, con esa mezcla de descaro y encanto que solo los italianos parecen dominar.

Sonreí, por cortesía.

—No sola. Mi marido está ahí —dije, señalando vagamente hacia Günter.

Marco rió, indiferente.

—Entonces tu marido debería estar aquí, asegurándose de que nadie te robe —murmuró, bajando la voz como si me confiara un secreto.

Sentí un cosquilleo incómodo. Pero también una chispa inesperada de desafío.

Marco me tendió una copa de prosecco. Nuestros dedos se rozaron al hacerlo.

Una nimiedad. Un accidente.

Cuando giré ligeramente la cabeza, vi a Gunter. Sus ojos clavados en nosotros como dagas.

Se acercó. Rápido. Con pasos decididos.

Se colocó a mi lado, imponente.

—¿Todo bien aquí? —preguntó, su voz suave pero cargada de acero.

Marco, ajeno al incendio que estaba a punto de estallar, sonrió aún más.

—Todo perfecto, señor...

—Ryker —dijo Günter, tendiéndole la mano con un gesto duro—. Günter Ryker.

Mi esposa y yo estábamos a punto de irnos.

Noté cómo su mano se posaba en la pequeña curva de mi espalda, posesiva, caliente a través de la seda fina.

No era un gesto de cariño. Era una marca. Una advertencia.

—Fue un placer, Olivia —dijo Marco, inclinándose ligeramente, con una sonrisa ladeada que sabía que estaba avivando el fuego.

No respondí. No podía.

Günter me guió fuera del salón, su mano firme, demasiado firme, sobre mí.

Cuando estuvimos solos en el pasillo, soltó una maldición en voz baja.

—¿Te estás divirtiendo? —espetó.

—¿Disculpa? —me volví para enfrentarlo.

Sus ojos estaban encendidos. De rabia. De algo más.

—Coqueteando con el primer imbécil que te ofrece una copa. ¿Es eso lo que quieres? ¿Que todos te miren como si fueras... disponible?

—¿Y a ti qué te importa? —dije, alzando el mentón—. Pensé que esto era solo un contrato, Günter. Solo un maldito papel. ¿O es que ahora sí te afecta que alguien me vea como algo más que un apellido en tu colección?

Me miró fijamente y solo me atrajo hacia él con un tirón brusco, brutal.

Su boca se apoderó de la mía en un beso urgente, áspero, lleno de todo lo que no se atrevía a decir.

No había dulzura. Solo rabia.

Cuando nos separamos, nuestras respiraciones se mezclaban en el pequeño espacio entre nosotros.

—Eres mía —murmuró, como una maldición.

No supe qué decir.

No supe si estaba más rota o más viva que nunca.

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