El día de nuestra boda fue, el día que había soñado toda mi vida.
Sin embargo, hoy todo era diferente. Hoy no había lugar para los fantasmas del pasado: ni la rigidez de aquel primer altar, ni la tristeza silenciosa que me ahogaba el corazón. Esta vez, caminé hacia él con la certeza de que mi mano encontraría su calor; con la seguridad de que su mirada, gris, se posaría en mí con amor genuino.
Me vestí en la suite de la casa de mi padre, rodeada por Alana, y mi madre. Alana llegó temprano, con una sonrisa radiante y una caja pequeña en las manos. Dentro había unos pendientes de perlas, regalo de Alana para recordarme que, en medio de los protocolos y las expectativas, siempre debía ser yo misma.
—Para que brilles, Oli —susurró mientras me los colocaba—. Hoy es tu día, y nadie más puede apagarte.
Sentí un nudo de gratitud y emoción en la garganta. Alana había sido testigo de cada avance y retroceso, de cada terapia y de cada paso hacia la reconciliación con Günter. Ella sabía todo de n