Mundo ficciónIniciar sesiónCinco años después de perderlo todo, Elara Quinn solo vive por su hijo y por el imperio que construyó desde las cenizas. Pero su mundo se detiene cuando Caelan Vance, el hombre que una vez juró amarla y luego la olvidó por completo, reaparece frente a ella: sin memoria, sin culpa, y con la misma mirada que la hizo caer años atrás. Ahora, Caelan no recuerda quién fue ella, pero algo en su interior lo empuja hacia Elara y hacia el niño que no debería existir. Mientras el pasado amenaza con resurgir, aparece Dorian Maxwell, un magnate tan enigmático como peligroso, dispuesto a protegerla… o a poseerla. Su poder la deslumbra, su calma la desarma. Pero acercarse a él significa adentrarse en un mundo donde el amor tiene precio y los secretos matan. Entre dos hombres marcados por la oscuridad, Elara deberá decidir si seguir huyendo del pasado o enfrentarlo, aunque eso signifique perderlo todo una vez más.
Leer másEl murmullo de los abogados, el chasquido de los tacones y los flashes de las cámaras creaban una sinfonía insoportable, una orquesta de acero y vanidad.
Cada destello era un juicio. Cada susurro, una condena. Todos esperaban el momento exacto en que el poderoso Caelan Vance, CEO del imperio Vance Global, se liberaría oficialmente de su “error”. De mí. Yo era el error que todos querían borrar. Estaba sentada frente a él, con las manos entrelazadas para ocultar el temblor. El mármol blanco del tribunal reflejaba la frialdad del momento: siete años de matrimonio reducidos a unas cuantas hojas de papel y dos firmas. Ni siquiera me regaló una última mirada. Cuando el juez pronunció nuestros nombres, Caelan tomó la pluma con la misma serenidad con la que solía firmar contratos millonarios. La tinta fluyó sobre el papel, sellando el final de todo lo que alguna vez creí eterno. Yo, en cambio, sentí cómo el alma se me rompía con cada trazo de mi nombre. —¿Por qué estás haciendo esto? —pregunté, la voz tan baja que apenas se oía sobre el murmullo de la prensa—. Hace una semana decías que me amabas, Caelan. ¿Qué cambió? No levantó la vista. Solo apretó el bolígrafo con fuerza. —Esto ya no es mi problema —dijo, con esa voz implacable que alguna vez me hizo sentir protegida. Ahora esa voz solo dolía. —¿Problema? —reí sin humor—. Estás rompiendo siete años de mi vida con una maldita frase de poesía barata. El silencio que siguió fue más cruel que cualquier palabra. Y entonces la voz que menos quería oír sonó detrás de mí. —Siete años viviendo del apellido Vance, y aún tiene el descaro de hacerse la víctima. Giré lentamente. Era Margaret Vance, su madre. Su rostro era una máscara de desprecio. A su lado, su hija Vivienne, cruzaba los brazos con esa sonrisa venenosa que tanto disfrutaba usar. —Elara, cariño —dijo Margaret, con fingida dulzura—, al menos tendrás dinero suficiente con la pensión. Dicen que los intereses son tu especialidad, ¿no? Las risas contenidas resonaron en el tribunal. —No estoy aquí por dinero —respondí, aunque mi voz tembló. —Claro que no —intervino Vivienne—. Te casaste por amor, ¿verdad? Por eso vendiste tu coche, dejaste tu carrera y tu dignidad para convertirte en la sombra de mi hermano. Qué romántico. —Basta —dijo Caelan, sin levantar la mirada. No fue una defensa, fue solo una orden. Una orden seca, sin alma, solo para que ellas callaran. Margaret dio un paso hacia mí. Su perfume costaba más que mi alquiler de un año. —Tuviste suerte, Elara. Mi hijo estaba ciego de compasión cuando te sacó de las calles. Pero la compasión no dura para siempre. Es hora de que vuelvas a donde perteneces. No sé cómo logré no derrumbarme. Quizás porque ya estaba rota. Solo alcé la cabeza y lo miré por última vez. Cuando el juez dictó sentencia y el sonido del mazo marcó el final, entendí que ya no tenía nada que perder. Me levanté y susurré, apenas audible: —Ojalá nunca te hubiera conocido, Caelan. Por primera vez en toda la audiencia, él levantó la vista. Y fue peor. Porque en sus ojos vi dolor. Dolor y algo que parecía arrepentimiento. —Ojalá —murmuró. El mazo golpeó de nuevo. Todo terminó. Afuera, los flashes me cegaron. Los periodistas gritaban mi nombre como si fuera la villana de una telenovela. —¡Elara Quinn, ¿es cierto que lo engañó para casarse?! —¡¿Qué dice de los rumores de que robó dinero de la empresa Vance?! No respondí. Caminé entre ellos con la cabeza en alto, aunque cada palabra me desgarraba por dentro. Pero entonces escuché un grito. —¡Sr. Vance! ¡Espere! El asistente personal de Caelan corría hacia la puerta del juzgado, pálido como un fantasma. —¡Hubo un accidente, señor! ¡El auto que iba por usted… su hermano estaba adentro! El mundo se detuvo. Caelan se quedó helado. Dio un paso, luego otro, y salió corriendo. Yo lo seguí sin pensarlo. Las sirenas resonaban a lo lejos. En el puente, el vehículo negro ardía. Evan Vance, su hermano menor, estaba atrapado dentro. El humo, las llamas, los gritos, todo fue un borrón. —¡Caelan! —grité—. ¡No te acerques! Pero él no escuchó. Corrió hacia el vehículo. Y entonces… la explosión. El fuego se elevó como una bestia furiosa. El calor me empujó hacia atrás. Lo último que vi fue su silueta, tragada por el humo. Dos días después, el hospital era un santuario de silencio. Los medios decían que Caelan estaba vivo, pero en estado crítico. Fui hasta allí con un ramo de lirios blancos, sus flores favoritas. —Vengo a ver a Caelan Vance —dije a la recepcionista, intentando sonar firme. Ella tecleó su nombre, luego me miró con incomodidad. —Lo siento, señora. La familia Vance ha dado instrucciones expresas: nadie fuera del círculo familiar puede visitarlo. Mi corazón se hundió. —Soy su esposa —susurré. —Según los registros del hospital, el señor Vance es un hombre divorciado. No puede pasar. La humillación me ardió en la garganta. Detrás de mí, escuché risas contenidas. Vivienne. Impecable, cruel, vestida de triunfo. —¿De verdad pensaste que podrías entrar? —dijo con una sonrisa venenosa—. No te preocupes, Elara. Alguien tiene que mantenerte lejos. Mi madre dice que traes mala suerte. —Solo quiero saber si está bien —murmuré. Ella se encogió de hombros. —No te atrevas a fingir preocupación ahora. Pasó a mi lado como si yo no existiera. El ramo cayó al suelo. Los lirios se deshojaron a mis pies. Salí del hospital sin mirar atrás. Afuera, el cielo estaba gris, igual que el día del divorcio. Y entonces entendí lo que Caelan había querido decir: “Esto ya no es mi problema.” Dos semanas después, la llamada del médico cambió mi vida. —Señora Quinn, sus resultados están listos —dijo la voz al otro lado. No esperaba nada. Tal vez estrés. Tal vez fatiga. —Está embarazada. Unas cinco semanas aproximadamente. El mundo se detuvo. Cinco semanas, justo antes del divorcio. La última noche. No supe si reír o llorar. Corté la llamada y apoyé una mano sobre mi vientre. —Al menos, algo de él se quedó conmigo —susurré, temblando. Esa misma semana empaqué lo poco que tenía, vendí mi anillo y compré un boleto sin regreso. Mientras el avión despegaba, miré las luces de la ciudad desaparecer entre las nubes. Caelan Vance nunca sabría de nosotros. Y yo, Elara Quinn, aprendería a vivir con el silencio, con el recuerdo de un amor que ardió hasta consumirme.La sala de reuniones estaba iluminada por la luz fría de los paneles sobre el techo, reflejando cada línea de mi rostro mientras entraba.Sentí la tensión antes de verla, antes incluso de percibir la presencia de Caelan y Dorian.Había algo en el aire, un perfume sutil de poder y amenaza que hacía que cada paso que daba se sintiera pesado, calculado.Caelan estaba allí, de pie junto a la ventana, mirando la ciudad como si le perteneciera.El reflejo de su traje gris impecable se mezclaba con el paisaje urbano, y su sonrisa, medida y fría, se mantuvo mientras giraba ligeramente para mirarme.—Elara —dijo, la voz baja pero firme—. Es… bueno verte de nuevo en acción.Asentí sin decir nada, controlando mi respiración. Cada palabra que él pronunciaba parecía tener un doble filo, y yo no podía permitirme interpretaciones erróneas.Dorian entró tras él, silencioso como una sombra, pero con la presencia suficiente para hacerme sentir que cada movimiento mío estaba siendo evaluado.Se detuvo a
El aire de la oficina estaba cargado, pesado, como si cada papel, cada monitor, cada escritorio guardara un secreto que yo no podía permitirme ignorar.Desde mi regreso, la sensación de que todo estaba bajo vigilancia no había disminuido; al contrario, cada día que pasaba parecía confirmar que alguien estaba moviendo piezas detrás de mí, dentro y fuera de mi empresa.Comencé mi jornada revisando los movimientos financieros y los documentos legales de los últimos meses.No se trataba de curiosidad; era necesidad.Cada contrato, cada transferencia, cada informe era una pista potencial sobre quién estaba cooperando con el enemigo invisible.Me sumergí en números, balances y reportes internos, buscando irregularidades que pudieran ser el hilo para desenredar la maraña que amenazaba con aplastarnos.Al principio, todo parecía normal. Movimientos rutinarios, cuentas equilibradas, firmas en orden.Pero no tardé en notar lo que mi instinto ya sospechaba: pequeños desajustes, coincidencias que
Volver a la empresa después de semanas de caos no era simplemente pisar un edificio; era atravesar un campo minado emocional donde cada paso podía despertar ecos de todo lo que habíamos sufrido.Mientras mi vehículo se acercaba al estacionamiento del edificio, sentí un hormigueo en la nuca, un recordatorio de que no estaba regresando a un espacio seguro, sino a un territorio donde cada movimiento podía ser observado, calculado y usado en mi contra.Al abrir la puerta del ascensor, el aire parecía más denso que de costumbre.No había rastro del bullicio habitual de la oficina, solo miradas esquivas y el murmullo constante de teclados y conversaciones a media voz.Cada empleado que cruzaba mi camino desviaba la mirada, como si temieran que con solo reconocerme podrían convertirse en parte de la tormenta que nos había perseguido hasta aquí.Mi corazón palpitaba más rápido de lo normal, aunque intenté disimularlo con una respiración profunda y pasos firmes.Mi oficina, que solía ser un re
La sensación de que estábamos bajo constante vigilancia no me abandonaba ni un instante.Cada decisión, cada movimiento, cada palabra que Noah pronunciaba era un recordatorio de que lo que creíamos seguro estaba lejos de serlo.Pero aquella mañana algo cambió, algo en los registros de la empresa y en los informes de Dorian no encajaba.Estaba revisando los últimos balances y contratos vinculados a la fusión y reestructuración cuando noté una contradicción sutil: una anotación en los archivos legales de la empresa no coincidía con lo que Dorian había dicho.No era una prueba concreta, no era algo que pudiera demostrar culpabilidad, pero era una grieta. Una irregularidad suficiente para que mi instinto me alertara: alguien estaba manipulando información, y quizás no todo lo que Dorian ofrecía como ayuda era desinteresado.Me quedé observando los documentos, con los dedos sobre el teclado, incapaz de decidir cómo confrontarlo.Cada línea, cada firma, cada referencia parecía inocente, leg
El día empezó con un correo electrónico que, a primera vista, parecía rutinario. Pero algo en el encabezado, en la dirección de envío, hizo que mi corazón se acelerara.No era un mensaje de alarma evidente, ni un aviso de deuda, ni un ataque directo; era legal, formal, impecable en su presentación.Pero la devastación estaba en la forma en que estaba estructurado: cada palabra, cada frase, cada formato calculado para no dejar lugar a error, para golpear donde más dolía.—Denuncia anónima presentada ante la autoridad reguladora —leí en voz baja, apenas un susurro—. Todos los documentos parecen en regla… pero esto nos bloquea operaciones clave.Mi respiración se volvió pesada.Todo estaba dentro de la legalidad, todo era correcto, pero la perfección del golpe hacía que fuera insoportable. Cada movimiento, cada decisión de mi empresa, estaba ahora bajo escrutinio, y yo no podía hacer nada para detenerlo de inmediato.No podía reaccionar sin arriesgar la exposición, sin revelar debilidade
El día comenzó como tantos otros, con la falsa ilusión de normalidad. Noah parecía tranquilo mientras desayunaba, aunque yo ya sabía que esa tranquilidad era solo la calma antes de la tormenta.Sus ojos, aún brillantes, estaban cargados de una tensión silenciosa que no se dejaba ver a simple vista, pero que yo percibía en cada pequeño movimiento: cómo revisaba su mochila tres veces, cómo sus manos se aferraban al borde de la mesa, cómo su respiración se aceleraba por segundos antes de calmarse.Lo llevé a la escuela pensando que, quizá, las cosas podrían transcurrir sin sobresaltos.Pero apenas cruzamos la puerta del aula, Noah se detuvo, su mirada fija en un punto que solo él parecía ver.La maestra se acercó con amabilidad, pero antes de que pudiera decirle algo, Noah dio media vuelta y se dirigió al baño.—No quiero quedarme —susurró, apretando los labios—. No puedo.Intenté alcanzarlo, tocar su hombro, hablarle suavemente, pero sus manos se cerraron en puños y se metió en el baño,





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